Jue 03.01.2002

ECONOMíA  › LA MALDITA D NO DESCANSA

Duhalde en el dédalo

› Por Julio Nudler

¿Cuántos centavos de dólar valdrá un peso a partir del lunes? ¿70, 75, 80? Dicho de otro modo: ¿el dólar oficial se establecerá en 1,25, en 1,33 o en 1,40? ¿O se preferirá dejarlo flotar dentro de una banda de variación, de entrada o más adelante? ¿Pero es efectivamente inevitable devaluar? Todos –o casi– concuerdan en que esta última pregunta se ha vuelto ociosa: sin devaluación no habrá apoyo del Fondo Monetario. Nadie en el FMI se jugaría en un respaldo al 1 a 1. Por ende, el camino pasa por devaluar y pedir un paquete de dólares para defender el nuevo tipo de cambio, fijo u oscilante, para evitar que se espiralice.
Además, los justicialistas saben que deben devaluar de frente, y no a través de una tercera moneda, aunque no puedan prescindir de emitir dinero bastardo. Devaluando el peso, caerá el salario real tanto como la devaluación se traslade a los precios de la canasta familiar (lo cual ya está ocurriendo masivamente), pero también bajará el poder adquisitivo de todos los que perciban su ingreso en pesos, incluido el Estado, y sólo se salvarán los exportadores. En cambio, si sólo se devalúa por izquierda, a través del Lecop, la devaluación le pegaría casi por entero a los trabajadores. Este escenario no cierra política ni socialmente.
Puesto a elegir un número, el nuevo equipo económico seguramente buscará elevar el dólar sin atravesar ese techo tras el cual no habría forma de emparchar la quiebra de los endeudados en dólares ni del sistema bancario. Para conseguir una devaluación “razonable”, que no haga caer el peso por debajo de, por ejemplo, los 75 centavos, el nuevo Gobierno cuenta con dos armas de doble filo: el control de cambios y el corralito.
Hablar de estos dos cepos implica, obviamente, decir que la convertibilidad se terminó. De hecho, Domingo Cavallo la sepultó el 1° de diciembre, aunque fingiera mantenerla viva. De todas formas, aún sin convertibilidad, una devaluación implica que, frente al circulante en pesos, hay más dólares en el Banco Central. En verdad, hay tantos como antes de devaluar, pero valen más en términos de pesos, y esos dólares servirían para defender la paridad oficial, e incluso la libre o paralela.
El corralito será mantenido para evitar que, por (nunca más justificada) desconfianza, el público pugne por retirar lo que sea de los bancos y corra a comprar dólares, disparando su precio en el segmento liberado, que –a no olvidarlo– pasará a ser la nueva unidad de cuenta. El corralito también hará falta para prevenir la quiebra de la banca. Si el BCRA acudiera en respaldo de ésta entregándole liquidez para responder ante sus depositantes, el dólar volaría y la híper sería cuestión de tiempo.
De hecho, ni el corralito ni el control de cambios sirven demasiado si con ellos buscaran reprimirse desequilibrios fundamentales de la economía. Por ejemplo: ¿cómo obligar a los exportadores a liquidar las divisas al valor de un peso el dólar, cuando ya nadie cree en esta paridad? Sin embargo, devaluar no restablecerá equilibrio alguno si no se le encuentra respuesta práctica y mínimamente aceptable a dos problemas fundamentales. Uno, el balance de los bancos. Dos, la recaudación impositiva.
En relación a la banca, a estas horas dan vuelta muchos esquemas alternativos (ver notas aparte), y por supuesto mucho lobby presionando sobre el inminente gabinete económico y el BCRA. El nudo de la cuestión es lograr que tanto los activos (créditos a empresas, particulares y al sector público) como los pasivos (depósitos) se refinancien (a la fuerza, claro está) a tasas lo más bajas posible. Es decir, que el devengamiento de activos y pasivos bancarios no infle un globo colosal.
Sin embargo, si Eduardo Duhalde tiene algún afán de equidad, su elenco de economistas deberá establecer diferencias entre los deudores de los bancos (algunos no tienen por qué ser auxiliados) y también entre los depositantes, protegiendo más a los más pequeños. En cualquier caso, ya se están evaluando formas de garantizarles a los ahorristas, a largo plazo, la recuperación plena (o más o menos) de su dinero. Pero el amargo trancede seguir con su plata secuestrada en el banco no se lo evitará nadie. A menos, obviamente, que el quinto presidente de esta traca iniciada dos semanas atrás prefiera licuarlo todo, atravesar una híper y empezar de cero, como Carlos Menem hace diez años. Nadie en su sano juicio se lo aconsejaría hoy, con la bronca que hay en la calle.
De una u otra manera, el problema de lo que hay dentro del corralito, contando créditos y depósitos, algún arreglo tendrá, más o menos equitativo y traumático. Pero lo realmente difícil es imaginar cómo podrá recuperarse la economía sin un sistema bancario que reciba dinero fresco, más allá quizá de los dólares del superávit comercial, suponiendo que mediante un período de gracia en el pago de intereses de la deuda y un severo control que filtre las remesas de divisas en pago de otros servicios (turismo, seguros, regalías, utilidades) se minimice el déficit permanente de la Argentina en estos rubros.
La pregunta es si se puede esperar que renazca lentamente la confianza en los bancos, resignándose a volar entretanto (¿años?) sin esa turbina, o habrá que adosar otro sistema paralelo, en el que no rija la ley argentina pero cuyos créditos financien la producción y el consumo dentro del país. ¿Existe un diseño capaz de satisfacer estas dos condiciones? Si no, la economía quedará supeditada al ingreso de capitales, que sólo podrían venir atraídos por un estrepitoso abaratamiento de todo, desde los inmuebles hasta la mano de obra. Este es, como cualquiera imagina, el escenario de una maxidevaluación, en la que quizás el peso pasaría a valer menos de 40 centavos de dólar, o 30, o 20, o 10...
Tampoco será fácil remediar, en los próximos meses, el demoledor descenso en la recaudación tributaria. El fracaso en esta materia también constituiría un viaje de ida a la híper. La única chance de éxito consiste en encontrar el mejor término medio entre la contención del gasto (¿más todavía?) y el invento de algún impuesto de recaudación automática, como el que ya castiga al cheque, o la apropiación de parte del excedente que le genere la devaluación a los exportadores. De cualquier modo, la tarea no será sencilla porque la sequía financiera proseguirá y no hay mucha reactivación a la vista.

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