EL MUNDO › OPINION
› Por Alejandro W. Slokar *
Cuando en la tristeza y desazón del exilio hondureño llovieron peces vivos en la cabeza de nuestro querido Juan Bustos Ramírez, Eduardo Galeano buscó encontrar en su asombro una misteriosa señal que le indicaba el destino. Ocurrió ello cuando no había podido con él aquel Estado terrorista que para practicar cautiverios, torturas y desapariciones había usurpado La Moneda y extendido su plan genocida en todo el Cono Sur. Entonces, gracias al oportuno auxilio de sus colegas de generación en nuestro país, la burocracia no tuvo más remedio que despacharlo sin rumbo, para que prodigara lo que su temprana formación de Bonn le facilitó divulgar sin deformación: los límites a la arbitrariedad pública derivados del finalismo penal.
Los años de su forzado reingreso europeo proyectan una década más tarde el desarrollo de su singular modelo teórico integrado, en donde a la rígida estrechez técnico-normativa supo sumar el compromiso de la crítica criminológica. La melancólica evocación de su recuerdo me devuelve a su visita en la primavera democrática de entonces, cuando recién graduados fuimos permeados por sus ideas de progreso del Derecho y de la sociedad a través de sus lecciones y aportes a la más ambiciosa reforma procesal públicamente encarada desde el que fuera Consejo para la Consolidación de la Democracia, tan necesario entonces como quizás en los días que corren.
A partir de ese encuentro, y merced a su inmensa generosidad, tuve el privilegio de recibir sus enseñanzas doctorales durante los imborrables años de Barcelona, en las que el profesor evitaba cualquier grandilocuencia o alarde retórico, y hasta aceptaba humilde y cordialmente algunos desvaríos de becarios sudamericanos, para quienes su presencia –más allá de guía y conducción en el rumbo jurídico– era testimonio de trayectoria y compromiso con los derechos humanos y los valores democráticos.
No fue sino esa responsabilidad la que tras el largo destierro lo devolvió a su país para emprender como abogado del foro el reclamo tenaz de verdad y justicia por las atrocidades de la feroz dictadura pinochetista, y así procurar impedir que la muerte y el atropello nunca más volvieran a su tierra. Aunque, sabedor de que para ello un Estado de derecho necesita del mayor fortalecimiento a través de la gestión militante, como buen tributario de las lecciones de Goethe –para quien “pensar es fácil, actuar es difícil, y actuar siguiendo el pensamiento propio es lo más difícil del mundo”— se comprometió para resultar electo tres veces diputado por el Partido Socialista y distinguido en marzo pasado como presidente de la Cámara de Diputados. Desde allí rechazó el embate de la siempre autista derecha securitaria y se empeñó en estimular toda reforma constitucional de la legislación para recuperar en clave contemporánea los dictados del Código Penal tipo en Latinoamérica.
Desde luego que para quien tanto pensó e hizo pensar y actuó e hizo actuar, sus ideas y obra trascienden los límites de lo que se empeña –fatalmente, sin éxito– en no ser una sentida necrológica. Hace escasas horas Juan falleció en su Santiago de Chile natal, y no exagero si afirmo que todos cuantos lo admiramos, dondequiera que hayamos estado, nos detuvimos a mirar al cielo para ver llover peces y evocar la memoria de su sereno y luminoso progresismo.
* Secretario de Política Criminal del Ministerio de Justicia.
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