› Por Cledis Candelaresi
Los adjudicatarios de los trenes urbanos gozan hoy de un régimen más relajado que el existente al comienzo de la privatización del gobierno de Carlos Menem. El índice de calidad se basó en un sistema de premios y castigos que desapareció a partir de la emergencia ferroviaria dispuesta por la administración Duhalde. Y sin ese mecanismo comenzó a diluirse la posibilidad de sancionar el pésimo servicio que tanto irrita a los pasajeros. Los subsidios que recibe el conjunto de las líneas son en dólares un 84 por ciento superiores a los de hace diez años, con el objetivo de mantener congeladas las tarifas de un servicio que utilizan los sectores de más bajos recursos. Las demoradas renegociaciones están inspiradas en un esquema que supone mantener a los privados gerenciando pero con el Estado en un rol de mayor preeminencia económica.
Quitarle la concesión a una empresa, tal como se especuló con la de Trenes Metropolitanos de Sergio Taselli, podría ser una decisión política que convalide el propio concesionario, si es que el negocio le resulta tan poco atractivo como el de la operación del reestatizado San Martín. Pero desde el punto de vista técnico-legal, el Gobierno debería hacer vericuetos para fundamentar esa medida, aunque la calidad de la prestación sea malísima. Cuando a mediados de los ’90 se licitaron las líneas urbanas, los contratos de concesión incluían un índice que evaluaba varios ítem, como puntualidad, cantidad de trenes corridos, velocidad, frecuencia y cantidad de coches en horas pico. Se definían metas de calidad mensuradas por este indicador y, si se alcanzaban, el adjudicatario tenía derecho a un incremento tarifario. Al grupo más cumplidor este mecanismo le habría dado derecho a un ajuste máximo del 30 por ciento en términos reales al final de diez años. Nadie pudo llevarse ese galardón. El último aumento de boleto autorizado fue de 10 centavos en el 2001. Desde entonces, los ajustes que correspondían por contrato para cubrir los mayores costos de la explotación fueron reemplazados por una “compensación tarifaria”, que reforzó el subsidio operativo original. Expresado en moneda dura, el monto de la subvención que paga el Estado para todo el conjunto de concesionarios fue creciendo progresivamente desde los 96 millones de dólares en el año 1996 a los aproximadamente 170 millones que se desembolsarán este año, omitiendo en ambos casos las inversiones, también costeadas con fondos públicos.
Las empresas privadas son gerenciadoras que cobran una retribución incluida en el subsidio operativo y que administran aquel dinero bajo el control de la Comisión Nacional Reguladora del Transporte y la secretaría del área, a cargo de Ricardo Jaime, ambas en la órbita del Ministerio de Planificación. Los adjudicatarios tienen entonces la doble responsabilidad de prestar el servicio bajo ciertas condiciones mínimas y ejecutar las obras (por cuenta y orden del Estado) con la debida eficiencia. Estos son los dos renglones en los que se les podría hacer alguna eventual imputación: deficientes prestaciones o irregular administración de aquellos recursos, por ejemplo, porque se sobrefacturaron las compras. Falla ésta que hace unos años apuntó la CNRT, aunque sin aplicar ninguna sanción por ello.
El índice de calidad, parámetro para premiar o castigar, se esfumó como consecuencia del congelamiento tarifario. La Emergencia Ferroviaria, dispuesta por el decreto duhaldista 2075 del año 2002, hizo un aporte adicional, ya que al tiempo que relajó el plan de obras y de equipamiento también flexibilizó el régimen de penalidades. Está inspirada en el concepto de que el Estado no tenía recursos suficientes para costear inversiones y entonces no era lógico mantener la exigencia sobre los prestadores del servicio. Los contratos renegociados, algunos durante la administración Menem (como el de Trenes Metropolitanos) y otros en la de De la Rúa, prorrogaron las concesiones y admitieron mejoras en las tarifas a cambio de inversiones. Pero no se cumplió nada de lo acordado. La suspensión de hecho de esos acuerdos los deja en un status legal indefinido. TBA, operadora del Mitre y Sarmiento, recibirá este año cerca de 180 millones de pesos de subsidio operativo. El pago de salarios de la empresa, incluidas las cargas sociales, le demandarán casi 114 millones, muy por encima de lo que recaudan sus boleterías. Un ejemplo de por qué cada reclamo de los ferroviarios es una invocación directa a las arcas estatales y no a los bolsillos de los operadores privados.
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