Sáb 16.10.2004

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Argentinos en Boston

› Por Julio Nudler

Llego a Boston. Tomo un taxi, tomo un café, esto o lo otro. Por lo que en Buenos Aires cuesta x pesos, allá hay que pagar x dólares, o x + 1, 2, 3, ... Cualquier bien que involucre un servicio personal, de cualquier naturaleza, conduce irremediablemente a que el poder adquisitivo de un dólar sea igual o más probablemente inferior al de un peso. Esta trivial y, por qué no reconocerlo, poco novedosa constatación personal, dice algo más general: que los argentinos, en promedio, no somos tan pobres respecto de los estadounidenses como las estadísticas convencionales nos dicen, y que el tamaño de la economía nacional, diciendo lo mismo de otra manera, es claramente mayor que lo que surge cuando los PIB de uno y otro país se comparan virtiendo a dólares el Producto argentino, que se genera en pesos. Esto es así porque el ingreso que obtienen los llamados factores de producción (salarios, rentas, intereses) les es pagado en la moneda nacional, y, por ende, los bienes que crea la producción nacional tienen precio en pesos. La grave distorsión empieza cuando para pasar de pesos a dólares se emplea el tipo de cambio entre las dos monedas, expresado hoy por el 3 a 1, sin prestar atención a la relación de poder de compra de cada moneda en su ámbito nacional. En tal caso, el factor de conversión deja de ser de 3 pesos por un dólar. Para el Banco Mundial, si se midiese el PIB mediante la relación de conversión de la paridad, el Producto argentino (en base a datos del 2002) resultaría 150 por ciento mayor.
Estas cuestiones, tan aburridas, van modelando en parte la Weltanschauung, por exagerar un poco, de mucha gente en materia económica. Véase si no. Ayer le comenté a alguien, un intelectual supuestamente bien informado, que un periodista derechoso y manipulador que, desde su observatorio estadounidense, publica regularmente columnas antiChávez y antiCastro en La Nación, entrevistó a John Kerry. Cuando le preguntó por Lula, el candidato demócrata se deshizo en elogios. Aseguró que, después de haber sido populista (¿cuándo fue Lula “populista”?, ¿quién puede confundir socialismo de izquierda con populismo?), aplica sanas políticas ortodoxas en lo fiscal y monetario, bla, bla.
Al serle pedida su opinión sobre Kirchner, se disculpó, confesando no tener idea acerca del presidente argentino. Faltó que preguntase ¿y ése quién es? Ello no le impidió a Kerry, días después y al conceder (o pedir a través de sus hombres de campaña) una entrevista al Miami Herald, acusar a Bush de ignorar incluso dónde queda Latinoamérica. Podría deducirse simplemente de esa en-boca-del-candidato-demócrata increíble acusación que Kerry es simplemente otro farsante. Acusa a Bush de no saber lo que él tampoco sabe, a pesar de pretender que importa saberlo. Pero es que a él manifiestamente no le parece que importe, porque de otro modo se hubiese ocupado de saberlo. Quizá tenga razón y las restantes “Américas”, que juegan en las categorías inferiores salvo México probablemente, y por mera vecindad, que un morador de la Casa Blanco para mientes en ellas.
La persona a quien referí esta anécdota reaccionó con ofuscación: ¿acaso yo tenía alguna idea sobre, digamos, República Centroafricana? Aunque alguna tengo, es verdad que es muy limitada. Pero, ¿y con eso qué? Volviendo al Banco Mundial, la economía argentina es 154 veces la de RC, país que además queda en Africa y no en el Hemisferio Occidental, en el mismo continente donde se sitúan los EE.UU. Mi interlocutor mostraba así una extrema subestimación de la Argentina, cuya población decuplica a la del ex imperio de Bokasa, donde el ingreso per cápita es aproximadamente un décimo del argentino. Conclusión: ¿tiene algún sentido suponer que Kerry, candidato a la Casa Blanca, no está más obligado a saber de la Argentina que un argentino de a pie con relación al país cuyos diamantes tentaron tanto al francés Giscard d’Estaing?
En Boston, varios argentinos radicados allí desde hace tiempo, y que no integran el mundo universitario y académico, abrigan también sentimientos muy desvalorizadores hacia este país, al que asocian las peores lacras, aunque no puedan evitar los lazos emocionales. Respecto de la deuda, coinciden en que la Argentina debe pagar hasta el último centavo porque “nadie la obligó a endeudarse y tiene que cumplir las condiciones pactadas, no interesa cuáles fueran. Las aceptó y punto.” Ninguna consideración los mueve de su visión burda y desinformada.
Pero esta desinformación y extrema superficialidad es masiva en Estados Unidos, donde el mensaje político consiste, básicamente, en consignas brevísimas y contundentes, que aprovechan el carácter monosilábico del inglés y abrevan en las técnicas mediáticas de la era electrónica. Así, por ejemplo, Kerry critica la unilateral invasión norteamericana a Irak señalando sus tres pecados: wrong war, wrong place, wrong time (guerra errónea, lugar erróneo, momento erróneo). ¡Eso se llama poseer un slogan fuerte! ¿Pero qué quiere decir? Es verdad que Kerry, a diferencia del torpe e ignorante de Bush, está en condiciones que explicar qué significan esas tres definiciones bisilábicas (todo un pronunciamiento que cabe en seis sílabas), pero lo único que realmente importa es el slogan, nacido de la atávica rima gótica, basada en la consonante inicial de las palabras y no en su sílaba o sílabas finales. Wrong, wrong, wrong, he ahí lo conmocionante, demoliendo el war, war, war del presidente tonto y feroz.
Es evidente que los meticulosos argumentos con los que la Argentina defiende su propuesta a los acreedores defolteados son excesivamente complejos para un público sólo interesado en excitantes fórmulas esquemáticas, recitadas si es posible con el índice apuntando como un revólver hacia los circunstantes y la platea virtual. Quizás estuviese más acertado Grinspun cuando, en 1984, proclamó que “pagar trae yeta”. Verdad al menos circunstancial que le toma el pelo al credo del círculo virtuoso, aún hoy defendido por los López Murphy y Cía. Efectivamente, pagar suele aumentar la vulnerabilidad de un país al dejarlo con menos reservas, o precipitarlo en la recesión al elevar los impuestos necesarios para que el Estado se procure más recaudación, aplicada a comprar dólares, euros o yen y remesarlos al exterior, sustrayéndolos como factor de estímulo económico. Así, la plata que se paga abre una vía de agua por la que probablemente ingrese primero la recesión y después la depresión. En casos como éste, no importa demasiado distinguir entre una y otra.

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