Mar 30.05.2006

ECONOMíA  › OPINION

La esperanza blanca

› Por Alfredo Zaiat

Antonio Erman González nunca será recordado como el ministro de Economía de Carlos Menem que realizó una de las principales contribuciones para la inicialmente exitosa convertibilidad de Domingo Cavallo. Preparó el terreno para instrumentar el 1 a 1 llevando a cabo la tarea sucia de la confiscación de plazos fijos con el Plan Bonex, que facilitó la identidad de la cantidad de reservas con el dinero en circulación. Esa gloria primera, esplendor que lo alucinó con la posibilidad de ser presidente de la Nación y esperanza del mundo empresario, fue para Cavallo. Por esas incomprensibles vueltas que tiene la realidad argentina, esa historia se repite con Roberto Lavagna. Jorge Remes Lenicov nunca será mencionado como el ministro de Economía de Eduardo Duhalde que tuvo a cargo la peor parte de la devaluación, soportando y generando las condiciones para la fenomenal recuperación posterior de la economía.

No se trata de reivindicar la tarea de Erman González ni de Remes Lenicov, gestiones que no fueron muy meritorias, pero eso no implica ignorar que la historia se construye con la sucesión de una serie de acontecimientos. Quienes piensan que la historia comienza cuando ellos aparecieron en el relato, con una misión providencial, simplemente la están falseando. Lavagna se considera el mentor y líder del modelo de crecimiento a ritmo acelerado que comenzó en 2002. Así ignora la limpieza de escombros que había iniciado Duhalde junto a Remes luego del estallido del 1 a 1, y coloca a Néstor Kirchner como beneficiario de un proceso que no le pertenece. Esa postura recuerda bastante la absurda discusión de los noventa sobre el padre de la criatura de la convertibilidad.

No era desconocida una de las cualidades que lo caracterizan a Lavagna, pero la entregaba en cuentagotas. Hasta ahora. Su soberbia quedó finalmente expuesta en toda su dimensión en el reportaje dominical a un semanario. Cada uno puede construir la realidad más refinada de su paso por la función pública, pero se presenta un poco exagerado pensarse como uno de los arquitectos del control de precios de Gelbard y luego el primero que avisó que iba a fracasar. También como el ideólogo primero del Mercosur y que no tuvo nada que ver con la estrategia de precios máximos de Alfonsín. Varios miembros del equipo de Sourrouille siempre recuerdan su (des)lealtad de abandonar el barco del Plan Austral gritando su famosa frase sobre “el festival de bonos”.

La humildad y mesura forman parte de su construcción política, que no la inició ahora sino que la comenzó desde el mismo momento en que desembarcó en el Palacio de Hacienda. Siempre prefirió dialogar con analistas políticos que no lo incomodaran con cuestiones de la economía, para enviar sus mensajes de cómo él veía el mundo y sus alrededores. Sus recientes señales al establishment (“las retenciones son un impuesto no refinado” o “yo quiero menos estatismo” o “es incorrecta la política antiinflacionaria”, entre otras) revelan por qué él se sentía incómodo en el gobierno. Siendo Kirchner un heterodoxo conservador, Lavagna queda así a su derecha, lo que genera involuntariamente el realce de la figura del Presidente como el impulsor de la dinámica del crecimiento elevado. En base a sus propias declaraciones, si él hubiese tenido la absoluta responsabilidad del actual proceso, el avance habría sido más modesto. En esta historia, Kirchner no es un prócer que está cruzando a caballo la Cordillera de Los Andes. Ni Lavagna es el creador de la bandera.

Domingo Cavallo en su momento, Fernando de la Rúa en el ’99 y López Murphy en 2003 ocuparon el selecto casillero de la esperanza blanca en contraposición a la irracionalidad. Hoy Lavagna buscó y se ganó ese lugar.

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