Jue 23.05.2002

ECONOMíA • SUBNOTA  › OPINION

No es lo mismo

Por Ricardo Gil Lavedra *

No es lo mismo “representar” o “asesorar” a alguien en procura de un objetivo, que dar libremente una “opinión”. En los dos primeros casos hay un compromiso en la defensa de un interés ajeno, en el restante un ejercicio de la libertad de expresión. Efectúo esta distinción, pues no es cierto que haya asesorado al FMI “acerca de cómo conseguir la impunidad para los responsables de la gran estafa”, como me atribuye una nota de la edición del domingo pasado (pág. 10), efectuada seguramente sobre la base de una información equivocada. En tal sentido, deseo dejar perfectamente aclarado que no soy ni he sido abogado ni asesor del Fondo Monetario Internacional. Sí acepté dar mi opinión, de modo independiente, sobre ciertos aspectos vinculados a la ley 20.840.
Respecto de esta controvertida ley, que luego de permanecer largo tiempo en el olvido ha cobrado una inusitada importancia, he sido también consultado por el diario La Nación, por funcionarios del gobierno y por legisladores del radicalismo y del justicialismo.
En todos los casos mi opinión fue la misma. La ley denominada como de “subversión económica” no se concilia con ciertos principios del derecho penal liberal, en especial con el de legalidad, ante la vaguedad o imprecisión de algunas de las conductas incriminadas (por ejemplo, ¿cuándo es “indebida” una enajenación o “injustificado” un compromiso patrimonial?) o sus consecuencias (¿qué es la “seguridad del Estado”?).
Además, creo firmemente que todos los comportamientos encuentran cabida en distintos delitos del Código Penal (administración fraudulenta, desbaratamiento de derechos acordados, quiebra fraudulenta o culpable, falsedades documentales, legitimación de activos de origen delictivo, fraudes al comercio, etc.) o bien en leyes especiales (contrabando, ley penal tributaria, defensa de la competencia), con lo que la supresión de la ley no acarrea desincriminación de conductas disvaliosas.
Por otra parte, los resultados de veintiocho años de vigencia de la ley han sido bastante magros, sólo dos condenas firmes y poco más de una decena de causas en trámite, la mayoría en procesos iniciados a comienzos de la década del ochenta. No parece que la vigencia de la ley durante tanto tiempo haya ahuyentado a las inversiones extranjeras de la década del 90, ni tampoco que su aplicación indebida no pueda ser corregida a través del control de constitucionalidad por los tribunales superiores.
Pero si la ley es tan mala y su utilidad tan escasa, ¿cuáles son las razones que han provocado un debate tan acalorado? A mi juicio, concurren dos circunstancias para ello. En primer lugar, cierta o falsa, se ha instalado muy fuerte una “sensación de impunidad” a la que supuestamente daría lugar la derogación de la ley. Por el otro, que la eliminación es requerida por un organismo internacional como “condición” para suscribir un necesario acuerdo de asistencia financiera para el país, lo que despierta naturales rebeldías ante la imposición externa.
Resulta evidente que los legisladores, de todas las bancadas, tienen dificultades para llegar a un consenso acerca de la necesidad de derogar la ley, pues no están convencidos de sus defectos intrínsecos y temen aparecer cediendo a la presión o favoreciendo una eventual impunidad. El único motivo que se arguye como justificación para seguir adelante es el beneficio que tendría para el país acordar con las autoridades financieras internacionales, o lo que es lo mismo, las desgracias que sobrevendrían en términos de pobreza y miseria si no se arriba a este acuerdo.
Pero hay que ser conscientes de que, en las actuales circunstancias, la derogación de la ley basada en tales razones produciría, de modo inevitable, la unión de las dos circunstancias que antes describí (“impunidad” y “exigencia”), en una conclusión desaconsejable: la sociedad sospecharía que la eliminación de la ley obedeció a la presión del FMI para obtener impunidad. Para un país que necesita restablecer el valor de la ley y el respeto a las reglas, ello ocasionaría un daño considerable a la conciencia colectiva. En esas condiciones, lo mejor es, según creo, dejar las cosas como están permitiendo que los tribunales actúen libremente. Considero que la ley es inconstitucional, pero es mejor para el afianzamiento del “rule of law” que sean los jueces los que, en definitiva, decidan si la ley 20.840, o alguna de sus disposiciones, repugna o no a nuestra ley fundamental.

* Ex ministro de Justicia y Derechos Humanos.

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