Vie 04.04.2014

ECONOMíA  › OPINION

Soberanías

› Por Mario de Casas *

Cuando el gobierno de Néstor Kirchner anunció el desendeudamiento, con el que se consiguió –entre otros logros– mayor autonomía para la política económica nacional, o cuando el de Cristina Fernández justificó la aplicación de retenciones a los granos para –entre otras razones– proteger la soberanía alimentaria, o cuando recuperó el control de YPF en nombre de la soberanía energética, y de nuevo ahora al conocerse el acuerdo por la expropiación de las acciones de la petrolera, por citar sólo algunas de las decisiones convergentes en una gradual recuperación de la soberanía nacional, las voces de la oposición real no perdieron oportunidad de denostar este concepto como si se tratara de una antigualla.

Aquellas acciones y estas reacciones se inscriben en lo que podríamos caracterizar como la madre de todas las batallas: de acuerdo con el economista E. Basualdo, después del colapso del régimen de acumulación de capital vía valorización financiera, en 2002 se abrió la disputa social por la definición de un nuevo patrón de acumulación y un nuevo tipo de hegemonía política. En ese contexto, la derrota sufrida por el Gobierno ante el Congreso en julio de 2008 clarificó las alianzas en pugna, que involucran –consciente o no, en mayor o menor grado– a toda la sociedad argentina.

No es la primera vez que el país afronta un conflicto de esta índole, en el que operan actores dentro y fuera de sus fronteras y que implica librar una disputa ideológica con el discurso hegemónico.

Ahora bien, ¿qué tienen que ver las voces de la oposición real con el discurso hegemónico actual? Para ensayar una respuesta es oportuno recordar el aserto de Marx en cuanto a que las ideas dominantes son las ideas de las clases dominantes, siempre considerando que el tipo de control ideológico cambia con la estructuración de los intereses dominantes.

Así, después de la derrota del fascismo en 1945, la denominada Guerra Fría dividió a los vencedores en una contradicción que objetivamente consistía en el enfrentamiento entre el capitalismo y el comunismo –con los reparos que se quieran poner a esta denominación del régimen soviético y sus aliados–. Sin embargo, el bloque liderado por los EE.UU. presentaba este conflicto como una batalla entre la “democracia” y el “totalitarismo”, y se autodenominaba Mundo Libre.

El final de la Guerra Fría trajo un planteo ideológico nuevo: por primera vez en la historia el capitalismo comenzó a presentarse a sí mismo por su nombre, con una ideología que lo ubicaba como el punto final del desarrollo social. Ningún otro orden podría superar al basado en el libre mercado. Fukuyama le dio la expresión teórica más celebrada, aunque a nivel popular se difundió el mismo mensaje: el capitalismo es el destino universal y definitivo de la humanidad; formulación que constituye el núcleo del neoliberalismo como doctrina todavía dominante en los gobiernos de buena parte del mundo.

Pero, además, la oposición capitalismo-comunismo interactuaba con otra de alcance global: la lucha entre los movimientos de liberación del denominado Tercer Mundo y las potencias coloniales e imperialistas del Primer Mundo, con antecedentes –en otro registro– en nuestra América y nuestro país. Uno de los resultados de estas luchas fue la emergencia de Estados nacionales formalmente emancipados del yugo colonial. Ya nunca se pondría en duda el principio de soberanía nacional que, aunque más de una vez violado por las grandes potencias, estuvo siempre afirmado por el derecho internacional. Fue la conquista de esta serie de resistencias.

La derrota y desaparición del campo comunista borró los límites que se imponían recíprocamente ambos bloques y condicionaban las relaciones Norte-Sur. Este es un cambio fundamental desde los ’90 y su expresión ideológica ha sido un creciente menosprecio por el principio de soberanía nacional. La acción que marcó el primer hito en esta nueva realidad fue la agresión militar de la OTAN a los Balcanes, justificada como la superación histórica de la soberanía nacional –ahora caracterizada como mera idolatría– en nombre de los derechos humanos.

Desde entonces, como ha señalado el historiador Perry Anderson, una pléyade de juristas, filósofos e ideólogos ha construido una nueva doctrina, conocida como “humanismo militar”, con la que se busca demostrar que la soberanía nacional es una anacronía peligrosa en esta era de la globalización, que puede y debe pisotearse. Claro, siempre que la soberanía en cuestión no sea la de alguna potencia.

Es decir que el discurso hegemónico repetido por títeres de aquí y de allá tiene dos componentes principales: primero, el capitalismo, no ya como orden social superior al socialismo, sino como el único posible para organizar la vida humana desde ahora y para siempre y, segundo, la supresión de la soberanía nacional como pilar de las relaciones entre los Estados. Es evidente que ambos postulados son necesarios al reinado sin límites del capital financiero y sus beneficiarios colaterales, e implica de hecho poner candado a los Estados nacionales.

Esa fracción hegemónica del capital encuentra actores locales con intereses afines; a ellos no les conviene el pleno empleo, ni un régimen de acumulación basado en la industrialización y el desa-rrollo tecnológico autónomo; entonces, nos dicen que toda decisión política se debe subordinar al mercado y que la soberanía nacional es un fetiche. Los pasajes más dolorosos de nuestra experiencia histórica nos dicen que afortunadamente vienen fracasando en sus recurrentes intentos por desestabilizar al Gobierno y frustrar el proceso iniciado en 2003.

* Ingeniero civil.

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