Por Maximiliano Montenegro y Miguel Olivera *
Finn Kydland y Edward Prescott recibieron el Premio Nobel en Economía por su trabajo en dos temas que hoy forman parte de la mochila de los macroeconomistas: los problemas de inconsistencia temporal y la naturaleza del ciclo económico. Antes de caer en el pecado de la jerga oscura de los economistas vale la pena explicar estas ideas en castellano.
El trabajo seminal de los flamantes Nobel se titula “Reglas antes que discrecionalidad: la inconsistencia de los planes óptimos” y fue publicado en 1977 en el Journal of Political Economy. En él, la dupla formalizó la intuición ortodoxa clásica: la desconfianza en la capacidad de los gobiernos para mantener sus promesas.
Supóngase que usted, gobernante de turno, promete a los ciudadanos que va a emitir dinero en forma moderada de manera tal que las expectativas de inflación sean bajas. Sin embargo, a medida que se acercan las elecciones, la economía empieza a desacelerarse y usted, preocupado por su reelección, se ve frente a la tentación de gastar más financiándose con emisión monetaria. Pero la gente no es tonta y por lo tanto cree que usted, como todo gobernante, no va a poder resistirse y va a imprimir más billetes de la cuenta. Entonces, los ciudadanos van a esperar que la inflación sea alta en lugar de baja, y así será. Kydland y Prescott modelaron este problema y lo llamaron inconsistencia temporal.
La novedad del análisis es que la inflación alta no resulta de la puja distributiva o de una gran devaluación. Simplemente es el resultado de que el gobierno no puede hacer un compromiso creíble de que, por ejemplo, va a mantener las cuentas públicas ordenadas o que no recurrirá a una impresión descontrolada de billetes desde el Banco Central. La receta de política económica es mucho menos novedosa. Hay que atarle las manos al gobernante de turno para que su promesa anti-inflacionaria o de prudencia fiscal sea creíble.
Con esta matriz teórica se justifican recomendaciones de política conocidas por los argentinos. Por ejemplo, la convertibilidad, que fue un arreglo monetario y cambiario por el cual no se podía emitir pesos si no tenían el respaldo de dólares. En términos de Kydland y Prescott, lo que prevalecía era la institución, no las decisiones de política económica de un gobierno que –cualquiera fuera– terminaría defraudando la confianza de los ciudadanos. De hecho, el argentino Guillermo Calvo, hoy economista jefe del BID y quien alguna vez coqueteó con el Frepaso, fue uno de los que rápidamente adoptó esta idea y la utilizó, hace muy pocos años, para defender la necesidad de tipos de cambio fijos.
Por supuesto, los acólitos de esta teoría económica no pueden más que censurar la política económica llevada adelante por Roberto Lavagna, caracterizada por la discrecionalidad y la ambigüedad de metas monetarias y cambiarias. Kydland estará dentro de un mes en el país, y seguramente gurúes de la city y ex funcionarios económicos en la década pasada le prodigarán una calurosa bienvenida.
Kydland y Prescott también estudiaron la naturaleza del ciclo económico. El porqué la actividad económica se expande y se contrae es una de las grandes preguntas de la macroeconomía. A lo largo de la historia, los economistas dieron todo tipo de respuestas: una ola de pesimismo entre los empresarios, un desajuste monetario, salarios inflexibles a la baja, la cercanía de elecciones, un consumo muy bajo, entre las más importantes. Sea como fuera, siempre el ciclo económico fue visto como una falla del mercado, como un problema que había que solucionar. Y en esa solución, desde Keynes en adelante, el Estado casi siempre cumplía un rol crucial.
Sin embargo, Kydland y Prescott consiguieron reconciliar las recesiones con la eficiencia de los mercados. En 1982 publicaron en otra revista académica, Econométrica, un estudio en el que demostraban que los cambios tecnológicos podían generar fluctuaciones en el nivel de actividad. Antes que un síntoma del mal funcionamiento de la economía, las recesiones serían ajustes óptimos a una desaceleración en el avance tecnológico. A esta idea se la conoce como teoría del ciclo económico real.
Desde esta perspectiva, cuando Lavagna y el titular del Banco Central intentan mantener el nivel de actividad económica emitiendo pesos se equivocan porque estarían impidiendo que la economía se ajuste a su ritmo de actividad “natural”. Por lo tanto, se deduce de la teoría, el resultado debería ser más inflación y menos crecimiento. Obviamente, en los últimos dos años la realidad argentina no parece haberles dado la razón a los galardonados por la Academia Sueca.
De más está decirlo, para esta escuela económica la obra pública o la inversión pública en general no hacen más que desplazar a la inversión privada, e interferir en la autorregulación de la economía.
Una vez más, las conclusiones de Kydland y Prescott son sumamente conservadoras: no hay motivos para aplicar las típicas políticas de expansión de la demanda, es decir, la receta keynesiana para combatir las recesiones. Su legado intelectual es la más moderna y sofisticada fundamentación en contra de la intervención estatal en la economía. Dicho de otro modo, según esta visión, la mejor política económica es la ausencia de tal política, el piloto automático que popularizó Roque Fernández.
En la última semana, Kydland se ganó la simpatía de los comunicadores locales no sólo por su simpatía por Boca –estuvo en Buenos Aires en el ‘97 y un amigo lo invitó a presenciar un superclásico desde la popular xeneize– sino también por haberse ocupado del caso argentino. Junto al argentino Carlos Zarazaga –empleado de la Reserva Federal de Dallas– escribió un paper (en castellano, “La década perdida de Argentina y su posterior recuperación: aciertos y desaciertos del modelo neoclásico de crecimiento”) en el que aplicaron el modelo del ciclo económico real a lo ocurrido en los años ochenta y noventa en el país.
El trabajo no agrega mucho al conocimiento de la economía argentina, ni de la economía a secas: los ochenta pueden explicarse –nos cuenta– con un modelo neoclásico (o sea, ortodoxo) de crecimiento pero los noventa no. Claro que esto no es sorprendente: los modelos de Kydland y Prescott suponen, por ejemplo, que no hay desempleo. ¿Cómo podrían entonces explicar lo que pasó en la última década cuando la economía duplicó su tasa de desempleo estructural?
Decía Keynes, en una famosa cita, que “las ideas de los economistas (académicos), tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree... Los hombres prácticos, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto”, sentenciaba.
Aunque Kydland y Prescott gozan de buena salud, durante los noventa podrían haber reclamado propiedad intelectual sobre un gran número de esclavos argentinos.
* Economista.
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