ECONOMíA › OPINIóN
› Por Damián Pierbattisti *
La maniobra de pinzas con la que los fondos buitre intentan derrumbar la reestructuración de deuda soberana pone de relieve tanto la nitidez de la confrontación que atraviesa a nuestro país, como los contornos estructurales por los cuales esta transita. La alianza estratégica del sector más especulativo y radicalizado del capital financiero con el poder judicial del imperio, exhibe impúdicamente el complejo entramado de poder, cuyo objetivo apunta a desgastar fuertemente la legitimidad social sobre la que se funda el gobierno del Estado y la identidad política que lo rige desde 2003 hasta el presente. La virulencia del ataque puede ser comprendida adecuadamente sólo si se dimensiona la importancia que le asigna el establishment a impedir que “el populismo” se haga carne en las ambivalentes mayorías sociales cuyos corazones pendulan, al igual que el de Dimitri Karamazov, entre el Dios del mercado y el diablo del estatismo.
Sin embargo, en el extravagante fallo del juez Griesa se juega algo más profundo que una maniobra de pinzas jurídica. A esta aberración legal subyace una determinada construcción de la “verdad”; inescindible del objetivo estratégico de torcer el rumbo económico, político y cultural del actual gobierno.
La inapelabilidad del fallo de Griesa constituye el correlato acabado de una verdad que, para el neoliberalismo, es susceptible de traducirse en las complejas ecuaciones matemáticas con las que la ortodoxia económica pretende expresar el orden social capitalista. Economía y derecho se dan la mano en la potestad que se les adjudica a las personificaciones más radicalizadas del pensamiento económico neoliberal como los únicos traductores habilitados a poner en palabras un saber ajeno al vulgo, y que sólo ellos detentan. Es así cómo la política se reduce a un supuesto arte de la administración de la cosa pública que se lleva a cabo al margen de toda disputa de intereses divergentes; tal como se observa en el lamentable rol al que se ven reducidos los políticos opositores que no se sonrojan ante la flagrante contradicción que presenta defender la República convocando, simultáneamente, al acatamiento de un fallo que va en contra de toda determinación soberana.
Permitir que un Estado soberano se vuelva equivalente a una de las partes que rige el vínculo comercial entre privados, llegando al paroxismo de incurrir en un “desacato” si no se obedece un fallo de imposible cumplimiento, revela con singular exactitud qué entiende por República la derecha con posibilidades de acceder al gobierno del Estado el año próximo. En tal sentido, el segundo documento elaborado por el Foro de Convergencia Empresarial constituye el programa de gobierno del bloque de poder, cuyas “propuestas de políticas de Estado (que) podrían ser implementadas por cualquiera de las fuerzas políticas que gobierne el país”, fijan el horizonte de previsibilidad sobre el que gira la competencia entre los distintos espacios que conforman el arco de la oposición política. Sin duda alguna, el hecho más lamentable del patético maridaje entre “científicos” y ejecutores fue hasta qué punto la mano invisible del mercado desvió la mirada del fallido estadista del FA-Unen.
Al mismo tiempo, la nueva Ley de Abastecimiento señala la intensidad de lo que está en juego, por cuanto lo que involucra es nada más ni nada menos que la intervención del Estado en el núcleo duro del fenómeno inflacionario. Que el Estado determine un “marco regulatorio para las relaciones de producción, construcción, procesamiento, comercio y consumo sustentado en la constitucionalidad de las acciones de intervención estatal para evitar abusos y la apropiación indebida del excedente de la cadena de valor”, tal cual se expresa en el proyecto de ley que se encuentra en discusión, constituye uno de los principales vectores por donde transita la disputa de poder que atraviesa a nuestro país. Este proyecto de ley refleja que la lucha teórica entre la ortodoxia económica, que atribuye el aumento de precios a la emisión monetaria y el exceso de gasto público, y la heterodoxia, que sostiene que el aumento de precios responde a la puja distributiva acompañada de un grado exorbitante de concentración económica, se corresponde con el campo empírico donde se vuelven observables las correlaciones de fuerza que se cristalizan en la direccionalidad política y económica que asume el gobierno del Estado.
Los diversos intentos por desgastar la legitimidad social que sustenta el apoyo al Gobierno deben leerse teniendo como perspectiva ese centro de gravedad, cuya relevancia va de la mano de su ya inocultable visibilidad. Ya se trate de la maniobra de pinzas jurídica dictaminada por el sistema judicial norteamericano o del fracasado paro nacional impulsado por la heterogénea alianza táctica que va desde los medios dominante y los cuadros sindicales del massismo hasta la gentil colaboración de una izquierda adolescente, que sólo tiene de revolucionaria su probada capacidad de blindarse contra todo principio de realidad. Lo que está en juego es la resolución de la crisis orgánica de la hegemonía neoliberal que estalló por los aires en diciembre de 2001. Esto es lo que explica la centralidad que asume la dirección política del gobierno del Estado, los crecientes grados de autonomía relativa que fue ganando de cara a los poderes fácticos sobre los cuales opera, así como los márgenes políticos de los que dispone para avanzar en la construcción de una sociedad más justa, equitativa e igualitaria. Lo que está en juego es poder. Poder para avanzar o revertir lo que se construyó sobre fondo de la crisis orgánica que dejó la aplicación de “los experimentos neoliberales sobre seres vivos”, retomando la potente metáfora utilizada por Horacio Verbitsky (“Conflictos”, Página/12, 12 de diciembre de 2004).
Michel Foucault sostenía que “el poder no es en sí mismo una violencia que en ocasiones podría ocultarse ni un consentimiento que se reconduciría implícitamente. Es un conjunto de acciones sobre acciones posibles: opera en el terreno de la posibilidad donde se inscribe el comportamiento de los sujetos que actúan: incita, induce, desvía, facilita o vuelve más difícil, amplía o limita, hace que las cosas sean más o menos probables; en última instancia, obliga o impide terminantemente, pero siempre es una manera de actuar sobre uno o sobre varios sujetos activos, y esto en tanto que actúan o son susceptibles de actuar. Una acción sobre acciones” (El sujeto y el poder). El poder no sólo debe ser visto desde su faz meramente represiva, sino también debe analizarse a la luz de su extraordinaria capacidad de producir situaciones tan originales como diversas.
El ejercicio del poder habilita la producción de un vastísimo campo de saber que le es concomitante y del cual su práctica se vuelve inescindible. La verdad resultante de esa compleja articulación no es ajena a las más diversas luchas que atraviesan todo el tejido social y que jamás podrán reducirse a una sola y única dimensión social, aun cuando difícilmente pueda soslayarse la primacía que ejerce el campo de la economía (que no equivale a decir determinación en última instancia). De allí, precisamente la importancia que asume la dirección intelectual, política y moral de las fuerzas sociales en pugna, porque es en ese núcleo subjetivo donde se elabora, y resuelve, la concepción del mundo que se traduce en los comportamientos sociales que nos deslumbran e interrogan. La verdad es un espacio más de disputa donde la engañosa sabiduría de los ilusionistas y el ejercicio pretendidamente impune del poder imperial no son más que dos de sus elementos constitutivos.
* Sociólogo. Investigador del Conicet/UBA-Germani.
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