EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
En estos días tuvo lugar en Colombia una especie de canje de rehenes secuestrados. No fue un canje humanitario, sino más bien todo lo contrario. El pasado 11 de julio, nueve días después de la liberación de Ingrid Betancourt y sus catorce compañeros, un grupo armado sin identificación irrumpió en las viviendas de los dirigentes campesinos Manuel Garcés, Rusbell Gómez y Edilmo Papamija, Islenio Muñoz, Guido Muñoz y Evelio Rodríguez en el municipio de Patía, en el sur del Cauca. Dos de ellos son directivos de la Junta de Acción Comunal de la manzana “El Convenio” y los otros cuatro son miembros de la Junta de Acción Comunal de la manzana “La Ceiba”. Los asaltantes acusaron a los campesinos de “sospechosos de colaborar con la subversión” y los secuestraron.
“Clamamos que les respeten la vida, toda vez que los secuestrados son gente honesta, trabajadora, la mayoría son padres de familia, nacieron y han vivido todas sus vidas en estas veredas y no están involucrados en nada distinto al desarrollo de actividades agrícolas y al servicio de la comunidad”, denunciaron en un comunicado las Juntas de Acción Comunal del municipio, con copia a la Cruz Roja, la OEA y la Defensoría del Pueblo. El comunicado agrega que el mismo grupo armado había secuestrado, semanas atrás, a cuatro campesinos del vecino municipio de Argelia. Las víctimas permanecen en poder de los pistoleros.
Curioso. El presidente colombiano Alvaro Uribe reclama como uno de los mayores logros de su gobierno el haber desmantelado al aparato paramilitar que surgió a fines de los ’80, primero para combatir a los carteles narco, luego para disputarle rutas y plantaciones a la guerrilla. Durante toda su existencia estas fuerzas irregulares amparadas por el Estado funcionaron también como máquinas de aniquilamiento de los líderes sindicales y comunitarios que osaban oponerse a su esquema de control territorial. Eso que según Uribe no sucede más se parece demasiado a lo que pasó esta semana en Patía, que no es más que una muestra de lo que viene sucediendo últimamente en Colombia.
Otra muestra: el martes pasado fue encontrado en un cementerio de Ibagué el cadáver del dirigente sindical de la Contraloría Distrital Guillermo Rivera, secuestrado el 22 de abril en Bogotá.
Qué raro. El presidente dice que el paramilitarismo no existe más, que lo que hay ahora es una red de bandas criminales dedicadas al narcotráfico, con un alto grado de militarización, similar a lo que ocurre en Brasil y México, y no formaciones dedicadas al terrorismo de Estado. Sin embargo, los paramilitares de antes también se dedicaban al narcotráfico, además del secuestro y el asesinato político. Y los de ahora hacen más o menos lo mismo.
Claro, en el medio Uribe auspició el llamado proceso de desmovilización de los paramilitares. Entre el 2003 y el 2008, más de 31.000 miembros y supuestos miembros de estas formaciones entregaron sus armas y se sometieron a proceso. Lo hicieron al amparo de la llamada Ley de Justicia y Paz, que es una especie de blanqueo. A cambio de una confesión, la ley limita la pena de cárcel a ocho años y provee distintos beneficios sociales y financieros para facilitar la reinserción social del supuesto arrepentido.
No fue un proceso muy prolijo. Algunas formaciones guardaron sus mejores fierros para entregar a cambio mosquetones de la Segunda Guerra Mundial. Otras guardaron a sus mejores cuadros y mandaron en su lugar a perejiles ávidos de un subsidio. Las confesiones tampoco aportaron demasiado salvo algunas excepciones, suficientes para encarcelar a una veintena de congresistas aliados a Uribe.
Pero justo cuando los desmovilizados empezaban a soltar la lengua, Uribe embaló en un paquete a los 15 jefes más influyentes y los mandó extraditados a Estados Unidos. De yapa, extravió o hizo extraviar los discos duros de las computadoras de los extraditados. Cuando se enteraron las autoridades judiciales que los estaban juzgando, los jefes paras ya estaban aterrizando en Estados Unidos.
