ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE: LA CRISIS DE LAS ESCUELAS TRADICIONALES DEL PENSAMIENTO ECONóMICO
Los autores abordan desde distintas temáticas una cuestión que les es común: las pobres respuestas que ofrecen en la actualidad las corrientes dominantes del pensamiento económico sobre aspectos tan disímiles como tecnología y desigualdad social.
Producción: Javier Lewkowicz
Por Florencia Barletta * Verónica Robert ** y Gabriel Yoguel ***
Existe un amplio consenso sobre la importancia de la innovación y el cambio tecnológico para el desarrollo económico. El éxito de algunos países asiáticos en cerrar su brecha tecnológica y unirse al selecto club de países innovadores contribuyó a que la economía se preocupara cada vez más por comprender los procesos de cambio tecnológico y a que las políticas de desarrollo se vincularan más estrechamente con las de ciencia, tecnología e innovación.
Visiones cercanas al mainstream en economía han mostrado un interés creciente por estas cuestiones y no han dudado en plantear sus recomendaciones de políticas. Por ejemplo, el BID y el Banco Mundial ofrecen una batería de sugerencias de “políticas de desarrollo productivo”, entre las que incluyen las de fomento a la innovación, a la cooperación entre empresas y a las asociaciones público-privadas. Sus recomendaciones han mantenido coherencia con el núcleo de la teoría: las intervenciones se justifican sólo en presencia de “fallas de mercado”. Así, las empresas sub-invierten en I+D debido a que no pueden apropiarse cabalmente de los beneficios económicos derivados de tales inversiones, ya que la característica de bien público del conocimiento conduce a la copia e imitación. La solución entonces estaría en resolver estas fallas que, afirman los citados organismos, son mayores en países en desarrollo. Habría entonces que crear garantías para los innovadores, fortalecer derechos de propiedad y generar bienes públicos en los que las empresas por sí mismas no invertirían (infraestructura, capital humano).
Las políticas sugeridas apuntan a mejorar el funcionamiento de los mercados y son de carácter predominantemente horizontal. En realidad conjugan la misma esencia de las políticas del Consenso de Washington: la menor intervención posible para no distorsionar los precios relativos o generar las muy temidas fallas de Estado.
No obstante, la relación entre cambio tecnológico y crecimiento económico no siempre tuvo la actual popularidad, y durante la segunda mitad del siglo XX fue terreno indiscutido del pensamiento heterodoxo, que se esforzó por mostrar la incapacidad del mainstream para abordar esta cuestión. Desde finales de los ’70, un grupo de autores comenzó a desarrollar una teoría de la innovación y el cambio económico basada en parte en las ideas de Schumpeter, sobre los procesos de destrucción creativa.
Esta corriente, denominada evolucionismo neoschumpeteriano, ubicó a la innovación y al cambio tecnológico en el centro de la explicación de la dinámica económica. Abandonó la visión de equilibrio al reconocer que las fallas de mercado no son una situación atípica que justifica la intervención, sino la forma en la que los mercados comúnmente funcionan. En estos espacios, en los que el sistema de precios “falla”, ocurre lo central del proceso económico: la innovación y el cambio tecnológico. En este contexto, el evolucionismo neoschumpeteriano ha estudiado el comportamiento de las firmas e instituciones más allá de la visión simplista del mainstream, dando cuenta de la enorme heterogeneidad microeconómica, partiendo de las hipótesis de racionalidad limitada y de información asimétrica. Pero, en especial, se ha preocupado por entender la naturaleza de los procesos de aprendizaje, que ocurren en presencia de interacciones sistémicas entre actores (firmas y otras instituciones privadas y públicas, como universidades y centros tecnológicos). Este tipo de interacciones da lugar a una estructura incompleta de conexiones entre las partes del sistema económico y eliminan de cuajo la posibilidad de teorización basada en un agente representativo, pilar fundamental del mainstream económico.
De acuerdo con esta perspectiva, el sistema de precios y el equilibrio general son herramientas limitadas para dar cuenta de la innovación emergente y de la complejidad de los procesos de aprendizaje. Las interacciones entre actores van más allá de las relaciones de mercado y por lo tanto las fallas de mercado son la regla y no la excepción. El aprendizaje tecnológico y la innovación ocurren en presencia de fallas de mercado, por lo que la política pública, más que preocuparse por la apropiación privada e individual de las actividades de I+D, debe promover el aprendizaje colectivo y la cooperación tecnológica. Es decir, no es cierto que las empresas no inviertan en I+D como resultado de una elección racional en un contexto donde la apropiación privada se ve amenazada. Por el contrario, las empresas no invierten en I+D básicamente porque no tienen capacidades para hacerlo, y porque el entramado en el que están insertas no favorece los procesos de aprendizaje necesarios para el desarrollo de tales capacidades.
