ECONOMíA
› PANORAMA ECONOMICO
La carta setentista
› Por Julio Nudler
Se superó la anarquía, pero comenzó la guerra sorda de las influencias. Tan pronto como el gobierno de Eduardo Duhalde movió la dama, intentando facturarle la crisis a la banca y las privatizadas, para controlar el daño que sufrirá la gente en general y la clase media en particular, los lobbies que representan a los sectores de mayor poderío económico lanzaron una ofensiva general contra el rugoso frente justicialista. Y consiguieron de inmediato por lo menos dos éxitos. Uno, la modificación del proyecto de ley de Emergencia Pública y de Reforma del Régimen Cambiario. Del texto desapareció rápidamente toda mención a una retención sobre las exportaciones petrolíferas, y también todo distingo entre deudores grandes y chicos del sistema bancario, lo cual ha dejado traslucir la negativa de los grupos económicos altamente apalancados (es decir, con poco patrimonio y mucho pasivo) a quedar marginados del salvataje. Su otro triunfo, al menos simbólico, consistió en forzar dos días más –lunes y martes– de feriado cambiario y bancario (parcial en este caso), que abre mayor espacio a la negociación de la letra fina.
Mientras tanto, el gabinete jugará su suerte en dos frentes: el de los precios y el del dólar paralelo, que pueden realimentarse mutuamente. En cuanto a aquéllos, las planillas que ayer distribuyó el Indec, mostrando caídas del 1,5 por ciento en los precios al consumidor y del 5,3 por ciento en los mayoristas durante 2001, merecen como mínimo una lágrima de adiós. La Argentina fue violentamente arrancada de la deflación por las remarcaciones, sin que esto signifique que se reactive: sólo expresa una caótica puja distributiva en una economía que se quedó sin moneda cierta y sin dólar de referencia. Pero tampoco hay que sorprenderse tanto.
¿De qué vinieron hablando los economistas todos estos años? De la distorsión de precios relativos. Con esa expresión bastante críptica estaban señalando que, como consecuencia del tipo de cambio fijo, la convertibilidad y la apertura, los bienes transables (que se exportan y/o importan) eran baratos y los no transables (básicamente los servicios, que no enfrentan la competencia importada) eran caros. Todos querían cambiar esa estructura de precios relativos (o relaciones entre diferentes precios), pero diferían en cuanto a cómo lograrlo.
La discusión la ganaban, hasta el 20 de diciembre pasado, los partidarios de la reducción de costos (salarios más bajos mediante la flexibilización y el desempleo, y Estado más chico a través del ajuste), de los cuales Domingo Cavallo fue el primero y el último exponente. Finalmente, llegó la deflación interminable para consumar esa tarea, pero no pudo completarla: la sociedad explotó en las calles. Fue entonces el turno de los devaluacionistas, cuyo ascenso tiene más de derrota ajena que de victoria propia.
Pero si la devaluación debe consumar el cambio en los precios relativos, ¿cómo puede conseguirlo? La respuesta es simple: con el encarecimiento de los bienes transables (todo lo que se importa, como los electrodomésticos, y todo lo que se exporta, como buena parte de los alimentos) y el abaratamiento de los no transables. Cortarse el pelo no podrá seguir costando 10 dólares o más, y una tarotista deberá ofrecer sus servicios de cartomancia a una tarifa más accesible, contribuyendo así a la competitividad de todo el sistema. Aquí la clave es que el Gobierno logre efectivamente desdolarizar las tarifas de los servicios públicos.
En la segunda versión del proyecto de ley se incluyó anoche la suspensión por seis meses de los despidos sin causa justificada, incorporando así el único punto dedicado específicamente a los trabajadores, dentro de un cuerpo legal más preocupado por atender a los reclamos de la clase media en su conflictiva relación como acreedora y deudora con el sistema financiero. La norma no hace referencia a ningún mecanismo de subsidio a los desocupados ni a los indigentes, como si la mayor pesadilla actual del peronismo fueran las cacerolas y no su específica base social. En estas condiciones, el salario no tiene piso. Tampoco hay por ahora noción de qué se hará para recuperar capacidad recaudatoria, y la DGI está virtualmente acéfala. Sus funcionarios ni siquiera cobran porque no hay quién firme las órdenes de pago. Pero el problema es más serio aún: al menos en todo el ámbito del Ministerio de Economía, los directores nacionales –la mayoría designados por concurso– pidieron que se los relevara de la responsabilidad jerárquica. Al ratificar este gabinete la demagógica decisión de Adolfo Rodríguez Saá, por la cual bajó a 3000 pesos brutos la remuneración tope, los jefes decidieron retirar la firma. Es como si la rebelión de los contribuyentes hubiese sido internalizada por la burocracia.
Montar un conjunto de ideas setentistas sobre la estructura económica resultante del menemismo es una misión de alto riesgo. Cerrar una economía abierta, aislarla monetariamente y obligarla a funcionar sin crédito ni ingreso de capitales puede resultar una tarea excesiva para cualquier gobierno. Es dudoso que, en estas condiciones, el poder político tenga razonables chances de imponerles reglas de juego a las transnacionales, dominantes a casi todo lo ancho de la economía. Posibilidades menores aún si, por temor al desborde, prescinde de una participación activa de la gente. En el papel podrán escribirse muchas disposiciones, pero es obvio para cualquiera que este aparato estatal está muy poco preparado para imponer regulaciones y que asoma un gran peligro de corrupción.
Como nadie puede predecir exactamente cómo reaccionará la economía ante una determinada señal, la discusión entre los economistas no tiene fin. Dentro del propio equipo de gobierno persisten notorias dudas sobre la magnitud y la modalidad de la devaluación a aplicar. Todos saben que una brecha excesiva (superior al 15 o 20 por ciento) entre dólar fijo y libre generaría un estímulo inmanejable a maniobras cambiarias como la subfacturación de exportaciones, pero también que un dólar comercial demasiado alto castigará al salario real más allá de lo tolerable. Por de pronto, como el impacto no puede someterse a un ensayo de laboratorio, se opta por seguir discutiendo la eventual decisión, mantener el feriado y encarcelar arbolitos. Es una manera de irse por las ramas.