Dom 03.05.2015

ECONOMíA  › OPINION

Cinismo político

› Por Edgardo Mocca

Imagen: Pablo Piovano.

Unos pocos días antes de sellar su acuerdo electoral con Sergio Massa, el gobernador de Córdoba, José Manuel De la Sota, había presentado un libro en el que afirmaba que el tigrense se lleva bien “con Dios y con el Diablo”. Decía también en ese libro que la especialidad de Massa es la de “los mensajes para la tribuna sin mayor profundidad”. Debe ser el record histórico-mundial de velocidad para las bruscas piruetas, tan habituales en la política.

El giro es veloz, pero la agenda política y periodística lo es más aún, de modo que el insólito giro no permanecerá mucho tiempo en cartelera y será prontamente devorado como noticia. ¿Vale la pena, entonces, detenerse para pensar el significado del hecho? Por lo pronto, si de lo que se trata es de la descalificación moral del giro de De la Sota, para el juicio de este comentarista no vale en absoluto la pena: sería muy difícil encontrar un personaje político que no haya acudido más de una vez en su carrera a este tipo de recursos. Así es la política vista desde las tácticas coyunturales: habilita las maniobras, los rodeos, los juegos cambiantes y hasta contradictorios. Quien desconozca la eventualidad de que pueda ser tácticamente conveniente la alianza con alguien a quien rechazamos en algún momento previo, no ha tenido relación con la política realmente existente. Más interesante es abandonar el registro moral y colocarse entonces en una perspectiva política.

Suele confundirse la superación del moralismo político con la exaltación del cinismo político. El cinismo consiste en desvincular el análisis y la práctica política de cualquier concepción del bien común. Es decir, no importa cuál es el resultado público de una acción política porque cualquiera de ellas tiene un sentido excluyentemente asociado a una ventaja particular, personal o de grupo. La maniobra política, en la visión cínica, no tiene que remitirse a un fin público defendible; se justifica en sí misma, en el supuesto de que tales fines no son más que un justificativo exterior a la práctica política que siempre persigue fines egoístas y particularistas. El cinismo político se remite a la idea de que las ideologías son impostaciones, simulacros capaces de transmitir como bien común lo que solamente conviene a los que están dentro de un determinado juego político. Claro que en las últimas décadas el cinismo político ha contado, aquí y en todo el mundo, con muchas ventajas fácticas. Estos han sido tiempos de desmoronamiento de grandes ilusiones, tiempos conservadores, de más temores que esperanzas. Tiempos también, en casos como el nuestro, de duras derrotas culturales y de enormes pérdidas humanas. Es por eso que tiene tan importantes audiencias el discurso que reduce la historia de estos años –los transcurridos desde la crisis de diciembre de 2001 hasta hoy– a una coyuntura fugaz, motivada por aquel quebranto nacional y limitada a pura demagogia justificadora del poder de un grupo dirigente.

La denuncia y la lucha contra el cinismo político no es una cuestión moral, es un asunto político de la mayor importancia. Porque el cinismo no es una falla moral sino una forma ideológica, de las más peligrosas, de los que quieren defender la desigualdad y los privilegios. Es una de las maneras de lo que Albert Hirschman llamó la retórica de la intransigencia conservadora. ¿En qué consiste esa retórica? Básicamente en el argumento de que la lucha por transformaciones favorables al pueblo es una lucha vana y sin horizontes. Finalmente los cambios progresivos quedan neutralizados o, peor aún, traen nuevas penurias a los más débiles. En el mundo siempre habrá pobres y habrá injusticia; lo mejor que se puede hacer es descreer de los mensajes a favor de los cambios porque son cantos de sirena de demagogos y aprovechadores de toda laya. La política se reduce a administrar el mundo tal como es, a mantener equilibrios, a evitar desórdenes y enfrentamientos estériles.