* Investigadora UNGS.
** Investigadora UNGS-Conicet-Unsam.
*** Investigador UNGS.
Por Mercedes D’Alessandro *
Desde la crisis financiera internacional de 2008 que no se armaba tanto revuelo entre los economistas. Sin embargo, esta vez no se trató de algo tan urgente como la explosión del sistema financiero en el corazón de Wall Street, y todo lo que eso significaría (y significa) para el resto del mundo, sino que el tema que reavivó la llama fue una cuestión tan vieja como la economía política: ¿la distribución de la riqueza tiende a ser cada vez más desigual a medida que el capitalismo avanza? O, por el contrario, las fuerzas del mercado, la libre competencia, el progreso tecnológico, ¿llevan naturalmente a que el mundo funcione de manera armoniosa y menos desigual?
El puntapié inicial lo dio Thomas Piketty con la publicación de El Capital en el siglo XXI. Su trabajo ha recibido numerosas críticas: metodología, formulación matemática, base empírica, operacionalización de conceptos, etcétera. Piketty entra en escena con un tema clásico y con una conclusión en la que muchos coincidimos (sin necesidad siquiera de hacer tantas cuentas o de ser un experto): el capitalismo salvaje y sin control nos lleva a un mundo en el que la riqueza social se acumula en un polo y la miseria en el otro. Las recomendaciones de política que presenta el autor también las hemos escuchado repetidas veces: más educación, sistemas tributarios progresivos, un Estado que interviene. Sin embargo, agita el avispero y genera un tsunami de reseñas, críticas y comentarios que van desde los Premios Nobel más respetados hasta revistas de temas mundanos y fuera de la disciplina.
Este libro nos pone una vez más frente al gran vacío teórico instalado en el corazón de la economía política. No por el trabajo de Piketty en sí mismo, que tiene la virtud de aportar al debate con digresiones teóricas, metodológicas e incluso históricas expuestas en toda su extensión y sustentadas con muchos datos, sino más bien porque hace años que la economía política está empantanada en discusiones estériles. El fracaso en ofrecer una versión sólida acerca de la última crisis financiera marcó otro límite tanto para el mainstream como para la autoproclamada heterodoxia. El resultado: una economía política cada vez más fragmentada, elementos dispersos de teorías o problemas coyunturales que se abordan con una ensalada de números, conceptos, historia e ideología. “Pensadores” sin mucha esperanza de darles un marco conceptual general a sus ideas. Piketty se reivindica como un pensador libre, fuera de cualquier escuela de pensamiento, como si pertenecer a alguna le significara renunciar a algo. Quizás en cierto modo tiene razón: las escuelas de pensamiento, cada una aferrada a su ideal teórico, se pelean con la realidad cada vez que ésta les muestra alguna inconsistencia. O bien recurren a un eclecticismo en que todo pareciera dar lo mismo, como si las teorías fueran modelos neutrales e intercambiables.
Más allá del debate teórico, tanto en la Argentina como en gran parte de América latina los Estados tienen un rol activo en la economía y en la redistribución de los ingresos (más que en la redistribución de la riqueza). Y, salvando las distancias entre economías tan diferentes, desde Obama hasta el FMI todos hablan de “crecimiento con inclusión”. ¿Realmente se han hecho tan populares estas ideas? No, es simplemente que hoy hablar de desigualdad y medidas para luchar en contra de ella, incluir en el sistema a aquellos que han salido de su senda, es lo políticamente correcto. En Europa está en juego el papel que ocupará el Estado en economías en crisis aguda como España o Grecia. Algo parece no encajar con la imagen de que el crecimiento económico es “una marea que levanta todos los botes, pequeños o grandes”.
La aparición de Piketty y la discusión en torno de la desigualdad no son casuales. Por el contrario, estamos en el momento adecuado para preguntarnos qué hacer frente a una realidad acuciante que nos muestra un horizonte de mayor desigualdad. Nos desafía a superar discusiones anacrónicas y parciales. Piketty –como tantos– pone al Estado en el centro de la escena, aunque él mismo reconoce que para evitar ese destino oscuro que muestra el capitalismo sería necesario establecer regulaciones internacionales que demandarían esfuerzos sobrehumanos. Si coincidimos en que el sistema capitalista en su dinámica es inherentemente creador de desigualdad, ¿pueden el Estado y su tecnocracia detener esa dinámica? ¿Qué tipo de Estado necesitamos? ¿Por qué se nos aparece como más realista “domar” al capitalismo que transformarlo?
* Doctora en Economía (UBA).
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