ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
Entre varios de los debates estériles que navegan por las aguas superficiales argentinas, la embarcación de “anticapitalista” de Néstor Kirchner es uno de los más disparatados. Esa idea está instalada en el autista mundo de los negocios, percepción que es alimentada por el ejército de economistas de la city en sus habituales rondas semanales con los hombres de empresas. El latiguillo de que se trata de un gobierno que no es “pro-mercado” es, en última instancia, funcional a la gestión de la actual administración. Los rasgos de conservadurismo que muestra en el frente macroeconómico le permite ciertas “heterodoxias” que lo exhibe como un aguerrido disciplinador del “mercado”. Los dos Kirchner (Néstor y Cristina) se sienten muy cómodos en ese juego, como se reveló en el viaje a Estados Unidos de esta semana. Ambos dominan ese escenario pese a los reclamos de que los reconozcan como “capitalistas” que, casualmente, también manifestó en estos días Lula da Silva en su campaña por la reelección, al señalar que con su gobierno los empresarios ganaron dinero como nunca antes. Los Kirchner expusieron esa fe en la foto que los retrató tocando la campana de largada para las operaciones en la Bolsa de Nueva York, en Wall Street, la meca del capitalismo moderno, con sus particulares características de globalización financiera. Como lo señaló Noam Chomsky (World Orders, Old and New, 1994), “el modo de producción capitalista adquirió genuinamente, por primera vez luego de un par de siglos, rasgos históricos-universales”. El sociólogo Atilio Boron rescata ese concepto y en una ponencia en el Foro Social Mundial sostuvo que “la consolidación del capitalismo como sistema mundial es producto de una correlación de fuerzas que pudo consagrar la supremacía del capital sobre el resto de la sociedad”. Por ese motivo la discusión sobre el carácter no-capitalista del Gobierno resulta un dislate. No se puede ser algo que hoy no existe. Adquiere relevancia, en cambio, si ese cuestionamiento oculta, en realidad, la disputa por la hegemonía política del actual proceso económico.
Así planteada la cuestión es mucho más importante la presencia junto al Presidente, en el mítico recinto bursátil, de los empresarios Jorge Brito (Banco Macro) y Paolo Rocca (Grupo Techint) que el simbólico toque de la campanita. Casi una docena de empresas argentinas cotizan en Wall Street, entre ellas las que lideran esos dos hombres de negocios. Pero sólo ellos fueron los elegidos como representantes de esa elite. A partir de la puja por la hegemonía política del presente ciclo, o sea quién es el líder, quiénes integran su equipo de colaboradores y cuáles son sus alianzas estratégicas, se puede empezar a comprender varios de los debates que, en la superficie de las batallas mediáticas, se presentan absurdos. En forma esquemática, y mencionando nombres simplemente como dato ilustrativo sin ninguna carga de valor, no es lo mismo que el ex piquetero y líder del Movimiento Libres del Sur Jorge Ceballos sea funcionario del Ministerio de Desarrollo Social a que en ese mismo lugar se encuentre Carola Pessino del ultraliberal CEMA. O que en el acompañamiento a Kirchner en Wall Street sea el “nacional” Brito el banquero y no uno “extranjero” del Citibank o que el industrial Rocca asuma el lugar destacado para el empresario y no uno de una privatizada o un dueño de una compañía de shoppings. O que el Ministerio de Economía no haya sido copado por ninguna de las fundaciones, consultoras o centros de estudios financiados por grandes empresas. Pueden parecer matices esas diferencias pero en la pelea por el poder y, por lo tanto, en la orientación del proceso de crecimiento en el sistema capitalista de la economía argentina, no son irrelevantes.
El carácter o no de capitalista, la política contraria al mercado, las alertas sobre la expansión del gasto público en un esquema de superávit fiscal record histórico, los cuestionamientos a la expansión monetaria por la compra de reservas en el marco de una política prudente del Banco Central o las advertencias sobre la “calidad” de la inversión (más en construcción que en bienes de capital) y la consiguiente debilidad del crecimiento son observaciones que apuntan a otro blanco del que están señalando. El debate sobre esas críticas es un tema superficial. En cambio, en su profundidad se presenta una cuestión muy interesante, que se refiere a cómo y quiénes aspiran a conducir un determinado proceso de desarrollo. En esa instancia, entre otros aspectos, aparece la controversia sobre el objetivo de reinventar la burguesía nacional.