Esta ideología, intrínsecamente conservadora, tiene gran capacidad de penetración en el mundo intelectual, incluidos sus distritos más sensibles a las reivindicaciones populares. Suele aparecer por aquí, bajo la forma del “realismo”. Cualquier crítica del cinismo político es presentada como utopismo, ideologismo o simplemente como ingenuidad romántica. En este mundo ideológico la relación entre medios y fines políticos se presenta siempre en la forma del juego y de la ventaja particular. Se mira la política en una perspectiva chica. Se ocupa de quienes ganan y quienes pierden en términos coyunturales y personales. Sin embargo el cinismo no alcanza a pensar las transformaciones cuando éstas se producen. Pierde el hilo de sentido cuando se trata de concebir cómo y por qué un país que fue laboratorio privilegiado del neoliberalismo, de las privatizaciones, las desregulaciones, la apertura indiscriminada de la economía, el desempleo y la pobreza masiva, se convirtió en una experiencia antagónica con ese rumbo. Ese cambio, como el que recorre la región en medio de enormes tensiones y como el que empieza a abrirse paso en la Europa pobre y dependiente, queda fuera del alcance del instrumental analítico de los cínicos. Es interpretado en términos de malentendidos circunstanciales, de contingencias casuales y fugaces.

El gran problema de arreglos como el de Massa y De la Sota no está en el brusco borramiento del juicio de uno sobre otro. En todo caso, el hecho de que el juicio borrado haya sido publicado hace pocos días en un libro le agrega una dosis de patetismo ridículo al episodio. Pero el gran problema es el sentido estratégico de la pirueta táctica. La necesidad y la urgencia del giro están visiblemente ligadas a una tendencia al reagrupamiento del voto opositor en torno de Macri, con la consecuente amenaza de dilución de las figuras políticas que apostaron durante todos estos años a que la hegemonía kirchnerista fuera derrotada desde el interior del peronismo. El pacto puede ser visto como un intento desesperado de mantener vivo al “peronismo del orden” o como un testimonio del fracaso de esa estrategia; eso se definirá en una etapa muy próxima. En estos días las tendencias centrífugas en las cercanías de Massa empiezan a alcanzar la condición de una amenaza al sostenimiento de ese espacio político. De la Sota, por su parte, no ha logrado hacer pasar a su cordobesismo más allá de las fronteras de la docta. La fragilidad de la situación de ambos obliga a un giro que ninguno de los dos preveía hace muy poco tiempo. La estrategia del giro se limita a la subsistencia de la apuesta al reagrupamiento del peronismo conservador; en eso consiste el laberinto en el que andan perdidos los firmantes del pacto. Es esa pobreza estratégica la que convierte al acuerdo en un puro acto de cinismo político.

El mapa electoral que se insinúa –aunque no haya terminado de definirse– es el de una puja entre la nueva (o no tan nueva) derecha que se organiza detrás de Macri y un Frente para la Victoria que ha logrado cerrar victoriosamente lo fundamental de las tranqueras federales del justicialismo. El malón que se iría detrás del Massa victorioso de 2013 no se ha concretado. Claro que el futuro del peronismo no está para nada definido. Una parte importante de los jefes del PJ se mantuvo dentro del espacio trazado por el kirchnerismo sobre la base de fundamentos esencialmente tácticos. No son pocos los que creen que la imposibilidad de la candidatura de Cristina Kirchner a la presidencia constituye en sí misma la apertura de un capítulo diferente de la historia del peronismo. Hoy la candidatura mejor instalada para representar al Frente para la Victoria es la de Daniel Scioli. En buena medida la fortaleza de esa candidatura fue un factor importante para la conservación del orden interno en el justicialismo; el otro factor decisivo fue la fortaleza de la imagen pública de la presidenta, sostenida aún después del más grave intento de desestabilización, perpetrado en los días de la descabellada denuncia y la confusa muerte del fiscal Nisman.

La verdadera disputa central en el oficialismo no se limita a una cuestión de candidaturas y a la capacidad de cada una de ellas de competir exitosamente en la elección presidencial. Es el futuro inmediato del liderazgo de Cristina lo que se está jugando. Y contra la visión cínica de la política, lo que se disputa no es un interés grupal de acumulación de poder, sino la fuerza con la que se podrán defender y ensanchar las conquistas populares de la última década. Una vez más, las alternativas tácticas a que dé lugar la disputa no deberían ser juzgadas en términos morales sino en términos políticos. En este caso en los términos de la continuidad y profundización de un rumbo alternativo al neoliberalismo.

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