EL MUNDO › ESCENARIOS
› Por Santiago O’Donnell
Tenían el mundo a sus pies. Las FARC tenían al presidente francés Nicolas Sarkozy, un poderoso hombre de la derecha, jugado sin medias tintas en favor de los acuerdos alcanzados con otro hombre poderoso pero de izquierda, el presidente venezolano Hugo Chávez.
Tenían a Lula, tenían a Correa, tenían a toda América latina, desde los Kirchner hasta Calderón; tenían a los suizos y a la España de Zapatero, a la OEA de Insulza y a la Unión Europea de Solana. Tenían de vuelta a alias Rodrigo Granda, el llamado canciller de las FARC, liberado por Uribe tras una gestión personal de Sarkozy.
Tenían a Tom Shannon, subsecretario para las Américas de la Casa Blanca, que se la había jugado al pedir y obtener el aplazamiento de las sentencias de los guerrilleros alias “Sonia” y alias “Trinidad”, que estaban siendo juzgados por narcotraficantes en Estados Unidos. Tenían el OK de Bush.
Tenían a todos alineados detrás de la idea de una paz negociada con todas las garantías internacionales, con el retiro de su nombre de las listas de la Unión Europea, con la liberación de un rehén norteamericano en la primera tanda y otro en la segunda, con el control de un territorio, adentro o afuera de Colombia, a cambio de la liberación gradual de los secuestrados.
Tenían en contra a Uribe, los generales y buena parte de la opinión pública colombiana, y a gente como José Miguel Vivanco, de Human Rights Watch, que los denunciaba por aberrantes violaciones a los derechos humanos, del mismo modo que criticaba el proceder del ejército colombiano y de los paramilitares.
Así y todo el acuerdo estaba cerrado. Alias “Granda” y alias “Márquez” lo habían rubricado con Chávez y los familiares de los rehenes en Caracas en vísperas de Operación Emmanuel, en agosto del año pasado. Uribe, Santos y Restrepo habían sido derrotados. Sólo faltaban las coordenadas.
Pero las FARC volvieron a faltar a su palabra y se autodestruyeron. Claro, no era la primera vez rompían un trato. Podría decirse que la historia de las FARC es una tragedia escrita en tres actos.
Primer acto: Después de veinte años de lucha las FARC aceptan deponer las armas en 1985 e integrarse al sistema político colombiano. Forman un partido, la Unión Patriótica, y presentan candidatos. Se desata una feroz represión. Dos candidatos presidenciales, 8 congresistas, 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y miles de sus militantes fueron asesinados por grupos paramilitares, elementos de las fuerzas de seguridad del Estado colombiano y narcotraficantes. Para dar una idea de lo que fue la matanza, en 1993 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, encargada de presentar casos ante la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, acepta el caso de la Unión Patriótica. Al hacerlo acepta, por primera vez, un caso en el que la defensa presenta una acusación de genocidio. “Los hechos alegados por los peticionarios exponen una situación que comparte muchas características con el fenómeno del genocidio y se podría entender que sí lo constituyen, interpretando este término de conformidad con su uso corriente. Sin embargo... en el análisis de los méritos del caso, la Comisión no incluirá la alegación de genocidio”, concluyeron los integrantes de ese cuerpo.
Segundo acto: Diez años después las FARC aceptan deponer las armas nuevamente, esta vez a cambio de un “despeje” de dos grandes municipios muy cerca de Cali, en la ruta del narcotráfico, su nueva fuente de financiación. El presidente Andrés Pastrana negocia cara a cara con el líder guerrillero alias “Tirofijo Marulanda” en la localidad de El Caguán. Pero en esta oportunidad son las FARC las que engañan al gobierno y todo termina con dos años de despeje a cambio de nada y un montón de diputados secuestrados.
Tercer acto: Diez años después, las FARC aceptan deponer las armas nuevamente, al final de un largo proceso que empieza con un “canje humanitario”. Esta vez la expectativa se multiplica, porque el mundo entero se ofrece para garantizar el proceso y endulzar la recompensa. Alias “Granda” y alias “Reyes” son las caras de la renovación de las FARC. Aportan una mirada cosmopolita a los guerrilleros que llevan décadas escondidos en la selva, ejerciendo un control flotante de aldeas y territorios. Con el mundo a sus pies, otra vez las FARC traicionan.
“Marulanda, llama con las coordenadas”, implora Chávez por televisión, mientras Kirchner y Marco Aurelio esperan en la selva. “Marulanda, llama aunque sea para tomar un café.”
Ahora Chávez está callado, Sarkozy está enojado, Lula está ofendido, Correa está dolido, Shannon está con los halcones, Cristina está ocupada, la Unión Europea se dedica a expulsar inmigrantes, la OEA no sabe qué hacer con la computadora de Reyes, Reyes está muerto y nadie sabe dónde está el canciller.
Podría decirse que era de cajón, que después de cuarenta años en la selva las FARC no se regirían por los códigos de la comunidad internacional, sino por la lógica de la selva, esa que ha llevado a la guerrilla a considerar necesarias conductas mucho más crueles que desairar a jefes de Estado. Pero hicieron el intento igual. Por Ingrid Betancourt, por su historia, por la vida de los rehenes. Y ahora Ingrid le dice a la BBC que tiene diferencias con Uribe. Que ella cree que la respuesta al problema de las FARC debería ser social, no militar. ¿Otra ilusa?
Si fueron tontos o ingenuos o ambiciosos por demás, si Uribe tenía razón en no querer negociar, si las FARC sólo entienden el idioma de las balas, entonces el futuro no es muy promisorio, porque la guerrilla sigue contando con 12.000 hombres bien armados y la situación de los campesinos que la cobijan no ha cambiado mucho. En medio siglo cayeron muros y dinastías, pero en la selva todo sigue igual, salvo que ahora se siembra coca donde antes se plantaba café.
“Las FARC aportan al orden social de las zonas de frontera cocalera la organización del mercado, el respeto a reglas básicas de convivencia social jerarquizada y el `poder que nace del fusil’. Es un orden siempre frágil, negociable, tan inestable y precario como el que allí logra construir el Estado nacional. Las políticas de erradicación, financiadas por el Plan Colombia, y en particular las de dispersión aérea de glifosato, dispararon el número de localidades productoras y con ellas el de los frentes de las FARC”, escribió esta semana Marco Palacios, historiador colombiano, ex rector de la Universidad Nacional de Colombia, actual catedrático de El Colegio de México.
En estos días que corren no son muchos los interlocutores dispuestos a seguir buscando una paz negociada con la guerrilla. La alianza humanitaria se dispersó y los pases de facturas, algunos originados en historias personales, están a la orden del día. Mientras todo esto pasa los halcones se relamen y Uribe lanza una nueva ofensiva militar, sin piedad con las víctimas civiles y políticas del fuego cruzado, que ya lleva cuatro décadas y miles de muertos.
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