ECONOMíA › CARGAS TRIBUTARIAS Y DISTRIBUCION DEL INGRESO
› Por Raúl Dellatorre
Sin la tutela del Fondo Monetario tras cancelar la deuda con ese organismo, el Gobierno se autoimpuso la obligación de obtener un fuerte superávit en sus cuentas, al menos, en los primeros meses de este año. Pero esta demostración de extrema disciplina fiscal tiene sus costos y es una decisión política definir quién los paga. No es lo mismo resistir la presión de los grupos exportadores sosteniendo la vigencia de las retenciones a lo facturado al exterior, que negarse a ajustar el mínimo no imponible de un impuesto que grava los sueldos medios. Desde el punto de vista de la caja, ambos valen igual como recurso. Desde el enfoque de las relaciones sociales, es distinto recortar la renta de grupos monopólicos que los salarios de bolsillo que apenas superan un presupuesto familiar básico, medido según criterios algo más reales que la canasta básica del Indec.
La deducción especial y el monto no imponible en el impuesto a las Ganancias a las personas físicas alcanzan en conjunto los 1835 pesos para un trabajador soltero. Para los casados, esa cifra se eleva en 200 pesos, y en caso de tener hijos, en 100 pesos por cada uno. Hasta el 2001, un salario de bolsillo superior a los 2235 pesos (jefe de hogar de familia tipo) podía considerarse un ingreso “medio alto”, que refería al personal jerárquico de una empresa mediana o grande, como mínimo. No era del todo irracional pretender que, a partir de ese nivel, los trabajadores estuvieran alcanzados por un tributo que grava los ingresos por encima de ese piso.
Pero después de la devaluación en 2002, y la inflación de ese año y la de tiempos más recientes, los parámetros son distintos. Los ajustes por convenio o negociaciones informales por rama de actividad o por empresa fueron elevando los salarios nominales hasta acercarlos a los niveles reales previos al estallido de la convertibilidad. Varios gremios con actuación nacional fueron recuperando los plus por zona desfavorable, particularmente para quienes se desempeñan al sur del país, ahí donde el poder adquisitivo de un salario de 3000 pesos no es el mismo que en el área metropolitana.
Ello fue sumando aportantes que pasaban la raya del mínimo no imponible, mientras que un número no menos significativo pasaba de estar levemente por encima de ese piso a subir varios escalones, lo cual multiplicó varias veces su aporte al fisco. Y no son pocos los que pasaron a ser contribuyentes de Ganancias al mismo tiempo que empezaron a pagar aportes jubilatorios y cargas sociales, al ser blanqueados en la misma tarea por la que antes cobraban en negro.
A estas horas, el Gobierno está midiendo los costos que se derivan de las distintas alternativas que se le presentan. La recaudación tributaria viene de un crecimiento superior al 20 por ciento anual, sustentado en un mayor cumplimiento y en el incremento de la actividad. No es muy loable que se intente agregar a esos argumentos el de ensanchar la base de contribuyentes incorporando al personal calificado con niveles medios de ingreso, “castigándolo” por el hecho de haber recuperado el poder adquisitivo perdido en años anteriores.
Si opta por dejar las cosas como están, el Gobierno se asegura unos millones más de recaudación, pero sumará malhumor social en una franja de población a la que no le conviene desatender. Además, agregará argumentos a la puja distributiva de las próximas negociaciones salariales, que podrían reflejarse en aumentos de precios por parte de las patronales. No parece razonable que, para avanzar en planes sociales o en otros mecanismos redistributivos como los que ayer enunció el Presidente, deba recurrir a echar mano al bolsillo de una franja cuyo pecado es seguir entre los incluidos. A veces, la excesiva rigurosidad deslegitima las mejores intenciones.
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