ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
El estado de enfrentamiento del Gobierno con el campo como la discusión por los ingresos de los trabajadores asalariados es la manifestación de la puja sobre cómo se distribuye el extraordinario excedente que está generando la economía. Con un ritmo de crecimiento a tasas chinas, en un ciclo inédito de cuatro años a niveles del 9 por ciento anual, las fabulosas riquezas generadas en ese proceso están en disputa. Un escenario de estabilidad permite una mayor comprensión de quiénes y cómo se concreta esa apropiación. Por eso emerge con más intensidad el conflicto. En momentos de crisis, de desequilibrios generalizados, como los vividos periódicamente en la economía argentina, esa redistribución de ingresos también se desarrolla pero queda inicialmente oculta. Y emerge su resultado cuando se detiene el tornado de la crisis. A lo largo de las últimas tres décadas, los sectores postergados siempre quedaron un escalón por debajo del que ocupaban antes del estallido. Nunca pudieron recuperar el nivel de ingresos perdido. Hoy, esa dinámica no ha cambiado. La única –y relevante– diferencia es que el Estado busca actuar de árbitro en esa puja, con un resultado controvertido en cuanto a su capacidad de alterar ese patrón de distribución.
Cuando se discute el salario mínimo, sólo los trabajadores formalizados participan en forma directa del reparto del excedente. Cuando se debaten las retenciones a las exportaciones agropecuarias, el Estado se apropia de una porción de las riquezas generadas. En uno y en otro caso, en forma esquemática, se pone en evidencia la dificultad de alterar la pauta distributiva en una economía donde la heterogeneidad y la fragmentación que existe dentro de los propios sectores requiera de un esfuerzo de interpretación para no caer en análisis simplistas. Los matices, en las actuales circunstancias –fruto de la destrucción sistemática de un sociedad integrada a lo largo de treinta años–, no relativizan sino que enriquecen.
La renta agropecuaria es muy elevada por la devaluación y precios internacionales altos. Pero esa ganancia no es apropiada en forma homogénea por los protagonistas del campo. Como no podía ser de otra manera, en el agro también se verificó un profundo proceso de concentración y oligopolización. El campo no sólo se transformó por la extensa aplicación de paquetes tecnológicos que incrementaron la productividad. También ha registrado un sustancial cambio en los actores que participan de la actividad. Se han incorporado inversores con lógica financiera, ajenos al sector, que arriendan campos de elevados rindes en diferentes zonas agrícolas y tercerizando cada una de las tareas de producción. No se trata de productores, sino de actores con excedentes financieros a los que les buscan extraer rentas atractivas. Hoy es el campo; ayer eran títulos de la deuda, y mañana será la oportunidad que se presente. Siempre dejan (en forma literal) tierra arrasada.
También grandes productores, en este caso sí con las ganancias extraordinarias que regaló el campo, van alquilando tierras para mejorar su ecuación económica al ampliar la escala de su negocio. Se produce así una transferencia de gran parte de la renta agraria del propietario al productor. Otro mecanismo de desvío de esa renta, que en general no es destacado por los representantes de los hombres de campo, es la existencia de mercados oligo y monopólicos en la provisión de insumos. A través de precios de mercado superiores a los de producción, estrategia que pueden aplicar por la posición dominante que ejercen, los fabricantes de esos insumos se apropian de parte de la renta agraria. Otra vía en ese sentido se verifica en el eslabón del transporte y la comercialización, donde la estructura que predomina no es una competitiva, sino una con un marcado sesgo de concentración en pocas firmas.
El emergente de ese distorsionado patrón de distribución de la renta agropecuaria es la queja de los productores. No todos están afectados de la misma manera, pero, como se sabe, los grandes se montan en los pequeños y medianos para pelear por una porción mayor de la torta. Resulta evidente que unos y otros no están perdiendo plata, incluso la mayoría hoy no está endeudada gracias a la extraordinaria licuación que implicó la devaluación y pesificación de los pasivos bancarios. Aporte realizado por toda la sociedad a los deudores agropecuarios –como también al resto– que las entidades del campo no consideran a la hora de quejarse. La cuestión es que están ganando plata pero no tanto como pudieran embolsar debido a la forma que está organizada la cadena de valor del mundo agropecuario. Fabricantes de insumos, comercializadores, transportistas, intermediarios con códigos non sanctos (en la carne, por ejemplo los matarifes), inversores financieros a la captura de utilidades extraordinarias, grandes exportadores y grandes productores que tienen más tierras por arriendo que las propias constituyen el particular patrón de distribución de la elevada renta agropecuaria.
