ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
El paraíso de la igualdad, según la medición por brecha de ingresos y el Coeficiente de Gini, se encuentra en escandinavia. Al recorrer la tabla Distribution of income or consumption del World Development Indicators –2006– preparado por el Banco Mundial, Suecia, Noruega y Finlandia se encuentran, en ese orden, al tope del ranking de los países que reparten mejor las riquezas generadas por sus respectivas sociedades. En la tierra de los vikingos, la distancia entre el 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre se ubica –en promedio– en siete veces. Ese intervalo se acorta a apenas cuatro cuando la relación se realiza con los grupos del 20 por ciento de ambos extremos. Mientras los nórdicos viven en ese edén distributivo, el infierno se localiza en América latina porque, a diferencia de la expoliada Africa por parte de las multinacionales, el contraste en esta región es más marcado entre las elites y los desamparados. El abismo, más que brecha, que separa a los integrantes de la punta de la pirámide de la base es impresionante. Bolivia, donde las petroleras están en rebeldía porque ahora obtienen menos ingresos por el crudo y gas que extraen, contabiliza el peor registro: la diferencia entre las puntas del 10 por ciento de perceptores de ingresos es de ¡157! veces.
En ese contexto mundial respecto de la cuestión distributiva, materia que en las últimas tres décadas ha empeorado considerablemente, ¿dónde debería estar ubicada la Argentina en función a la aspiración manifestada por la sociedad a partir de su experiencia histórica? Las recientes cifras divulgadas por el Indec revelan que, pese al extraordinario crecimiento económico, la distribución del ingreso ha mejorado muy poco. La brecha de ingresos cerró el 2006 en 31 veces y el Coeficiente de Gini –que mide los niveles de desigualdad considerando el valor 0 como igualdad perfecta y el 1 como el opuesto– se clavó en 0,485, el mismo número que el de 2005. En un período más extenso del 2002-2006 la tendencia ha sido positiva, a diferencia del lapso 1996-2002 cuando el saldo era continuamente desfavorable. Hoy, esos indicadores están en el mismo punto que a mediados de los noventa, aunque con un Producto Interno Bruto 17 por ciento más elevado. Más allá de los números, la matriz distintiva de ambos modelos reside en que el de la convertibilidad generaba una sociedad dual por el empeoramiento en la distribución de la riqueza, mientras que el del dólar alto no es de exclusión, aunque hasta ahora ha manifestado restricciones para mejorar sustancialmente ese reparto.
La crisis de 2001 depositó a la Argentina en el rango de Brasil en la categoría de desigualdad (brecha de 57 veces y Gini de 0,58), momento en que se definió el ingreso a la latinoamericanización de su sociedad. Según la recopilación estadística del Banco Mundial, los datos de brecha y Gini de Paraguay (76 veces, 0,578), Colombia (67, 0,586), Ecuador (46, 0,437) y Chile (39, 0,571), entre otros, muestran que el país había pasado a pertenecer a ese club. Por historia, debido a la movilidad social, elevado nivel de sindicalización y características de su crecimiento industrial, Argentina ha militado en un grupo intermedio con un Coeficiente de Gini de 0,36, como el que registraba en 1974, y una brecha de ingresos de 12 a 15 veces durante la década del setenta y hasta mediados del ochenta.
Es cierto que no se va a reconstruir en cuatro años lo que llevó treinta destruir. La clave pasa por detectar si solamente con un tipo de cambio alto se reubica al país en ese sendero virtuoso que lo distinguió en la región. En estos años ha demostrado que esa estrategia fue útil para salir con celeridad del pozo y regresar de pésimos a malísimos indicadores de reparto de la riqueza. No ha revelado por el momento, en cambio, cualidad para alterar con intensidad la matriz distributiva. El rol del Estado en la economía y el comportamiento del sector empresario son las cuestiones que de ahora en más deberán estar en debate si lo que se pretende, más allá de discursos y aspiraciones, es recuperar una estructura distributiva relativamente equilibrada.
Un estudio del Banco Mundial (Reducción de la Pobreza y Crecimiento) detalla que la distribución del ingreso en Suecia empeora bastante si no se considera la intervención del Estado. El Gini sueco sin la injerencia del sector público trepa de 0,25 a 0,40. En Argentina, con intervención es de 0,485, cifra que subiría a valores intolerables con la ausencia del Estado. Esos datos muestran que en el país la presencia estatal para mejorar el reparto de las riquezas es aún insuficiente, pese a las alarmas que gendarmes de buenos modales han encendido. Por vía del derrame de crecimiento no se alterará el patrón distributivo y tampoco focalizando la tarea exclusivamente en el gasto social, como propone el Banco Mundial. Esto es lo que piensa el investigador Alberto Barbeito, economista de Ciepp, para quien tomar por separado el gasto social y la política tributaria es una falacia de origen que busca sacar esa última cuestión de la agenda de reformas.
La complejidad del problema queda en evidencia cuando se observa la tendencia en casi todos los países a la polarización en la distribución del ingreso. Hasta en Japón, un país con alta estima y tradición por la igualdad social, hay evidencias en ese sentido (al respecto, se publicó un interesante artículo en The Economist, del 15 de junio de 2006, The rising sun leaves some japanese in the shade). Algunos especialistas han explicado ese aumento de la concentración de riquezas en el ritmo y orientación del cambio tecnológico que impone una gran demanda de formación de la fuerza laboral. En esa línea se recomienda una política integral de mejoras en la educación, aunque en el caso de ser consecuente y exitosa los resultados se reflejarían recién en el largo plazo. En el corto, además de estrategias públicas focalizadas (gasto social, impuestos e infraestructura), juega un papel relevante cómo se estructuran y se vinculan las fuerzas productivas.
Paul Krugman hizo referencia en una extensa crónica publicada en The Nation (enero 2004) a una definición realizada por la revista Business Week en el artículo “Despertando del sueño americano”, que al explicar la ausencia de movilidad social y empeoramiento distributivo en Estados Unidos denominó ese comportamiento Wal-Martinización de la economía. Esto implica la proliferación de bajos salarios y nulas oportunidades de ascenso, y la desaparición de trabajos que brindan entrada a la clase media. La precariedad, flexibilidad laboral y el empleo en negro en Argentina han configurado una sociedad desigual, con responsabilidad del Estado por la legislación y control, pero no es menor la que le corresponde al sector empresario. El caso más extremo de informalidad y sobreexplotación son los talleres textiles clandestinos. A propósito, la semana pasada el gobierno porteño clausuró dos talleres que trabajaban para la firma Soho, y antes fueron Cheeky, Kosiuko, Lacar, Montagne, entre otras marcas líderes.
Para modificar la distribución desigual del ingreso, el economista Javier Lindenboim (Ceped/UBA) plantea que la discusión no sólo debe estar centrada en lo que hace el Estado cuando captura recursos a través de impuestos y su respectiva asignación, sino en cómo se genera esa desigualdad en el reparto en el universo de la producción de bienes y servicios. Resulta oportuno recordarlo cuando se están cerrando los acuerdos salariales de este año y, a la vez, se difunde que el empleo informal, con sueldos miserables y desprotección social, sigue en el elevado 43 por ciento.
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