EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
En la campaña electoral estadounidense, la pregunta del momento es si será Hillary Clinton quien acompañe a Barack Obama en la fórmula del Partido Demócrata. La respuesta es que nadie sabe, ni siquiera ellos mismos. Hillary habilitó el operativo clamor el martes, horas después de la última primaria, cuando pidió a sus simpatizantes que escriban a su sitio de Internet para decirle qué tiene que hacer, mientras retaceaba el reconocimiento al triunfo de Obama que exigían la matemática electoral y las urgencias de su partido. La movida no cayó bien entre los popes demócratas y obligó a Obama a postergar su decisión, para no profundizar las divisiones si rechazaba a Clinton; ni parecer permeable a las presiones, si la aceptaba. Hillary entendió el mensaje, desactivó el operativo y ayer colmó de elogios a su contrincante en las primarias. Con eso volvió a ponerse en carrera, pero la situación es muy fluida: depende de muchas cosas que todavía no se saben. De acá a la convención demócrata que se celebrará en Denver en agosto, los asesores de Obama tendrán tiempo para medir la cantidad de mails que recibe Hillary, estudiar las encuestas con mucho cuidado, evaluar el nivel de entusiasmo que genere Hillary cuando empiece a hacer campaña en favor de Obama, lanzar globos de ensayo con candidatos alternativos, tentar a personalidades renuentes como Al Gore y ver qué hace el candidato republicano John McCain. Después de tener en cuenta todas esas consideraciones, Obama tomará una decisión que tendrá que fundamentar en detalle, exigencia que se autoimpuso cuando declaró el miércoles que ésa será la decisión más importante que tome de acá a las elecciones de noviembre.
En este juego de suma y resta será fundamental la estrategia que elija Obama para competir con McCain, ya que la fórmula se plasmará en función de esa estrategia. En Estados Unidos, donde el voto es optativo y la mitad del electorado se queda en su casa, hay básicamente dos caminos a la victoria. Uno es optar por la táctica tradicional de disputarle el centro al rival con un candidato a vice de perfil moderado. El otro es consolidar la base propia con un vice que movilice a los sectores afines.
El primer camino excluiría a Hillary porque nadie produce un nivel de rechazo más alto entre los republicanos y los votantes independientes. Es un camino que ofrece ventajas obvias para un candidato de las minorías como Obama, que es negro, joven, tiene nombre musulmán y posiciones de izquierda para lo que es la media de Estados Unidos. Para seguir esta estrategia, a Obama le convendría complementarse con un candidato a vicepresidente blanco, experimentado, del sur del país y, claro, de sexo masculino.
Pero el problema con estas fórmulas de compromiso es que terminan siendo insulsas, ni chicha ni limonada. Y la apuesta de Obama es por la revolución, porque sólo una revolución cultural puede llevar a un afroamericano militante como él a la Casa Blanca, que por algo se llama Casa Blanca. Obama no es Colin Powell, ni Condi Rice, ni galletita Oreo (blanca por fuera, negra por dentro), ni el Tío Tom. Eso lo sabe todo el mundo. Y ningún hombre blanco moderado en la fórmula hará que los good ol’ boys de Texas, West Virginia o Indiana voten por un tipo llamado Barack.
Descontado el voto de los mascadores de tabaco y tomadores de Jack Daniel’s que cuelgan escopetas en las cabinas de sus camionetas, más el voto de la manada evangélica de los pastores electrónicos, más el voto de los fanáticos de los óvalos donde se corren las carreras de Nascar, más el voto de los amantes del country-western de Merle Haggard, Weylan Jennings y Tammy Wynette, más el voto de las miles de familias que viven en bases militares y sueñan con Top Gun, descontado todo eso, a Obama no le queda mucho lugar para crecer por derecha.
Quedan, sí, muchos votantes en las grandes ciudades, muchos jóvenes desencantados y muchos negros. Esos votos Obama ya se los ganó. Queda el voto cautivo de los latinos y los judíos, que históricamente favorecen a los demócratas por márgenes de entre 6 a 4 y 8 a 2. El voto latino, en torno del 10 por ciento, es el de mayor dinamismo y crecimiento demográfico y se ha volcado decididamente en favor de Obama. El voto judío también es un segmento muy codiciado porque se concentra mucho y en grandes ciudades, con lo cual suele ser decisivo.