En ese esquema de apropiación del excedente aparece el Estado para quedarse con una porción a través de las retenciones. De ese modo, el Estado pasa a ser el eje de los males de todos, y el productor que no puede o no quiere enfrentarse a los eslabones monopólicos de la cadena agropecuaria asume la tarea de gritar. Se equivoca de enemigo, y por ese motivo se genera una pelea de oídos sordos, donde el Gobierno recuerda los aportes realizados al campo (por ejemplo, pesificación de deudas y la política de mantener el dólar alto), y los productores se sienten “expropiados” por el fisco, cuando en realidad las vías de transferencia de renta más importantes la realizan a los eslabones siguientes de la cadena agropecuaria.
Aldo Ferrer en El encuadre macroeconómico de la rentabilidad y el empleo en el campo y la industria, documento presentado en el marco del Plan Fénix (FCE-UBA), se pregunta: “¿Qué es más conveniente para el sector exportador de productos agropecuarios: un tipo de cambio bajo sin retenciones o alto con retenciones?” En forma didáctica Ferrer señala que la única ventaja de la primera variante “puede ser el acceso a insumos y equipos importados eventualmente más baratos”, pero la evolución en la década del noventa indica que en ese escenario el sector registró elevadas deudas y caída de los precios de los campos, debido a la baja rentabilidad de esa actividad en esas condiciones. Por el contrario, sostiene Ferrer, “en la experiencia reciente, una paridad competitiva con retenciones coincidió con un período de excelente rentabilidad, disminución del endeudamiento, aumento de inversiones y valorización de los campos”.
No hay dudas de la importancia permanente del sector agropecuario en el conjunto de la economía, pese a que en los noventa fue ignorada esa cualidad, lo que hace más incomprensible la nostalgia de esa época por algunos representantes del campo, con los exponentes máximos de esa absurda defensa hoy en la inauguración de la Exposición Rural. Pocas políticas son más beneficiosa para ese sector que el persistente esfuerzo del Gobierno por mantener en forma deliberada un dólar alto. Esa estrategia pone en evidencia la alta rentabilidad del agro y, entonces, el Estado pretende apropiarse de una porción con las retenciones. Javier Rodríguez (FCE-UBA, Cenda) y Nicolás Arceo (Flacso), en su comentado trabajo de investigación Renta agraria y ganancias extraordinarias en la Argentina 1990-2003, publicado en Realidad Económica (Nº216, abril-mayo 2006), explican que la moneda local devaluada “conlleva un efecto beneficioso para el sector agropecuario: implica la obtención de un mayor poder adquisitivo local por cada dólar exportado y una reducción de los costos de producción en dólares, con lo cual el impuesto a las exportaciones no hace sino tender a compensar esta situación especial”.
Rodríguez y Arceo señalan luego los dos mecanismos de la distribución de la renta mediante las retenciones. En forma directa, “es igual al monto transferido al Estado en concepto de retenciones”, e indirecto, “consiste en el abaratamiento en el mercado local de los productos sujetos aretenciones”. Destacan, entonces, que la reducción del precio de esos productos (alimentarios) permitió reducir el impacto de la devaluación sobre el salario real y recomponer los márgenes de rentabilidad en los restantes sectores (entre ellos, la industria y la agroindustria). De ese modo, la aplicación del impuesto a las exportaciones “generó en los hechos una elevación en la rentabilidad de los restantes sectores de la economía a partir de la redistribución de la renta agraria”, apuntan los investigadores.
Como se observa, el proceso de apropiación de la renta es regresivo hacia dentro del conjunto de los productores y de la cadena de valor agropecuaria. A la vez, el Estado interviene en esa puja con las retenciones, herramienta muy eficaz para acercar recursos al fisco y disminuir el efecto de la devaluación en el resto de la economía, pero poco útil para ordenar el poco equitativo patrón distributivo de la renta agropecuaria. Por eso, los confundidos pequeños y medianos productores se quejan, dejando en evidencia su conocido conservadurismo y las anteojeras ideológicas que no les permite ver los verdaderos fantasmas de sus tribulaciones.
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