La nueva generación de paramilitares no tardó en llenar el vacío. Según un experto consultado para esta columna, las nuevas formaciones, activas en las regiones de Cauca y Nariño, se dividen en tres grupos. Primero, grupos nuevos en territorios nuevos con metodologías similares a las de los viejos paramilitares. Segundo, grupos nuevos con metodologías similares que vienen a ocupar el mismo territorio que antes controlaba un grupo paramilitar. Tercero, grupos nuevos reclutados por mandos medios no desmovilizados de viejos grupos paramilitares.
Ante este panorama, que nadie discute, porque ahí están los nombres y las direcciones de las víctimas para probarlo, el gobierno colombiano insiste en caracterizar a los nuevos paramilitares como “bandas de delincuentes”, ignorando sus crímenes políticos y sus vinculaciones políticas, casi como que secuestran a campesinos y sindicalistas por deporte.
La historia oficial de Uribe cuenta con el inestimable apoyo de la Misión de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia de la Organización de los Estados Americanos, llamada MAPP-OEA, que depende directamente del secretario general José Miguel Insulza.
A pesar de las evidencias del reciclaje, Insulza avaló sin medias tintas la tesis de Uribe sobre el fin del paramilitarismo en el último informe de MAPP-OEA, publicado en junio. “Las facciones armadas que surgieron después de la desmovilización de las autodefensas (paramilitares) adquieren un perfil delincuencial que se encuentra vinculado al narcotráfico. No existe evidencia, hasta la fecha, de acciones contrainsurgentes que vinculen a estas estructuras con el concepto y el accionar paramilitar”, declaró en un comunicado.
Sin embargo, en el mismo comunicado el secretario general de la OEA reconoció que le preocupaba “la persistencia de grupos de naturaleza delincuencial... especialmente desde la afectación que generan sobre las comunidades”. ¿Pero cómo? ¿No eran delincuentes comunes dedicados a la venta de droga? ¿Qué significa generar “afectación sobre las comunidades”? ¿Qué es lo que se esconde detrás de semejante eufemismo?
A lo largo de los años, con pulso de equilibrista, la MAPP-OEA ha alternado elogios y críticas al proceso de desmovilización. La semana pasada, sin ir más lejos, alertó sobre el asesinato de más de 800 paramilitares desde que empezó la desmovilización y dijo que pone en riesgo todo el proceso. ¿Quién los mató? ¿Por qué los mataron? Según la MAPP-OEA, la mayoría fue por “disputas por el control de zonas y por no querer reincorporarse a nuevas bandas”. Curioso. Si están desmovilizados, ¿por qué disputan el control de zonas? Si los de ahora no tienen nada que ver con los viejos paramilitares, ¿por qué quieren reclutarlos por la fuerza?
Los secuestros de Patía desnudaron la falacia de la definición de Uribe que Insulza hizo suya. El ex ministro y politólogo Camilo González Posso, cofundador del opositor Polo Democrático Alternativo, lo puso en evidencia esta semana en un artículo que tituló “el despiste de la OEA”. González Posso dice que la MAPP-OEA “tiene buena gente en el terreno” que sabe lo que pasa. Pero agrega que la misión “se torna inoperante” porque sus responsables “están ocupados en vericuetos diplomáticos para no molestar al gobierno con hechos que muestran la reproducción y emergencia del fenómeno narcoparamilitar.”
A continuación ofrece un diagnóstico que parece más ajustado a la información disponible: “Ahora como antes estamos ante grupos armados cuyos objetivos centrales son los negocios ilícitos, cuidado de laboratorios, rutas y procesos de apropiación de tierras y de lavado de activos en macroproyectos. Y ahora como antes, aunque en forma diversa según la zona, esos grupos prestan servicios de ‘orden’, persiguiendo especialmente a líderes y a comunidades que no se ajustan a sus planes de control territorial... El objetivo es subordinarlas a sus proyectos y de paso ofrecerles a las autoridades una colaboración en la guerra (contra la guerrilla) a cambio de favores en otros negocios. Como antes, esos tratos con algunos agentes estatales y parapolíticos en un lado no impiden que en otro tengan acuerdos pragmáticos con frentes guerrilleros”.
Queda claro que el plan de “seguridad democrática” de Uribe no provee seguridad democrática, porque no protege a los líderes de los movimientos sociales. También, que negar la persistencia del paramilitarismo es una forma de cobijarlo. Y que más allá de los golpes mediáticos, la vida de un campesino vale tanto como la de Ingrid Betancourt.
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