Queda el voto asiático, otro 3-4 por ciento que típicamente se reparte entre los dos partidos y que le ha sido favorable a Hillary en la interna con Obama, pero que también ha votado por McCain.
Y queda, sobre todo, el voto de los blancos pobres que viven en los departamentos raídos del downtown, en el centro de las ciudades a lo ancho del país, en esos edificios oscuros que los burgueses abandonaron a principios de siglo para construir sus casas en los suburbios con jardín y rejas de madera pintadas de blanco. Y el voto obrero, el voto minero, el voto de los maestros, de los que pelean con las minorías por los empleos más precarios. El voto miseria de Appalachia y de los pantanos. El voto de los polacos del sur de Chicago, de los irlandeses de Hell’s Kitchen, de los italianos que permanecen en Harlem y el Bronx. De los que viven en campamentos de homeless en las ciudades del Cordón Oxidado que rodea a los Grandes Lagos y de los que hacen noche en las cajas de heladeras que se apilan en el Skid Row de Los Angeles. Todos juntos representan hasta un 20 por ciento de la población, con picos en tiempos de crisis económica como la que hoy atraviesa Estados Unidos.
Este segmento se lo disputaron Hillary y John Edwards palmo a palmo en el primer tramo de la primaria hasta que Edwards se cayó; después aumentó su nivel de adhesión a Hillary, o rechazo a Obama, según quiera verse, a medida que avanzó el calendario, hasta convertirse en paliza en la primaria de West Virginia del 13 de mayo, cuando la senadora se impuso dos a uno en el estado de Hillbilly.
Pero eso no es todo. Otro segmento apareció con nitidez en las primarias: el de mujeres demócratas, el bloque más sólido de apoyo a Hillary, que por sí mismo suma un nada despreciable 25 por ciento del electorado. Entre marzo y mayo, el apoyo de las mujeres demócratas para Hillary aumentó del 50 al 57 por ciento, y sigue subiendo. “La estatura que alcanzó Hillary entre las mujeres demócratas no podría ser más alta”, dijo al Los Angeles Times Ellen Moran, directora de Emily’s List, un importante lobby para temas de género.
Por eso no puede descartarse que Obama elija el otro camino, el de consolidar su base, y en esa estrategia Hillary puede encajar, aunque no sea tan fácil. El apellido le juega en contra a la hora de venderse como agente del cambio que prometió y promete Obama. Pero Hillary ha dado sobradas muestras de voluntad y capacidad para reformar el elefantiásico sistema de salud estadounidense con el fin de garantizar cobertura universal, una de las principales demandas del electorado. Nadie duda de que será ella quien encabece la reforma, ya sea como vicepresidenta, senadora o ministra de Salud, si Obama resulta elegido.
Pero el apellido Clinton también puede sumar en tiempos de guerra y crisis económica. Después de todo, la suya fue una presidencia exitosa. Y Hillary tiene lo suyo. Aunque muchos le han criticado su ambición y mal carácter, ha sido un ejemplo de paciencia y abnegación a lo largo de su carrera. Y también ha demostrado capacidad para reinventarse en el imaginario colectivo. De noviecita despechada a esposa sabelotodo, de candidata del establishment a luchadora por la clase obrera. Ahora le toca asumir otro rol. Podría ser la figura materna, la sabia consejera que atempere los ímpetus del joven Obama, mientras se reescribe el pacto social y se terminan las guerras. Una especie de Big Mamma. Con Bill a su lado como un viejo bulldog que duerme la siesta a la espera de ser llamado.
Pero es difícil imaginarse una fórmula Obama-Clinton porque es difícil imaginarse que esa fórmula ganará. Como dijo Jimmy Carter, el voto anti–Hillary y el voto racista, sumados, hoy superan fácilmente el 50 por ciento. Claro que en ese cálculo no hay lugar para la revolución cultural, ni para doblar la apuesta, ni para un tándem que ya lleva el apodo de “la fórmula de los sueños”, justamente, porque invita a soñar.
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