ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
Con pocas semanas de intervalo se produjeron dos megaoperaciones de fusiones y adquisiciones en Europa que han de impactar directamente en Argentina, pero que encuentra al país como espectador pasivo. La extranjerización de sectores clave tiene varias consecuencias, entre ellas la más relevante es que las principales decisiones se toman bien lejos de Buenos Aires. Los gobernantes se convierten así en interlocutores formales de gerentes que responden a directivas de sus respectivas casas matrices. Ese par de transacciones que convulsionaron al Viejo Continente involucró a compañías españolas e italianas, que definieron una alianza latina a las apuradas impulsada por sus propios estados para frenar el desembarco de otras megaempresas. Se trató de la unión de la eléctrica hispana Endesa con la italiana Enel para bloquear el ingreso de la alemana E.ON, y del casamiento de Telefónica de España con Telecom Italia para detener el embate de la estadounidense AT&T junto a la mexicana Telmex. Resultan apasionantes esos procesos porque, entre otras cuestiones, desmoronan esa tontería revestida en análisis académico respecto a que da lo mismo el origen del capital de las empresas, a que los estados tienen que ser neutrales a los cambios de mano de paquetes accionarios y a que el nacionalismo económico es una manifestación de “populistas” de países que no entienden cómo funciona el mundo. Francia también defendió una de sus compañías emblemática, Danone, de la intención de ser absorbida por el gigante estadounidense Pepsico. La operación, finalmente, quedó abortada. El gobierno francés había previsto un operativo para que bancos, compañías de seguro, fondos de pensión e incluso los trabajadores de Danone pudieran tener una participación accionaria para defender la bandera tricolor de esa empresa de alimentos. Holanda hace hoy lo mismo con el ABN Amro.
La española Endesa tiene el control de Edesur, que ahora también es de la italiana Enel, pero incluso podría pasar a la alemana E.ON por un acuerdo de transferencia de activos en el extranjero como contraprestación para que abandonara el partido por el control de la eléctrica hispana. Estos cambios de comando no son indiferentes para cualquier ente de regulación estatal, incluso para el más eficiente de todos, que no es el caso local, aunque tampoco es un desastre. Los planes de inversión para la expansión de la red, como para evitar contingencias por cortes de luz porque llueve mucho, y la mejora en la calidad de la prestación quedan en una nebulosa, pese a que se sostenga lo contrario públicamente. Ningún ejecutivo a nivel de los cuadros de decisión avanzará sobre proyectos relevantes hasta no tener un horizonte despejado sobre su destino laboral y el rumbo que marquen los nuevos dueños. El Estado queda sumergido entonces en la inacción involuntaria porque las fichas se mueven en un tablero que está a miles de kilómetros de distancia.
La asociación Telefónica-Telecom tiene efectos aún más impactantes. Los españoles compraron Olimpia a Pirelli por 5595 millones de dólares, empresa que detenta el 18 por ciento de la telefónica italiana. Mediante otras operaciones se quedaron con más acciones junto a otros inversores, lo que les permitirá tener el derecho a poner dos directores en la conducción de la compañía. Telecom Italia posee la mitad del paquete de su filial argentina. El resto está en manos del Grupo Werthein (48 por ciento) y France Telecom (2 por ciento). Por más ingeniería jurídica que diseñen para eludir las previsibles observaciones de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia, queda en evidencia que se volvería a constituir un único monopolio natural en el sector de telecomunicaciones básica, con la diferencia de que hace 17 años era estatal (ENTel) y ahora sería privado (Telefónica). La norma que reguló esa privatización prohíbe esa asociación entre grupos de control de cada una de las dos zonas en que se dividió el país. Hasta ahora la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia no ha requerido información sobre el alcance de esa unión. En cambio, en Brasil, donde se produce una situación similar en la telefonía móvil, ya se avanzó en ese sentido vía el organismo de control del sector.
