ECONOMíA
› PANORAMA ECONOMICO
Estado, privatizadas y democracia
› Por Alfredo Zaiat
Artículo 1. Objeto. En cumplimiento de lo dispuesto por el artículo 42 de la Constitución nacional, la presente ley tiene por objeto sancionar, con carácter de orden público, el Régimen Nacional de Servicios Públicos. Así saluda el audaz proyecto preparado por técnicos de los ministerios de Planificación y Economía, en su última versión del 25 de noviembre pasado, que implica un avance extraordinario en la compleja tarea de regular a uno de los poderes económicos surgidos durante la década del 90: las privatizadas. En esa norma, en la cual se han incorporado algunas pero no todas las recomendaciones del equipo de especialistas de Flacso que asesoró en esa materia al ministro Julio De Vido, se dejan atrás muchos de los vicios regulatorios que significaron ganancias extraordinarias para esas compañías.
Se define que las tarifas no pueden dolarizarse ni ajustarse por índices ajenos a la economía real, como la inflación de Estados Unidos, vía esta aplicada durante la convertibilidad con un resultado nada desdeñable para esas empresas: contabilizaron una ganancia adicional de 9000 millones de pesos/dólares.
Se dispone que las controversias jurídicas tengan ámbito de resolución en la jurisdicción nacional, para no volver a caer en la trampa de los ‘90 de perderla a favor de tribunales internacionales, como el Ciadi, dependiente del Banco Mundial, por donde se están tramitando juicios contra la Argentina por 16 mil millones de dólares.
Se reafirma el criterio de neutralidad tributaria, lo que implica que subas o bajas de impuestos serán trasladadas a las tarifas.
Se impulsa la tarifa social como así también el controvertido criterio de subsidios cruzados.
Se deja constancia en forma explícita acerca de la responsabilidad de las casas matrices con sus subsidiarias que manejan las compañías privatizadas.
Además, el Estado asume el papel de planificador de las inversiones de esas empresas, lo que derivará en que en casi todos los casos se terminará en el mecanismo del fideicomiso.
En resumen, el proyecto establece reglas para que el consumidor no sea otra vez rehén de las prestadoras del servicio, que el Estado no continúe siendo un instrumento de generación de ganancias para las compañías y que las propias empresas asuman con responsabilidad el objetivo de brindar un servicio público en forma universal, eficiente y con calidad.
Ahora bien: ¿qué tipo de Estado es el que asumirá esa tarea de regulación de los servicios públicos?
No se trata de una típica reacción de la Señora Gata Flora, pero recorriendo los 44 artículos del proyecto aparece una inquietante concentración del poder discrecional del Gobierno para hacer y deshacer. Advierten sobre ese peligro especialistas independientes, que no quieren quedar emparentados ni con las privatizadas ni con sus voceros que habitan fundaciones trasvestidos en economistas, pero que consideran un deber señalarlo para no caer en errores imperdonables ante una oportunidad histórica de cambiar reglas de juego. Hoy hay una administración que se preocupa por los usuarios y la expansión del servicio, señalan esperanzados esos técnicos, pero se inquietan cuando piensan que esa misma norma en manos de Ricardo López Murphy u otro parecido, en el improbable aunque, como se trata de la Argentina, nunca descartable escenario de que sea gobierno, puede tener efectos devastadores para los consumidores.
El Poder Ejecutivo reúne amplias facultades para asegurar que los servicios sean “prestados en forma económicamente eficiente, satisfactoria, cumpliendo estándares de calidad y seguridad”, como reza el inciso a del artículo 5, o “promover el desarrollo de una red de proveedores locales” (inciso f), o “fijar un sistema tarifario justo, razonable y transparente” (inciso h), o “definir o aprobar planes de inversiones” (artículo 6). Entre otras potestades, también el “Poder Ejecutivo nacional podrá autorizar u ordenar, previo dictamen del Organismo de Control, la modificación del contrato” (artículo 25). El riesgo, entonces, en esa concentración de poder no pasa por la necesaria y, en este caso, imprescindible intervención de regulación del Estado, sino en la debilidad de los controles sociales sobre esa tarea.
En el proyecto está ausente la filosofía de democratizar decisiones relevantes para la prestación de un servicio público que importa a amplios sectores de la sociedad. Esto quedó reflejado en el papel restringido y lavado asignado a las audiencias públicas, que parece querer compensarse con la intervención de las provincias interesadas en el área de acción de la compañía privatizada, el defensor del Pueblo de la Nación y las asociaciones de usuarios. La sustitución de las audiencias públicas por asociaciones intermedias significa empobrecer la base democrática del sistema. A la vez, sorprende la ausencia del Parlamento en el esquema de controles cruzados, como así también la exclusión de los usuarios en el directorio de los entes de control de las privatizadas.
En esas trampas que tropieza el poder regulador en el deseo de abarcar todo aparecen algunas exageraciones. En ese vericueto de poco más de cuatro decenas de artículos, el 23 se ocupa del Servicio solidario. Se afirma, con el saludable criterio de equidad distributiva, que “se asegurará a los hogares indigentes el acceso a los servicios que se califiquen como esenciales”. Esa tarifa social será financiada por el Estado: “Si tal acceso requiriera subsidiar total o parcialmente la tarifa a dichos usuarios, a fin de reducir el impacto de esta disposición sobre las tarifas de los restantes usuarios y consumidores el Estados nacional contribuirá, en la medida que se encuentre reflejado en el Presupuesto nacional”. Ahora bien: ¿Quién define quién es indigente? La respuesta: “La calificación de indigencia será potestad de la autoridad ministerial nacional en materia de políticas sociales y desarrollo humano”. Para evitar clientelismo o arbitrariedades, “los funcionarios públicos que intervengan en la calificación serán solidariamente responsables por el perjuicio patrimonial que ocasionen al Fisco en caso de calificación irregular”.
Para que al funcionario no le tiemble el pulso, vale la pena que en la reglamentación se aclare que “queda exculpado si el indigente gana el Quini”.