ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
Los diferentes datos económicos que semanalmente se van conociendo descolocan una y otra vez a la mayoría de los expertos en pronósticos. Un rasgo peculiar de esos yerros es que las advertencias sobre los peligros que acechan son inconsistentes y, de esa forma, colaboran en convalidar un modelo que tuvo la virtud de sacar al país de la más profunda crisis económica, pero que todavía no ha demostrado que sirva para consolidar un sendero de crecimiento con equidad. Y que aún tiene relevantes asignaturas pendientes, como las reformas del sistema previsional privado y el régimen tributario, en el supuesto caso de que esos deberes sean considerados como propios del actual modelo. A esta altura, en un acto de contrición, los economistas mediáticos deberían llamarse a un respetuoso silencio. No dejan de llamar la atención las explicaciones de los hechiceros modernos, de traje y corbata, sobre por qué las cosas no son como ellos piensan que deberían ser. Dicen, por ejemplo, que los errores en sus estimaciones se deben a que ellos suponen que la política económica va a ser más racional de lo que es (Juan Llach). O sostienen que la estrategia oficial de un tipo de cambio competitivo para crecer y generar empleo está muy cuestionada en la literatura económica (Miguel Broda). O, más drásticos, aseguran que si los acuerdos de precios frenan la inflación habría que quemar los libros de economía (Roberto Cachanosky). O, ahora que el índice de precios no se disparó, avisan que la preocupación no es la tasa actual sino qué medidas se tomarían en caso de que la inflación suba (Miguel Kiguel). Ellos, en realidad, no son los únicos responsables de haber travestido al economista. Empresarios y periodistas los necesitan para satisfacer la voracidad del “mercado” que quiere saber qué va a pasar. Absurda pretensión en el campo de la economía que se ha instalado en los últimos años, tarea de adivinar el futuro que es realizada con más autoridad –y puede ser que con más éxito– por brujas, tarotistas y astrólogas.
En un divertido ensayo del profesor de economía de la Universidad de Toulouse, Bernard Maris, en su Carta abierta a los gurúes de la economía que nos toman por imbéciles (Ediciones Granica, 2001), critica que “los medios comprendieron muy rápidamente el beneficio que podían obtener de que la ‘ciencia’ económica fuera la única donde el debate sea casi permanente, en el sentido interminable y escolástico”, para luego preguntarse si “¿imagináis a físicos discutiendo incansablemente, día tras día, acerca de la caída de los cuerpos o la redondez de la Tierra?”.
Esa omnipresencia de esos profesionales del devenir esquivo desorienta, confunde, demora el análisis profundo del presente proceso económico. No es una particularidad de la época sino que en sociedades que atravesaron violentos traumas existe el reflejo de pensar el presente con los miedos, prejuicios y esquemas del pasado reciente. Esa dinámica es alimentada, por especulación política, por el hacedor de la gestión económica del momento. Es lo que sucedió en la primera mitad de la década del ’90, con la convertibilidad, que una y otra vez los expertos remitían a la hiperinflación y a los desbordes monetarios y fiscales, cuando la economía ya había dejado atrás esos desajustes. Se perdían así de vista las transformaciones que se estaban generando con ese modelo –sintéticamente expresado– del uno a uno. Cuando ese esquema empezó a agotarse fue el tiempo de su exaltación, hasta provocar un desbarranco de proporciones. Ahora sucede algo parecido, con protagonistas cambiados. Es como si existiera un gap –argot técnico de economista, un término en inglés que se podría traducir por diferencia, brecha, déficit– de análisis. Un gap de expectativas es, por ejemplo, la diferencia entre lo que un usuario espera de un bien o servicio y lo que realmente acontece tras la compra o prestación del mismo. En el gap de análisis de los economistas mediáticos existe un déficit en la interpretación de la actual etapa económica, que tiene sus debilidades y fortalezas. Ellos todavía siguen machacando sobre la vulnerabilidad del frente fiscal, cuando este gobierno contabiliza superávit inéditos. Advierten sobre los riesgos que acechan por el lado monetario en un escenario que el Banco Central aplica una política contractiva. Previenen sobre el agotamiento del crecimiento y mes a mes las cifras del avance industrial y del Producto los desmienten. Y siguen con el peligro que implica la estrategia de recuperar reservas, con lo inservible de los acuerdos de precios para frenar la inflación, de la falta de inversiones, de la escasa sustentabilidad de largo plazo. Un grupo de jóvenes economistas, en una efímera experiencia editorial, de fines de 1999, llamada Epoca. Revista argentina de economía política, expusieron en su carta de presentación que “esta oposición entre la visión de largo plazo de la ‘elite’ esclarecida y las pulsiones de corto plazo del pueblo o de sus representantes, es típica del pensamiento reaccionario de todos los tiempos y de todos los países”. Explicaban que “uno de los rasgos en que se expresan –y que ha contribuido a hacer posible– las transformaciones sociales, políticas y económicas experimentadas en la Argentina de los ’90 es la consolidación de la figura del economista rey. Se trata de la preeminencia de un discurso que establece qué es lo que se puede y qué no se puede hacer en materia de política económica”. Se trata, en definitiva, de un discurso acerca de lo económico pretendidamente técnico, pero eminentemente político e ideológico.
Los economistas mediáticos provocan una incómoda vergüenza ajena en su impudorosa revisión semanal de las estimaciones de las principales variables. Esa sucesión de yerros no sería relevante si no fuera porque tiene repercusión en medios de comunicación, en tomadores de decisiones y en futuros economistas. Y en que son formadores importantes de expectativas. Un ejercicio intelectual, contrafáctico, sería determinar cuánto significó en la incertidumbre de los protagonistas de la economía tantos pronósticos pesimistas –y equivocados– de los últimos años y, por lo tanto, en el costo asociado a ese escepticismo. En los hechos, manifiestan limitaciones en abordar las raíces de los acontecimientos de la historia reciente y relacionarlos desde el análisis económico con los procesos sociales, políticos y culturales. Y así les va en los pronósticos sobre una realidad que se les ha vuelto indescifrable.
Por caso, la postulación del agotamiento del ciclo de crecimiento por falta de inversiones y que, por lo tanto, se está “viviendo de los ’90 y comiendo ese capital” es, por lo menos, exagerada. En esa evaluación no se considera una de las características de la sociedad argentina castigada por años de crisis, que es la capacidad impresionante de adaptarse con velocidad. Y el fenomenal stock de capitales atesorados fuera del circuito formal por los argentinos en las últimas tres décadas, variable exógena que, según las expectativas, altera el funcionamiento de la economía.
De todos modos, como se destacó en un informe del Instituto de Estudios Fiscales y Económicos, de fines del 2003, en referencia a esos economistas, “ningún régimen macroeconómico es una panacea per se, hay uno mejor de acuerdo con el momento histórico, al sistema cambiario y financiero internacional y a los problemas internos prioritarios”. El riesgo del Gobierno hoy es no caer en exitismos cegadores como en la convertibilidad. Las cifras macroeconómicas acompañan y le sirven para descolocar a los gurúes. Pero, en verdad, esa batalla es la menos relevante, aunque necesaria. El desafío en el frente económico-social, se sabe, es otro.
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