ECONOMíA › OPINION
› Por Mario Wainfeld
El Gobierno está convencido de tener un buen caso para litigar contra Aguas Argentinas. La ex concesionaria demandará en el Ciadi, donde juega de local, y también ante los tribunales argentinos. El Gobierno se apresta a responder al pleito local con otro (“reconvenir”, en jerga judicial). Asegura haber preparado bien su demanda, facilitada por los groseros incumplimientos de Aguas. La reconvención se presentará seguramente la semana que viene y contará con algunas pruebas, por decir algo, llamativas. Julio De Vido, cuentan sus allegados, requirió al escribano de Gobierno, Natalio Echegaray, que le propusiera un colega para corroborar la medición de las impurezas del agua. Echegaray (impuesto de cuál era la tarea) prefirió ir él mismo. Así que el propio escribano de Gobierno se entretuvo durante horas, entre una noche y una madrugada, labrando un acta que daba fe de la existencia excesiva de nitratos en la friolera de 50 pozos. El tiempo dirá cuánto pesa esa prueba ante los estrados, en el entretanto es verosímil que la experiencia sea comidilla en los suntuosos congresos que sabe celebrar el notariado latino.
La reestatización cuenta con un amplio margen de aprobación pública, dato que registró la oposición con representación parlamentaria para aprobar la resolución del contrato. Algunos de los protagonistas designados para encabezar una experiencia piloto más que sugestiva pueden llegar a ser su talón de Aquiles. El Gobierno (y el propio precedente) serán juzgados por los desempeños de Carlos Ben y José Luis Lingeri, dos noventistas cabales. En el Gobierno su presencia (sobre la que –con buen ojo– hincó el diente la oposición) se justifica como un tributo a la necesidad. Nadie, en la Rosada y zonas aledañas, pone las manos en el fuego por ellos y cunde la pulsión de subrayar que están a prueba y bajo vigilancia constante. Por lo pronto, no estarán solos. “El directorio –modera un allegado cercano a De Vido– puede tener hasta cinco miembros. Posiblemente los tendrá y habrá personas que nos merecen toda la confianza. La composición será heterogénea y confiable.” En el último rubro encasilla el ministro a un joven abogado, Juan Pablo Bohoslavsky, quien participó en el armado de la resolución del contrato y también esbozó los estatutos sociales de Aysa, que luego serían retocados por Carlos Zannini. Bohoslavsky, un discípulo de Héctor Masnatta, sería uno de los tapados con los que el Gobierno piensa rodear a Carlos Ben, un cuadro gerencial de Aguas Argentinas quien (sin haberse purificado cruzando algún Jordán) devino sin solución de continuidad un representante del interés estatal. Rodeado o no, Ben no calza como el timonel deseable para una experiencia tan sugestiva como arriesgada.
Todo tiene su precio
La posibilidad de aumentar las tarifas no integra el imaginario del Presidente, antes bien lo irrita. Los hombres de De Vido explican que no hay motivos para modificarlas si Aysa se administra debidamente, dejando de lado la ganancia a que aspiraba el gestor privado. Sin embargo, queda un punto sensible que es la enorme desigualdad entre distintos usuarios, algunos que utilizan cantidades colosales de agua potable para lavar autos o veredas o para usos suntuarios y otros privados de agua o de cloacas. El Gobierno asegura que esas carencias serán atacadas mediante políticas de Estado y paliadas en pocos años. En el entretanto, prometen que los usuarios más vulnerables pagarán menos que los demás porque se los eximirá de los cargos selectivos que financiarán inversiones futuras. Aun creyendo en ese argumento reparador, cabe sugerir que –mientras se va superando la emergencia y cuando quedan muchos argentinos en condiciones de afligente pobreza– va siendo hora de ir eliminando subsidios implícitos para sectores de medianos o altos recursos.
Propender al servicio medido para que se pague en función de lo consumido sería un modo homeopático de moderar desigualdades. El uso del condicional “sería” no es azaroso. Hoy y aquí, no parece que Aysa tenga en sus prioridades poner medidores. Funcionarios avezados recuerdan que, años ha, un amague en ese sentido suscitó muchas protestas que coronaron en un recurso de amparo que logró una medida de no innovar. El precedente es real. También hay otro motivo, menos verbalizado, para mantener una rémora insolidaria. Es prevenir el enfado de potenciales votantes muy quisquillosos cuando se rozan sus bolsillos. Un prurito oficial que, bien mirado, induce a pensar que el clientelismo no se activa solamente para los más humildes.
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