ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
El problema de la carne se desarrolla en el peor de los mundos: el Gobierno realiza una incompleta y, por lo tanto, deficiente intervención en un mercado poco transparente, mientras que los protagonistas de la cadena ganadera creen que son víctimas de la despiadada injerencia del Estado en su negocio. De esta forma, ante el evidente problema estructural de que la demanda –doméstica y del exterior– es mayor que la oferta, los despropósitos se suceden uno tras otro. En una compleja cadena productiva, como la de la carne, estar obsesionado solamente por el tema del precio final del bife en las carnicerías y su impacto en el índice de inflación sólo genera más distorsiones a las ya existentes en cantidad. Por otro lado, anunciar un paro de actividades de nueve días sin enviar ganado ni granos a los mercados cuando la rentabilidad del campo es muy elevada y el Gobierno sostiene un modelo de dólar alto que los beneficia –además de que no se endurecieron los límites de exportación– sólo confirma que la protesta nace de una resistencia ideológico-política más que de un reclamo sectorial.
El negocio de la carne integra una de las cadenas de valor más complicadas de la economía, que no se puede domesticar con un simple golpe de puño sobre la mesa. Los eslabones son varios, con intereses diversos y con prácticas que no son siempre muy transparentes. Las maniobras anticompetitivas, la evasión, la concentración de operaciones, la informalidad son, entre otras, las particularidades de ese mercado. Son tantos los actores que juegan desde la vaca hasta el asado en la parrilla que, si el Gobierno no tiene una estrategia inteligente para cada uno de los eslabones de la cadena que le permita instrumentar una política global eficiente, quedará atrapado en los juegos de lobbies cruzados que existen en el propio sector. Hoy no la está mostrando cuando se dispone el paro más contundente y prolongado en la administración Kirchner, pese a que ha dispuesto medidas largamente reclamadas por los hacendados, como la disminución del peso mínimo de faena. Ya en el anterior episodio de precios en alza que culminó con la restricción a las exportaciones, funcionarios técnicos que entienden cómo funciona el ciclo ganadero habían advertido que a esta altura del año se produce retención de hacienda –por la mayor cantidad y calidad de pasturas–. También habían adelantado que el problema del precio de la carne volvería a estallar. Y así fue.
La Secretaría de Comercio fijó entonces precios de referencia –máximos– para el Mercado de Hacienda. Una medida aislada, coyuntural, inconsulta, pensada exclusivamente en el impacto sobre el índice de inflación, lo que provocó la reacción de los productores. Si bien es cada vez más evidente que los hombres del campo creen que producen sacrificándose en bien del país y piensan que el resto de los habitantes de ese territorio que ellos denominan patria debería manifestar agradecimientos eternos y permanentes, esa intervención del Estado ignora la extraordinaria redistribución de la renta ganadera intrasectorial que se ha volcado a favor de los frigoríficos exportadores y de las poderosas cadenas de comercialización en el mercado interno.
El episodio del alza de la carne en marzo de este año, que provocó la reacción del Gobierno, fue saldado con el ajuste de los precios de la hacienda, rebaja que no se reflejó en la misma magnitud en la venta minorista. Durante estos meses, el precio internacional siguió firme y, por ese motivo, pese a las restricciones de ventas al exterior, las exportaciones –con menos despachos– marcarán este año un record al superar los 1389 millones de dólares de 2005. Los productores mantuvieron su elevada rentabilidad pese a precios contenidos. Pero la renta adicional, extraordinaria por la firme demanda internacional con valores por las nubes y también por un mercado interno que convalida precios más altos que los de hace un año por el aumento del poder adquisitivo, quedó en manos de unos pocos operadores. Estos son los poderosos frigoríficos exportadores y también consumeros, que hoy son aliados silenciosos del Gobierno. Esas condiciones tan atractivas del mercado argentino, tanto por su particular funcionamiento como por la bendición de la madre naturaleza, explican la fortísima apuesta del grupo brasileño Friboi. En pocos meses invirtió casi 270 millones de dólares para adquirir los frigoríficos Swift, ex Cepa y Consignaciones Rurales, para convertirse en número uno de Argentina al concentrar casi el 7 por ciento de la faena total. Facturará unos 400 millones de dólares anuales exportando el 65 por ciento de la producción. Friboi, que también es líder en Brasil, se posiciona así como el quinto frigorífico a nivel mundial.
