ECONOMíA › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
La idea de derogar fue capturada por la oposición. Apareció en algunos discursos y rápidamente salió de circulación. Es el sueño, es el deseo, pero cuando se dice en voz alta tiene una resonancia impresentable, poco democrática. Entonces se retiró subrepticiamente y volvió a ser el sueño oculto, la sombra de un resentimiento acunado por el sinsentido de que gobiernen los que no tienen razón, los que piensan, visten, comen y sienten distinto de como lo hace el ciudadano civilizado. Cuando las cosas vuelvan a su sentido habrá que borrar todo lo que se ha degenerado con estos sinsentidos. Derogar. Es imposible un diálogo democrático cuando la oposición deambula con la idea de que el único sentido es el propio y es incapaz de colegir que puedan existir otros sentidos diferentes. La ceguera encasilla automáticamente cualquier sentido diferente como delictivo, ilegal o inconstitucional.
La Constitución es concebida como un blindaje mágico de ese único sentido conservador. Pero el blindaje real y no mágico no es la Constitución, sino el universo judicial con que se la rodeó, las academias, las corporaciones, las burocracias y aristocracias, las familias judiciales y los ritos ocultistas de juicios que parecen las viejas misas medievales que hasta la Iglesia ya dejó de lado.
Casi todas las leyes que han ido trazando la cristalización de nuevos derechos han sido, una por una, desestimadas por “inconstitucionales” por la oposición. Parece un chiste, pero es la representación de la intolerancia. Habría que seguir los artículos del constitucionalista Gregorio Badeni (elegido en 1978 como uno de “los diez jóvenes brillantes” por la Cámara junior de Comercio de la Ciudad de Buenos Aires) en el diario La Nación, donde la palabra “inconstitucional” se repite con la ley de medios, la de Papel Prensa, la Ley de Abastecimiento y en relación con las decisiones del Gobierno en el ámbito de la Justicia.
Versiones periodísticas aseguran incluso que el fiscal Guillermo Marijuán se asesoró con Badeni antes de su embestida judicial contra la procuradora Alejandra Gils Carbó. En todo caso, las declaraciones de inconstitucionalidad alimentan y se respaldan en un supuesto derogacionismo republicanista que tiene poco de republicano.
Además de haber sido premiado como uno de los diez jóvenes brillantes de 1978, en ese mismo año Badeni fue designado en la intervención del Banco de Hurlin-gham, vinculado con la represión contra la familia Graiver y con el caso más truculento de persecución a empresarios durante la dictadura. Toda la plana mayor del banco fue secuestrada y algunos de ellos quedaron en cautiverio en Campo de Mayo, donde fueron torturados ante la presencia del entonces titular de la Comisión Nacional de Valores, Juan Carlos Echebarne, y del ex juez Rafael Sarmiento.
El constitucionalista ya tenía experiencia como funcionario de otros gobiernos no constitucionales ni republicanos. Durante la dictadura de Alejandro Lanusse fue letrado de la Fiscalía (similar al cargo de secretario de Cámara) de la Cámara Federal Penal, más conocida como Camarón. Y fue designado a dedo sin tener los antecedentes requeridos para esa función. El Camarón antiterrorista fue disuelto por el gobierno de Héctor J. Cámpora. Paradójicamente, el constitucionalista Badeni nunca fue funcionario judicial de gobiernos democráticos y sí de dos dictaduras. Es más, fue socio durante muchos años, en su estudio jurídico, de Mariano Gagliardo, quien llevaba los juicios comerciales de Emilio Eduardo Massera, su viuda e hijos. Gagliardo fue defensor de Massera en el juicio por daños que le hizo y ganó Daniel Tarnopolski por la desaparición de toda su familia secuestrada por el Grupo de Tareas de la ESMA.
