ECONOMíA
› PANORAMA ECONOMICO
Dulces negocios amargos
› Por Julio Nudler
Mientras Monsanto libra su guerra por las regalías de la soja transgénica con el agro argentino (que la exporta por unos U$S 7000 millones anuales), otros grandes negocios de esta multinacional la han enredado en cuestiones muy controvertidas. Particularmente el aspartame, que Searle, adquirida en 1985 por Monsanto, universalizó bajo la marca NutraSweet. Quienes aseguran que ese endulzante es peligroso para la salud, lo responsabilizan incluso por aquella extraña enfermedad de los soldados estadounidenses que pelearon la primera Guerra del Golfo, en una operación conocida como “Tormenta del desierto”, lanzada tras la invasión de Kuwait por el Irak de Sadam Husein. La grave y esquiva dolencia habría sido provocada por la masiva ingestión de gaseosas diet, donadas como propaganda por compañías como Pepsi para que las tropas calmasen la sed bajo el tórrido sol de Oriente Medio. Pero, al parecer, a cierta temperatura el aspartame libera alcohol metílico, produciendo una grave intoxicación. Para completar el cuadro, en la escabrosa historia de la autorización recibida por este edulcorante, que en su origen era sólo un remedio para la úlcera, está muy involucrado Donald Rumsfeld, jefe del Pentágono con George W. Bush, ya puesto en la mira por algunos negocios y por las torturas infligidas a musulmanes prisioneros, además del lanzamiento de una sangrienta invasión unilateral.
Antes de avanzar conviene tener en cuenta que en cuestiones como éstas es difícil encontrar voces objetivas y desinteresadas, ya que, así como hay un lobby poderosísimo empujando el aspartame, hay también un contralobby, fundamentalmente impulsado por los productores de azúcar. La Argentina, por ejemplo, se autoabastece de azúcar y es un exportador neto, pero con él compite seriamente ese endulzante artificial, que se importa totalmente. Como las publicaciones independientes no abundan, es bueno estar sobreaviso respecto de los cuestionamientos a esa sustancia, aunque lo mismo vale para las decisiones de organismos tan aparentemente sagrados como la FDA (Food and Drug Administration) norteamericana, porque también pueden ser manipuladas, pese a la gravedad de las posibles consecuencias.
En 1965, un científico de la farmoquímica Searle lamió de sus dedos una nueva droga contra la úlcera y descubrió que sabía muy dulce. Convertirla a un uso como aditivo en alimentos implicaba multiplicar exponencialmente su mercado. Pero las primeras investigaciones mostraron que la sustancia producía agujeros y tumores en el seso de los ratones y ataques epilépticos en monos. Aun así, la FDA aprobó su uso como aditamento en alimentos secos, aunque dando a conocer las objeciones que surgían de los experimentos.
Esa información fue luego testeada por especialistas cerebrales, en particular el reputado John Olney, de la Universidad Washington en St. Luis. Este pidió a la FDA la celebración de una audiencia pública. El había demostrado que el ácido aspártico, uno de los componentes del aspartame, era el causante del daño en los ratones. La sustancia también contiene alcohol de madera, o de quemar, que en grandes cantidades es un neurotóxico. La FDA ordenó entonces a Searle no comercializar el producto hasta la celebración de la audiencia. Finalmente se resolvió constituir un cuerpo público de encuesta para revisar toda la cuestión.
En diciembre de 1975, esa fuerza de tareas informó sobre serios problemas en la investigación realizada por Searle respecto de diversos productos, entre ellos el aspartame. La FDA desactivó ante ello la aprobación de esta sustancia, contratando un grupo de patólogos universitarios, pagados por Searle, que debía chequear la mayoría de los estudios realizados. Ellos no parecieron encontrar problemas serios, en medio de un proceso muy azaroso, que involucró a otros actores.
En octubre de 1980, el directorio de la FDA bloqueó la venta de aspartame hasta que quedase bien en claro la relación del producto con los tumores cerebrales en ratones de laboratorio. Pero al mes siguiente los estadounidenses eligieron como presidente a Ronald Reagan. Rumsfeld, antiguo parlamentario de Skokie, Illinois, ex jefe de gabinete de la Casa Blanca, ex secretario de Defensa y, desde enero de 1977, presidente de la compañía Searle, fue incorporado al equipo de Reagan. Se desató de inmediato una fuerte presión sobre la FDA.
Según relato de un asistente, en enero de 1981 Rumsfeld aseguró ante un encuentro de vendedores que antes de culminar ese año lograría la venia para el aspartame. El día 25, fecha en que Reagan asumió el poder, el anterior comisionado de la FDA fue suspendido, y el cargo lo ocupó en febrero Arthur Hull Hayes, un profesor que estaba contratado como investigador por el Departamento de Defensa. En julio, Hayes aprobó, desairando a los asesores de la FDA, la comercialización del aspartame en alimentos sólidos. Su última decisión, en noviembre de 1983, fue autorizar el uso en gaseosas. Poco después debió renunciar a la agencia, bajo acusaciones de aceptar regalos empresarios, pasando a la firma que manejaba las relaciones públicas de Searle. Más tarde, el abogado de la corporación, Robert Shapiro, creó para el aspartame la marca NutraSweet. Monsanto compró el laboratorio, y Rumsfeld recibió un bonus de 12 millones de dólares. Shapiro se convirtió en presidente y máximo ejecutivo de Monsanto.
Prontamente comenzaron a llegar quejas a la FDA, que en 1985 pidió al Centro para el Control de Enfermedades (CDC, en inglés) examinar las primeras 650 (que entretanto han superado las diez mil). El dictamen sentenció que en una cuarta parte de los casos, los síntomas cesaban al dejar de ingerir aspartame y recomenzaban al volver a tomarlo, voluntaria o accidentalmente. La FDA saltó por encima de ese informe, y el mismo día en que hizo público su veredicto Pepsi-Cola anunció la adopción de ese edulcorante mediante una promoción publicitaria a escala mundial, obviamente preparada de antemano. Donald Kendal, presidente de Pepsi, ex consultor de la Casa Blanca, era amigo personal de Rumsfeld.
En la Argentina, Monsanto ha amenazado con denunciar en todos los países donde tiene patentado el gen de soja RR (resistente al herbicida glifosato) a los cargueros que anclen con soja transgénica argentina (ya sea como habas, harinas o aceites) para cobrar por la fuerza sus regalías sobre la semilla. Miguel Campos, secretario de Agricultura, calificó de extorsión la actitud de Monsanto, que quiere impedir que los colonos replanten la soja RR porque de eso modo se salvan de comprar semillas por unos U$S 600 millones anuales. Pero, en los hechos, Campos está encauzando una salida negociada con la biotecnológica estadounidense.