El conflicto intrasectorial con la carne se repite con el trigo, el maíz y la leche, pero también en casi todas las cadenas de valor del campo. Pequeños y medianos productores son el eslabón más débil –lo que no significa que estén contabilizando quebrantos– en el esquema de distribución de una renta fabulosa debido a la devaluación y a precios internacionales elevados. Como no podría ser de otra manera, esa ganancia no es apropiada en forma equitativa por los diversos protagonistas del campo porque en el negocio agropecuario también se verificó un profundo proceso de concentración y oligopolización. El campo no sólo se transformó por la masiva aplicación de paquetes tecnológicos que incrementaron la productividad. También se ha registrado un sustancial cambio en los actores que participan de la actividad. La manifestación de ese distorsionado patrón de distribución de la renta es la queja de los productores. Están ganando plata pero no tanto como pudieran embolsar debido a la forma en que está organizada la cadena de valor agropecuaria.
Como en toda corporación –el campo es una de ellas–, ninguno de sus jugadores cuestionará a sus integrantes y en esas reglas de lealtad buscará un enemigo externo. El Estado ha sido históricamente el elegido, antes porque no daba créditos subsidiados o refinanciaciones y ahora porque se queda con una porción de la renta a través de las retenciones o porque privilegia el abastecimiento del mercado interno a precios desconectados de los internacionales. De ese modo, el Estado pasa a ser el eje de todos los males debido a que el productor –y sus dirigentes– no puede o no quiere enfrentarse a los eslabones monopólicos de la cadena agropecuaria. Eluden al enemigo y, por ese motivo, se genera una pelea que, a simple vista, parece un diálogo de sordos. El Gobierno les remarca los aportes brindados al campo (pesificación de deudas, gasoil barato y la política de mantener el dólar alto), mientras que los productores se quejan por la “expropiación” por parte del fisco cuando en realidad las más importantes vías de transferencia de la renta se filtran a los eslabones siguientes de la cadena agropecuaria. Lo que sucede es que en la actual crisis de la carne –también en la del trigo– se sumaron los precios de referencia que fijó la Secretaría de Comercio para defender el bolsillo de los consumidores. Pero esa medida aislada consolida una fuga más de transferencia a los sectores más poderosos de la cadena. Para que esa iniciativa no sea incompleta y, por lo tanto, ineficiente, debería complementarse con una captación adicional –con retenciones o un impuesto extraordinario– a los beneficiarios de la exportación, recursos que deberían volver al campo a través de planes de fomento y desarrollo de una agricultura sustentable.
Horacio Giberti, profesor honorario de la Universidad de Buenos Aires y una de las voces más autorizadas en la materia, lo resumió del siguiente modo: “La principal deficiencia que tiene la acción oficial en este momento es que se están proponiendo instrumentos sin pensar a qué objetivos se apunta. Lamentablemente no hay un plan nacional en que esté insertado un proyecto ganadero. Aunque se diga que algo se hizo o se intentó hacer, eso no disminuye la omisión”. En una conferencia organizada por IADE en abril de este año (publicada en Realidad Económica Nº 219), el ex secretario de Agricultura 1973-1974 sostuvo que “tiene que haber una planificación con objetivos claros, que se definan según la orientación política del Gobierno, con instrumentos que apunten a esos objetivos y voluntad política para ponerlos en marcha”. Para concluir, Giberti afirmó que “se debe abordar la cuestión con una visión global, no con aspectos parciales”.
Es cierto que con los protagonistas del negocio del campo nada será sencillo. Ellos tienen internalizado que el modelo para Argentina debe ser exclusivamente agroexportador y no les preocupa si los consumidores locales no pueden comprar porque los precios son caros, porque de ese modo aumentan los saldos a despachar hacia el exterior. Por caso, habría mucha más carne para exportar si existiera absoluta libertad de precios. Sólo la población de elevados ingresos tendría acceso a la carne, mientras los pobres serían más pobres y peor alimentados. Por esa sencilla razón el Estado tiene que regular ese sensible mercado. Ahora bien: la regulación tiene que ser eficiente y global porque si no lo único que terminará haciendo es agudizar los actuales desequilibrios.
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