Mié 24.11.2010

ECONOMíA • SUBNOTA  › OPINIóN

Rumbos, novedades, números

› Por Mario Wainfeld

El anuncio del ministro de Economía, Amado Boudou, sobre el Indec tuvo dos clásicos ingredientes K: iniciativa y sorpresa. Pero, en sustancia, incluyó algo que el oficialismo retacea: el afán de corregir errores propios, aunque sólo reconocidos en forma implícita.

La intervención del Indec y la sustitución del índice de precios al consumidor están entre las mayores fallas del kirchnerismo. Cualquiera que gobierna siete años incurre en ellas, ésta fue especialmente infausta porque contradijo líneas maestras del pensamiento y la acción oficiales. Una fuerza que revitalizó la política, revalorizó lo estatal y acrecentó el poder del Gobierno desprestigió una institución pública, restándole credibilidad. Privó de instrumentos de medición confiables a la sociedad y, sin quererlo pero catalizándolo, les dio voz a las chantas consultoras privadas.

En términos culturales, la suya fue una batalla perdida. Los índices oficiales fueron desestimados como referencia por los sindicatos, las empresas, los particulares con ciertas competencias. El propio Gobierno los dejó de lado, por ejemplo cuando condujo la paritaria nacional docente de 2010 a un aumento salarial del orden del 20 por ciento, inconsistente con los guarismos del Indec. Los gremios de la actividad privada (con Hugo Moyano a la cabeza) también negociaron las convenciones colectivas con otros parámetros, más certeros aunque imprecisos por la ausencia de números creíbles.

El Gobierno quedó en una encerrona, producto de su error fundacional. Luego de la obcecación, agravada por las dificultades tangibles para rehacer lo desmoronado, cometido siempre más arduo que el de demoler.

Procurar reparar el desaguisado es, pues, un avance y también un comienzo de retractación, más allá de cómo se lo presente. La lacónica presentación de Boudou será insuficiente para defender discursivamente la medida, harán falta expositores más dotados y mejor legitimados.

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La medida, cuya implementación será sin duda ardua y de final abierto, se inscribe en una seguidilla de acciones congruentes comunicadas en los últimos días. Hablamos de las tratativas con el Club de París –excluyendo la presencia y las condicionalidades del Fondo Monetario Internacional (FMI)– y la intención de constituir el Consejo para el Diálogo Económico y Social (Cdeys). Se trata de acciones que se insinuaron con anterioridad y que se frustraron por dificultades exógenas y endógenas. Se retoman en una coyuntura sorprendente, inesperada y promisoria para el oficialismo.

El Indec, el Club de París y el Cdeys forman un combo que busca consolidar el desendeudamiento externo y la sustentabilidad y previsibilidad del ciclo económico ascendente. La presencia del FMI como órgano de consulta (no como mentor de la política económica) será una astilla para el oficialismo, que será corrido “por izquierda” y cuestionado por sus adversarios de otros linajes. Es un costo irrevocable y bastante razón habrá en los cuestionamientos, pero el horizonte a que apuesta el oficialismo puede compensar con mucha ventaja esas pérdidas.

Con reservas y crecimiento record, ante un verano que promete ser a puro turismo y consumo, con un horizonte 2011 muy promisorio, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner procura cimentar credibilidad y estabilidad. Y, aunque tampoco lo extrovierta, ensayar nuevos instrumentos para controlar la inflación. El Cdeys, un ámbito para encauzar el conflicto social, discurrirlo y tomar algunas decisiones tripartitas tendrá ese ítem en los primeros lugares de su agenda, si consigue florecer.

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El kirchnerismo no suele decirlo porque le agrada afirmar que siempre tuvo el mismo norte y el mismo “modelo”. Sus adversarios tampoco, porque les “cabe” tildar al oficialismo de cabeza dura e incapaz de cambiar. Pero lo cierto es que, en especial en el mandato de Cristina Kirchner, el oficialismo supo enriquecer su agenda mediante medidas fundamentales, ausentes en su repertorio original. Lo hizo, en general, en momentos de debilidad relativa o sea bien diferentes al actual. La nómina de esas innovaciones impacta, por su volumen y cantidad. La estatización del sistema jubilatorio, la ley de medios, la Asignación Universal por Hijo, el matrimonio igualitario son las más resonantes. Todas unieron lo útil con lo agradable: son cambios institucionales potentes, ampliaciones virtuosas de derechos ciudadanos que sumaron adhesiones de sectores sociales o culturales que se habían distanciado del kirchnerismo o que nunca se habían arrimado.