La mayoría de los países del mundo cuenta con una legislación específica de defensa de la competencia, estableciendo mecanismos de control previo de concentraciones y fusiones. El esquema más sofisticado y probado en la práctica es el de Estados Unidos. Cuando evalúan que puede tener efectos negativos para la economía y los consumidores, las autoridades de aplicación tratan de bloquear la adquisición. El procedimiento de control previo tiene el objetivo de anticipar en el tiempo las posibles acciones legales de las autoridades de defensa de la competencia. Y evitar de ese modo el inicio de procesos de desmembramiento una vez concretada la fusión, puesto que esa operación es mucho más costosa tanto para el Estado como para el grupo empresario involucrado. Un caso emblemático de ausencia de intervención preventiva en Argentina fue en la unión de las empresas de cable Multicanal-Cablevisión (Grupo Clarín). La Comisión sigue estudiando el caso y aún no se expidió, mientras que esas compañías ya operan como si fueran una sola. No es una experiencia para repetir y enfrentar otro hecho consumado con el caso Telefónica-Telecom, si el objetivo es alentar la competencia, evitar suba de precios al consumidor por abuso de posición dominante, ampliar la diversidad de productos, mejorar la calidad del servicio y alentar la innovación empresaria.
El Estado no debería dormir la siesta mientras la concentración corporativa global marcha a toda velocidad. Ese proceso es inherente a la lógica del desarrollo del capitalismo, donde la estrategia para contrarrestar la tendencia decreciente de la tasa de ganancia requiere de ampliación de mercados y absorción de la competencia. La tarea no es fácil porque esas compañías pasan a tener patrimonios superiores al Producto Interno Bruto de un país. Las fusiones son procesos que se han acelerado en los últimos años. La concentración corporativa global alcanzó la cifra record el año pasado: según la consultora internacional Thomson Financial, el monto total de fusiones y adquisiciones en 2006 alcanzó la friolera de casi cuatro billones de dólares, que implicó un aumento de 38 por ciento sobre las concretadas el año anterior. El ritmo de esas transacciones se aceleró en forma impresionante: en 1990, ese tipo de operaciones representó el movimiento de 462 mil millones de dólares, multiplicado casi por nueve en 2006. “En nuestra vida cotidiana –escribió la investigadora del ETC Group Silvia Ribeiro–, esto significa que las empresas son cada vez menos pero cada vez más grandes, con mayor poder para imponernos sus productos y pautas de consumo, determinar condiciones laborales y ejercer presiones de todo tipo sobre congresistas, gobiernos o instituciones internacionales para lograr las normas y legislaciones que consideren necesarias.”
La concentración se verifica en casi todos los sectores sensibles (telecomunicaciones, biotecnología, semillas, petróleo, química, laboratorios medicinales, alta tecnología, consumo masivo y hasta en Internet) como parte del desarrollo del capitalismo. Esto no significa que no se pueda hacer nada. Al menos se puede aplacar un poquito ese avance arrollador sobre naciones y consumidores. Ese poquitito lo intenta la Comisión de Defensa de la Competencia de la Unión Europea que ha sancionado con multas millonarias a varios pulpos por abuso de posición dominante, monopolios o cartelización para incrementar ganancias perjudicando al consumidor: Microsoft por Windows 95 e Internet Explorer; grandes fabricantes de ascensores y escaleras mecánicas (la alemana ThyssenKrupp, la estadounidense Otis, la suiza Schindler y la finlandesa Kone) por un acuerdo secreto para fijar precios y repartirse el mercado; líderes del negocio del caucho sintético; un grupo de fabricantes de computadoras, y la última multa resonante fue por 274 millones de euros a las cerveceras Heineken, Grolsh y Bavaria por pactar precios en Holanda.
En Argentina, donde la competencia es escasa y las conductas abusivas son corrientes, comportamientos que se reflejan en los precios de los productos y, por lo tanto, en el indomable índice de precios al consumidor, se necesita, además de manifestaciones de buena voluntad, decisión política de jerarquizar la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia. Al menos, para que pueda hacer ese poquitito que practica su par europeo.
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