Badeni es un académico reconocido y titular de distintas cátedras, pero no deja de ser significativo que un constitucionalista de referencia para la oposición haya sido funcionario judicial en dos dictaduras y nunca lo haya sido en gobiernos democráticos, cuyas medidas, sin embargo, tacha de “inconstitucionales” y antidemocráticas cuando afectan intereses de grandes empresas. Badeni es nada más que un ejemplo. No se trata de personalizar, sino de mostrar que esta paradoja de rodear la Constitución con intérpretes que pueden justificar una dictadura en defensa de la Constitución está en la raíz del entramado hegemónico del universo judicial, de su conservadurismo y de las fuertes reacciones que produce cualquier medida que tienda a romper esa inercia feudal. Otro referente menor que aparece en ese cuadro es Daniel Sabsay, un abogado que se autodefine como constitucionalista, pero que nunca presentó una tesis de posgrado en el tema. Ha quedado en ridículo estos días por la viralización en las redes sociales del certificado de diploma de la presidenta Cristina Kirchner a la que había acusado de no ser abogada. En declaraciones radiales, Sabsay equiparó al Gobierno con algunos hechos del nazismo. No se puede hacer esas acusaciones a troche y moche sin banalizar así un hecho tan terrible como el Holocausto judío.
Una sociedad que va plasmando derechos está obligada a ir transformando la Justicia, a modernizarla y mejorarla. Son nuevas leyes y nuevas formas de administrar justicia, porque uno de los derechos que se amplían y profundizan es también el de la justicia. La hegemonía conservadora está tan enraizada en la cultura judicial argentina que en toda esa masa de nuevas leyes y reformas a los códigos que se han producido, la oposición solamente puede ver la búsqueda de impunidad para supuestos actos de corrupción. Ve el delito y no puede ver una propuesta de progreso, de construcción real de ciudadanía, ya sea debatible o imperfecta. Está tan condicionado ese esquema de pensamiento que cuando se trata de cambiar en un sentido progresivo a la Justicia, solamente puede ver el delito como trasfondo.
Es un pensamiento infantil, como el miedo al hombre de la bolsa. Nadie razonablemente en sus cabales puede pensar que se diseñe y establezca esa masa impresionante de leyes y reformas para lograr impunidad futura por actos de corrupción. Sería un trabajo monumental al divino botón. Una ley o miles de leyes que establezcan impunidad no tienen futuro, como lo demostraron la autoamnistía de la dictadura, el punto final o la obediencia debida del radicalismo y los indultos de Carlos Menem. Un argumento poco inteligente como éste sólo puede ser sostenido por ese andamiaje conservador hegemónico que reacciona furiosamente contra los cambios. El miedo no es a la corrupción, sino a los cambios, por eso no se debate, se sueña con derogar y se desea que todo quede como estaba.
La embestida contra la procuradora general de la Nación, Alejandra Gils Carbó, forma parte de ese cuadro de fuerte reacción contra los cambios en la Justicia. Cuando fue designada, nadie objetó su idoneidad para el cargo ni su integridad personal. Cuando movió la estructura del organismo, pasó a convertirse en la peor de todas. En poco tiempo, el fiscal Marijuán abrió varias causas, por la designación de fiscales subrogantes o por el supuesto espionaje a otro fiscal; el portal de Hadad la acusó de corrupción, y también se sumó a esa campaña reaccionaria el sector del gremio de judiciales que responde al moyanista Julio Piumato. De todas las acusaciones, la más absurda fue la defensa que hizo Marijuán del fiscal Cesar Troncoso, que está siendo investigado porque protegió a un grupo de policías federales acusados de prostituir a dos chiquitas de 13 y 15 años.
Cada pequeño paso que se ha dado para transformar algún aspecto de la sociedad, desde la negociación de la deuda externa, hasta la anulación de las leyes de impunidad, pasando por la reestatización de las jubilaciones y Aerolíneas, entre tantas otras, debió soportar grandes reacciones y protestas de la oposición y de los medios, campañas de difamación, acusaciones que conmocionaron y nunca se comprobaron, todo orquestado como parte de un poderoso arsenal para frenar, destruir y deslegitimar. La reacción conservadora, que en cada uno de esos ejemplos arrastró corrientes supuestamente progresistas y de izquierda, demostró el peso que siempre ha tenido en la sociedad. Porque no es algo nuevo y, sin embargo, siempre hay que discutirlo como si fuera un descubrimiento.
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