El 1º de diciembre pasado asumió como ministra en reemplazo de Lavagna. En el primer balance de su gestión se destacan los acuerdos de precios para combatir la inflación y el pago anticipado de la deuda al FMI. Su alineamiento con Kirchner es incondicional.
› Por David Cufré
La sonrisa que le iluminó la cara el día que Néstor Kirchner le dijo que sería la primera ministra de Economía de la Argentina no se le borró más. Ambos rasgos, la sonrisa y su condición de mujer, son los más evidentes para establecer diferencias con sus antecesores en el cargo. Muchos la critican o desconfían de ella por esas causas, y muchos otros la valoran por lo mismo todavía más. Son, de todas maneras, poco más que hechos anecdóticos. Hay otros motivos más sustanciales para señalar que Felisa Miceli es una ministra distinta. Anteayer, y ésa es la excusa para este primer balance, celebró sus primeros cien días como jefa del Palacio de Hacienda. La asunción formal fue el 1º de diciembre último, en un acto con mucho fervor, lleno de sus antiguos compañeros de militancia en los ’70.
Miceli se toma muy en serio su pertenencia política y su concepción ideológica. Y eso se nota en su gestión. Primero que nada es un cuadro del Gobierno, lo que en esta administración –más que en otras– equivale a ser un soldado del Presidente. Néstor Kirchner tuvo en cuenta ese perfil, ajustado a su estilo, cuando la eligió para reemplazar a Roberto Lavagna. Aquel ministro saltaba todo el tiempo las fronteras de su cartera para opinar de lo que fuera, y cuando lo hacía era habitualmente para diferenciarse de Kirchner (y de Julio De Vido). Miceli prefiere sumar para la causa, de la que está convencida.
Los dos temas excluyentes que marcaron su tarea estos cien primeros días fueron el control de la inflación mediante los acuerdos de precios y el pago anticipado de la deuda al FMI. El autor intelectual de esas líneas de acción es el Presidente. Miceli es una ferviente y eficiente ejecutora, que aporta conocimientos técnicos y encuentra los canales para la implementación. El último ejemplo es la restricción a las exportaciones de carne. Con ella al frente de Hacienda se reforzó el perfil desarrollista. “La palabra ajuste se desterró de la Argentina”, dijo no bien asumió, para remarcar las diferencias con los economistas ortodoxos que dominaron la escena hasta el derrumbe de la convertibilidad.
En ese sentido, Miceli es todavía más heterodoxa que Lavagna. Una de las razones por las cuales el Presidente desplazó a su ministro más cotizado fue por la diferencia de enfoque entre ambos respecto de cómo encarar el problema del aumento de precios. Lavagna estaba aceptando los argumentos de los consultores de la city de que había que disminuir la velocidad del crecimiento económico para contener la inflación. La ministra, en cambio, defiende la fuerte expansión, se opone a elevar el superávit fiscal y rechaza una suba de las tasas de interés. Todo el énfasis está puesto en ajustar las tuercas a los formadores de precios, en imponer condiciones a mercados poco transparentes y competitivos.
Los resultados hasta ahora de esa política novedosa para las últimas tres décadas dan espacio para profundizar la estrategia. Los acuerdos de precios son una herramienta que atenuaron las expectativas inflacionarias y cambiaron el eje de la discusión. Pero también mostraron sus límites. Uno de ellos es que los precios de la canasta alimentaria, compuesta por los bienes que más consumen los sectores vulnerables, son los que más suben. El Estado necesita rearmar estructuras de control para hacer cumplir los convenios.
Miceli puede argumentar con razón que no tuvo demasiado tiempo para pensar en soluciones estructurales. Y también es cierto que cuando intentó empezar a debatir cambios profundos se topó con el límite que le marcó Kirchner. La ministra había dado los primeros pasos para diseñar una reforma tributaria de carácter progresivo, que es vital para edificar otro esquema de distribución del ingreso. Pero el Presidente determinó que será él quien establezca el momento para dar ese paso y clausuró por ahora toda discusión.
El esquema general de funcionamiento de la economía en el que confía Miceli se apoya en un tipo de cambio lo más alto posible, con lo que se busca promover las actividades productivas, y en un superávit fiscal robusto. En estos puntos, no hay diferencias sustanciales con lo que venía haciendo su antecesor.
Los economistas Miguel Bein (ex integrante del equipo económico de José Luis Machinea) y Claudio Lozano (diputado por la CTA) coincidieron ante este diario en que a pesar de la intención manifiesta de mejorar la distribución del ingreso, hay contradicciones a superar. “El Gobierno subsidia el consumo de energía de los sectores de altos ingresos, beneficia con el dólar máximo a quienes atesoraron dólares y no logra frenar la suba de la canasta básica”, apuntó Bein a modo de ejemplo. Lozano, por su parte, opinó que “la conducción económica sigue con la tesis de que sostener una alta tasa de crecimiento permitirá un derrame que resolverá los problemas sociales”. “No toma en cuenta –concluyó– que la fuerte concentración y un mercado laboral con sólo 30 por ciento de formalidad no permite cambiar la lógica de la distribución del ingreso.”
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