Las modificaciones de los días recientes son, al menos en parte, “agenda de otros”. El Cdeys es la excepción, se trata de una medida de cuño kirchnerista, enraizada con la resurrección de las paritarias y el Consejo del Salario. Se amagó constituirlo hace dos años, pero el intento fue al freezer, en parte como uno de los daños colaterales del conflicto por las retenciones móviles.

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Todo sucede en un escenario político sorprendente. Se incrementaron en forma exponencial la reputación del Ejecutivo, la imagen de la Presidenta y su intención de voto. Hay que ser más precisos: se potenció una tendencia marcada desde principios de año, a niveles impensados. Tras la súbita y dolorosa desaparición de Néstor Kirchner, la Presidenta logró un capital político y simbólico que no dispuso jamás antes. Fue elegida por goleada en 2007, pero no tuvo tregua ni “luna de miel”.

Cristina Fernández afronta ahora dos desafíos, combinados en los hechos pero escindibles conceptualmente. El primero es suplir la ausencia de un líder de primer nivel, como lo fue Kirchner. El segundo, administrar un patrimonio político envidiable, que es toda una novedad.

Sobre el primero, será una tarea colectiva cubrir el lugar vacante que dejó Kirchner y seguramente costará hacerlo del todo. Para sus adversarios, no hay dilema. Es más: nunca lo hubo. El “doble comando” (que, alegan, era comando único en manos del hombre) explicaba todo. Con su fallecimiento se añade un episodio a la narrativa opositora. Antes Kirchner era un energúmeno intratable, perdido por su ofuscación, una máquina de meter la pata. Desde el 27 de octubre se lo nimba de infalibilidad retroactiva, se da por hecho que todos los aciertos pretéritos eran su monopolio. El objetivo, palmario, es minimizar las cualidades y posibilidades de la Presidenta.

El segundo intríngulis es un reto a las capacidades de Cristina Kirchner. Queda claro que no alterará las líneas maestras de su gestión, que no virará hacia otros rumbos. Pero sí tiene en disponibilidad manejar su creciente autoridad de un modo distinto, no para adoptar el programa de sus adversarios, sino para robustecer el propio. Lo que incluye, se diga o no, zurcidos, correcciones e innovaciones en medidas y elencos. Enriquecer el repertorio, tal como efectuó en tiempos de pleamar, ahora que tiene viento (político) de cola.

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La inflación es un problema socioeconómico, aunque carezca de la magnitud catastrófica que le atribuyen algunos. Es alta y sostenida, son escasos los riesgos de espiralización. Igual damnifica el bolsillo y el cotidiano de las gentes de a pie, en especial las menos favorecidas por su inserción laboral o por sus ingresos. Las herramientas de que se valió el oficialismo se oxidaron o no alcanzan. Dar señales de comprenderlo y de buscar nuevos instrumentos es encomiable.

También lo es computar que algo debe hacerse en el Indec. La metodología y el intermediario elegido (el FMI) generarán dudas y resquemores. Habrá que ir viendo cómo se redondea el parco anuncio y si se consigue remontar una cuesta muy empinada.

Entre tanto, la Presidenta ocupa la mejor posición relativa desde 2008, por lo menos. Sus antagonistas lo saben, ésa es la causa de reacciones emocionales como la de la diputada Graciela Camaño o reflexivas como el editorial de ayer del diario La Nación. La tribuna de doctrina zarandeó a la oposición, a la que cuestionó su fragmentación, su falta de programa, su carencia de ideas y de liderazgos, entre otras lindezas. Tildó de “cardúmenes” a los colectivos del grupo A, sin ir más lejos. Las corporaciones mediáticas tratan como fungibles a los principales referentes opositores, lo que en política es un desdén o la ratificación de que ninguno sobresale entre ellos. Les da igual Julio Cobos que Carlos Reutemann, se ilusionan un rato con Daniel Scioli o construyen un Mauricio Macri con “glamour” (expresión compartida en tapa por Clarín y La Nación) como alternativa. La abundancia aparente es, paradójicamente, síntoma de una carencia.

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Ninguna elección está ganada antes de que se cuente el último voto. Y ninguna está decidida con un año de antelación. Pero vale recordar que la primera proeza electoral de Cristina Kirchner (en 2005 contra Hilda González de Duhalde) estaba germinando en 2004. Que el paseo de 2007 estaba cantado en 2006. Y que la crisis de 2008 anticipó la derrota de 2009. A menos de un año vista, la Presidenta tiene la pole position, una distancia enorme respecto de sus antagonistas. Estos reaccionarán, con mejores o peores modos.

De cualquier manera, la autoridad y la virtualidad de la Presidenta crecen. Esos índices, como los del Indec, miden la coyuntura, siempre mudable. Pero a diferencia de éstos, son indiscutibles.

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