ECONOMíA › OPINION
› Por Alicia Bárcena *
En agosto de 1982, con la moratoria de la deuda externa dictada por el gobierno de México comenzó lo que luego se conocería como la “década perdida” para América latina. Fue el período de mayor penuria de la región a lo largo de su historia. Tres décadas más tarde, la crisis financiera global (2007-2009) y la crisis de la Eurozona (2008-2012) han vuelto a poner de relieve varias de las inconsistencias e inequidades que en ese entonces se ponían de manifiesto, tanto en relación con la organización del sistema monetario internacional como con el poder desmesurado del mundo de la finanzas. Estas crisis han demostrado que para evitar costos económicos y sociales profundos se requieren mecanismos de negociaciones y soluciones a nivel internacional que faciliten los pagos y permitan un manejo adecuado de la deuda.
El riesgo asociado a la ausencia de un mecanismo de este tipo es, precisamente, lo que vuelve a ponerse de relieve a partir de la reciente decisión de la Corte de Suprema de Justicia de los Estados Unidos de rechazar el tratamiento de la contienda legal entre la Argentina y una parte minoritaria de los denominados holdouts (también conocidos como fondos buitre).
Dicha decisión no sólo dificulta –o quizás imposibilite– que la Argentina continúe con el pago del servicio de su deuda reestructurada sino que atenta contra la estabilidad del sistema financiero internacional, en tanto constituye un precedente que puede obstaculizar otros procesos de reestructuración de deuda. Pues si ante una negociación voluntaria como la llevada a cabo por la Argentina, en la que más de 92 por ciento de los acreedores aceptó canjear los títulos de deuda en cesación de pagos, cualquier acreedor puede reclamar y cobrar la totalidad de la deuda, ¿cuáles son los incentivos para ingresar a futuro en una reestructuración semejante?
La introducción de cláusulas de acción colectiva (que obligan a la minoría no dispuesta a ingresar a un canje a aceptar los términos de la reestructuración en función de la voluntad de la mayoría) es necesaria para darle al sistema una mayor estabilidad en el futuro, pero sus verdaderas implicancias jurídicas aún no se conocen con certeza y pueden estar sujetas a cuestiones de interpretación. La discutida interpretación de la cláusula pari passu que está en el origen de esta controversia no hace más que abonar este tipo de incertidumbre. Pero además se necesita diseñar un mecanismo de reestructuración de deuda que tenga en cuenta las condiciones de los deudores, incluyendo la necesidad de que el pago del servicio de la deuda pueda depender, por lo menos en parte, de condiciones macroeconómicas contingentes de las cuales depende la capacidad del servicio de la deuda.
Es en este sentido que emerge la necesidad de establecer un mecanismo internacional que permita resolver los conflictos de intereses suscitados por defaults soberanos tal como vienen planteando los organismos internacionales, incluyendo la Cepal. En 2003, el propio FMI propuso –como se sabe, sin éxito– la creación de un mecanismo de reestructuración de deudas soberanas. En aquel momento, los países avanzados (o “centrales”, como hubiera dicho Raúl Prebisch) consideraron que las negociaciones voluntarias a través del mercado serían más eficientes.
Como producto del fallo judicial en cuestión, existe la posibilidad de que la deuda pública argentina denominada en moneda extranjera aumente significativamente, no sólo porque las obligaciones emanadas de los holdouts litigantes podrían rápidamente extenderse al resto de los holdouts sino porque el acatamiento de este fallo puede activar la cláusula RUFO. Según las estimaciones más conservadoras, la activación de dicha cláusula podría aumentar en más de 100 mil millones de dólares la deuda pública externa de la Argentina. A título comparativo, la deuda pública argentina denominada en moneda extranjera con acreedores privados y organismos internacionales de crédito asciende a 79 mil millones de dólares (datos oficiales de septiembre de 2013).
Sin la reestructuración de la deuda, la Argentina hubiera experimentado otra “década perdida” en los años 2000. Dificultosamente, y a lo largo de casi 10 años, el país logró una aceptación mayoritaria de su propuesta. La extensión de plazos y la quita implícitas en el canje de deuda resultante hicieron posible que el país experimentara un ciclo importante de crecimiento, aprovechando las buenas condiciones internacionales, y cumpliera al mismo tiempo con los compromisos emanados de dicha reestructuración.
Así como los “salvatajes” de los bancos en una situación de crisis financiera se justifican por las implicancias sistémicas de un quiebre del sistema financiero sobre la economía, las reestructuraciones de los pasivos soberanos, cuando éstos son –a todas luces– insostenibles, protegen el buen desempeño posterior de la economía y por lo tanto también la regularización de los pagos adeudados. Y con ello, naturalmente, el desempeño de los socios comerciales, lo que lo constituye en una cuestión de interés global.
Se trata entonces de un caso testigo para la comunidad internacional, como ya lo han hecho saber numerosos gobiernos y organismos internacionales, que pone de manifiesto un vacío legal que debería dar lugar a una reforma en la normativa internacional que permita proteger el bien común del afán de ganancias extraordinarias de las minorías.
* Secretaria Ejecutiva de la Cepal.
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