Una valiosa aproximación para empezar a pensar ese desafío es un reciente documento del investigador y profesor de la UBA, Andrés López, Empresas, instituciones y desarrollo económico: un análisis general con reflexiones para el caso argentino (publicado en el Boletín Informativo Techint 320, mayo-agosto 2006). En ese trabajo, López señala que, en forma esquemática, existen dos corrientes de pensamiento acerca del papel de los empresarios. La primera plantea que no existe una burguesía schumpeteriana debido a su carácter rentístico, lo que le impidió liderar un proceso de acumulación basado en la innovación y la inversión en capital físico y humano. La otra sostiene que la existencia de una clase empresarial lobbysta no sería por las marcas intrínsecas de la burguesía local, sino consecuencia de políticas económicas erróneas resultado del régimen mercado-internista surgido tras la crisis del ’30. “Tanto en uno como en otro, las soluciones postuladas han sido, generalmente, drásticas”, indica López, para agregar que los primeros postulan que sería necesario que surja finalmente la mítica burguesía nacional o, en su defecto, un proyecto socialista. En cambio, para los segundos, “el remedio estaría en la adopción de un régimen de política económica abierto... –el primer experimento en ese sentido fue el de Martínez de Hoz, con resultados no muy exitosos–”, explica López. Sin embargo, pese a las marcadas diferencias hay algo que los unifica a ambos enfoques, según el investigador: “La profunda desconfianza hacia toda forma de interacción entre el Estado y la clase empresaria, ya que cuando esa interacción existe usualmente es para generar beneficios hacia un sector limitado de la sociedad (gobernantes y empresarios poderosos) a costa del resto”.
En ese complejo panorama, la evidencia empírica a nivel internacional muestra que el origen y desarrollo de las burguesías nacionales están íntimamente ligadas al Estado, al proteccionismo, al favoritismo sectorial y a la corrupción. López recuerda en un pie de página que “en general, todo proceso de industrialización tardía y ya desde el siglo XIX –Francia o Prusia, por ejemplo–, implicó una fuerte transferencia de recursos (públicos) hacia la naciente burguesía”. Estados Unidos fue una de las naciones más proteccionistas del mundo durante décadas. Alemania, en la segunda mitad del siglo XIX, transformó su sector artesanal y los junkers (terratenientes feudales) en una burguesía industrial a partir de una intervención estatal dominante. Los conglomerados japoneses (keiretsu), los coreanos (chaebols) y los flamantes grupos rusos, que mezclan mafia y negocios, se desarrollaron con un indisimulable estímulo estatal. “La evidencia muestra que la corrupción ha estado presente, en mayor o menor medida, en casi todas las experiencias de industrialización y desarrollo económico modernas. Asimismo, la gran empresa no se abstuvo de explotar sus vinculaciones con el poder político para obtener beneficios particulares”, remarca López.
La cuestión, entonces, es ¿qué hacer para recrear una burguesía nacional? El investigador, admitiendo las limitaciones que enfrenta la situación argentina, comenta que “es preciso entender que en los países que han alcanzado altos niveles de desarrollo, las conductas anti-sociales de las empresas han estado contenidas por una estructura institucional que ha evitado que las estrategias anticompetitivas predominaran en el largo plazo sobre las estrategias basadas en la competencia shumpeteriana”. O, al menos, indica que “ha hecho que los intercambios de favores derramaran sobre la sociedad beneficios en términos de crecimiento económico, empleo, inversiones en infraestructura”.
Para López, los empresarios argentinos no se diferencian genéticamente o culturalmente de sus colegas de otros países. “Lo que ha fallado –arriesga una conclusión– es el marco institucional que contuviera sus conductas”. Es decir, la necesidad de contar con un Estado que fijara reglas claras, coherente y con capacidad de disciplinar, al menos de negociar en relativa igualdad de condiciones con el sector privado. ¿Existe en la actualidad, entonces, la posibilidad de desarrollar una burguesía nacional dinámica reduciendo el espacio para las conductas rentistas, en una economía local muy trasnacionalizada? Por lo menos, ahora, la respuesta está abierta.
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