ECONOMíA › OPINIóN
› Por Mario Rapoport *
Los economistas, me refiero a aquellos a quienes importan las condiciones de vida y el desarrollo económico no como simples indicadores de un estado de salud de la economía sino porque están identificados con los problemas de la mayoría de la población y resueltos a solucionarlos, trabajan sus ideas en distintos niveles temporales. El análisis diario de la coyuntura y la formulación y el seguimiento de las políticas económicas para resolver sus desajustes no bastan. Es necesario también tener una perspectiva del mediano y el largo plazo, creando las bases teóricas y técnicas que permitan dar curso a metas que superan nuestro tiempo. A su vez, abordar la actualidad es al mismo tiempo cargar con una mochila con los temas irresueltos de nuestra vida anterior, pueblos e individuos incluidos. Como señala Fernand Braudel, economía e historia confluyen en el hecho de que más allá de los ciclos hay lo que se denomina la tendencia secular.
Keynes dio un ejemplo en su artículo de 1930, “Perspectivas económicas para nuestros nietos”. Parecía una locura plantear ese problema en medio de una crisis y, sobre todo, como él mismo lo sostenía “en el momento preciso de un grave acceso de pesimismo económico”. Ser optimista cuando las cosas van bien es sencillo, así como también hundirse en la depresión cuando van por un camino contrario a nuestros deseos. El economista inglés sostenía que con la crisis predominaba en la gente el sentimiento de que la era de los grandes progresos del siglo XIX se había terminado mientras que la nueva década que se venía iba a producir una disminución de la prosperidad más que un acrecentamiento de ella. Y respondía que si bien esto podía ser cierto, la evolución de la sociedad en el largo plazo iba a librar finalmente al hombre de sus problemas económicos. Por eso, la economía era un simple asunto de especialistas y si los economistas fueran más humildes, considerándose igual “que los dentistas”, sería “maravilloso”. Por un lado, sobreestimaba a sus colegas achicando la índole de los problemas que debían tratar y, por otro, los subestimaba considerándolos simples técnicos.
En verdad, él mismo trabajó arduamente para tratar de entender y superar la crisis de los tiempos que le tocó vivir, pero no lo hizo como un técnico, sino como un humanista. Desde sus primeros escritos, como en su crítica al Tratado de Versalles que abriría el camino que llevaría de la Primera a la Segunda Guerra Mundial, se observa una mirada del largo plazo que lo hizo dedicarse a la economía no como un fin en sí mismo, sino como un medio para desembarazarse de ella. Así también reconocía en la ambición humana, a la que odiaba, un mero medio para que algún día las necesidades estuvieran cubiertas y los hombres pudieran dedicarse a gozar de la vida. Sin embargo, en ese mismo ensayo dedicado a sus presuntos nietos, que nunca tuvo, mostraba lo ridículo de esa ambición ejemplificándolo con un diálogo de una novela de Lewis Carroll. En ella un sastre le había ido a cobrar a su cliente, un profesor, dos mil libras por un traje que le había hecho. El profesor le sugirió, como para hacerle un favor, si no prefería esperar un año y cobrar cuatro mil libras, con el interés que podría agregarle. Entonces el sastre no lo pensó mucho y se fue sin recibir el pago. La moraleja es que una niña que estaba junto al profesor y había escuchado todo le preguntó a éste si verdaderamente pensaba pagarle. “Jamás en la vida”, le dijo, “él va continuar tratando de duplicar la cantidad cada año hasta su muerte. Siempre vale mejor esperar un año más y recibir el doble”.
Recuerdo, como un ejemplo distinto, el final de una película del gran cineasta polaco Andrzej Wadja, cuando a unos amigos inescrupulosos que tenían una industria se les quema la fábrica que habían instalado con el trabajo de muchos años y se ponen contentos porque ahora podían comenzar todo de nuevo. Creo que Wadja pensaba que lo fundamental en la vida no era el fin ya obtenido, sino el proceso de obtención de ese fin. La posibilidad de un nuevo comienzo constituía seguramente el motivo que explicaba la actitud de los protagonistas de su película. En algo coincidía con Keynes, para quien el amor del dinero como objeto de posesión debía considerarse como un estado mórbido, más bien repugnante. Por eso juzgaba que según “el comportamiento y los éxitos de las clases ricas de hoy en cualquier región del mundo, la perspectiva que los espera (cuando no existan más las restricciones económicas) era muy deprimente”. Y señalaba también que en ese caso, “la vida sólo sería soportable para aquellos que hagan el esfuerzo de dedicarse a cantar. ¡Por qué cuán raros son aquellos que entre nosotros saben cantar!”.
El marco internacional depresivo en el que estamos viviendo es similar al que vivió Keynes, con la diferencia que ahora los países ricos, los más afectados, no parecen haber aprendido nada de experiencias pasadas (la de los ’30 que llevó a una guerra mundial y la de los ’70) y la actual depresión va a seguir su curso con más fuerza aun, al menos por un largo período. Sin embargo, esto implica para las naciones emergentes una oportunidad, como las que tuvieron en las crisis anteriores y no pudieron aprovechar. En la posguerra, porque el mismo hecho bélico reforzó productivamente a los Estados Unidos y le ofreció en bandeja de oro una demanda completamente elástica por parte de los países destrozados por la guerra. En los años ’70 porque las naciones desarrolladas para recuperar sus pérdidas descargaron la crisis, con un masa impresionante de eurodólares y petrodólares, sobre el mundo periférico, el que después tuvo que pagar los costos de la fiesta.
Ahora existe otra oportunidad histórica para que países en desarrollo puedan aprovechar su propia tendencia ascendente profundizando el camino emprendido en los últimos años, inverso al del otrora “Primer Mundo”. Allí predominan políticas de ajuste que, como en el caso de nuestra propia crisis de 2001-2002, los pueblos no soportarán por mucho tiempo más. Eso será cuando el colchón de los desgastados Estados de Bienestar termine de perder todo su relleno. En nuestro caso no había ni siquiera ese colchón.
En los últimos años el nuevo rumbo en la política económica y social del gobierno argentino, con aciertos y errores, fue generando transformaciones profundas que llegaron para quedarse, pero que fuerzas internas y externas opuestas pueden frenar o deteriorar. La idea es la de clarificar ciertas metas necesarias para una próxima etapa, sea o no posible aplicarlas de inmediato. Para lo cual sería necesario adoptar como ejercicio permanente una mirada económica de mediano y largo plazo y realizar estudios de prospectiva incorporando a nuestras universidades e instituciones científicas y tecnológicas al análisis y desarrollo de grandes proyectos nacionales.
La visión de Keynes, como la de Marx, Smith, Ricardo y otros economistas de la misma talla nunca fue de coyuntura. Ellos miraban el mapa del mundo desde una perspectiva estratégica. Smith y Ricardo montados en la revolución industrial y en un imperio que estaba forjándose. Marx en la llegada al poder de los sometidos que marcarían el fin de la historia. Keynes considerando al capitalismo como un mal necesario para llegar a un mundo donde no habría más necesidades económicas. Pensaban más en sus nietos que en ellos mismos.
* Economista e historiador.
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