Sáb 30.08.2008

EL MUNDO  › EN SU DISCURSO, OBAMA USó CUARENTA MINUTOS PARA ATACAR A MCCAIN

Menos épica, más propuesta

El demócrata no quiso quedar encasillado como candidato que hizo historia y por eso utilizó la convención para promocionar su propuesta política. Ningún discurso demócrata tocó la cuestión racial. El énfasis estuvo en Irak y la economía.

› Por Ernesto Semán

Desde Denver

En un marco emotivo como no se veía en décadas, Barack Obama pronunció el jueves el discurso menos épico de su campaña electoral. Puesto al frente de un proceso único en la vida social y política norteamericana, el candidato demócrata se concentró en lo que debe enfrentar tras el clima celebratorio de la convención y atacó durante casi una hora a su competidor, John McCain, y al actual gobierno de George W. Bush.

Obama parece entender que si su figura termina por adquirir la trascendencia de John Kennedy, no será por hacer hoy un llamado emancipatorio general (como sí lo fue su discurso de doce minutos sobre raza de hace tres meses): tomará esa forma si logra haber construido en tiempo record una propuesta política que le permita imponerse en las elecciones del 4 de noviembre como presidente de los Estados Unidos. Eso explica que haya usado más de cuarenta minutos para castigar a McCain y a Bush, y enumerar sus propuestas electorales: menos impuestos sobre la clase media, terminar la dependencia del petróleo de Medio Oriente en diez años, garantizar un seguro médico económicamente accesible para los cuarenta millones que aún no lo tienen.

Pero la lista que enumeró en Denver no lo transforma en un administrador. Algo sabe Obama, y es que su misión no es la de encajar en el corset de “momento histórico” que medios y analistas le imponen antes de tiempo, sino la de construir ese momento con el peso de sus palabras. Su lugar es la acción (todo lo épica que la misma es) y no la lectura apresurada de la misma: si la opinión pública machaca con lo de “momento histórico”, el candidato habla como en plena campaña; si los medios proclaman que debe producir más certezas técnicas que entusiasmo, el candidato acepta su proclamación en un acto masivo a cielo abierto. Que el líder que más progresos pueda provocar contra la segregación desde Martin Luther King haya pasado toda la semana sin hacer referencia a la cuestión racial no es casual, y que haya impuesto esa política a toda la convención fue una muestra de verticalidad partidaria extrema: desde el contenido hasta la cantidad exacta de palabras, todos los discursos que se pronunciaron en el Pepsi Center fueron previamente revisados y autorizados por la conducción partidaria y el comité de campaña de Obama. Y a diferencia de casi todas las campañas, ninguno de los candidatos y líderes que subieron al escenario habló de la cuestión racial.

En parte por esto último, el jueves se podía ver a una figura pública de la “black politics” tradicional como el reverendo Al Sharpton caminando por los pasillos del estadio en búsqueda de su asiento sin pompa ni más compañía que dos familiares. Obama aspira a construir una alianza social numéricamente más amplia que trasciende el discurso racial, y cuyos efectos emancipadores deberían filtrarse desde la erosión de la segregación hacia una democratización más general.

La clave de esa transformación está en que el Partido Demócrata pueda ganar las elecciones del 4 de noviembre. Que la molestia por la situación económica es generalizada, masiva y consistente en el tiempo es tan cierto como la contundencia con la que una gran mayoría de los norteamericanos rechaza la actual presencia militar en Irak. Encima, esa coyuntura, en la que Obama se concentró el jueves, se monta sobre tensiones más permanentes del país, alrededor de la exclusión racial y social, y la tensión entre la evidencia de una clase media exprimida y un sueño americano que aún así sigue estando en la base de la paz social.

Pero la traducción de ese mal humor social en un triunfo de Obama no es, ni en sueños, automática. La democracia no es sólo la existencia de opciones sino el proceso en el que las mismas toman forman. Y al momento de construirlas la ciudadanía norteamericana está sujeta a las mismas (y peores) desigualdades, presiones y extorsiones que otras sociedades a las que analistas y activistas se desviven por rescatar de la oscuridad. En todo caso, la facilidad con la que tanto se asume que esas dificultades son un producto distintivo de sociedades atrasadas refleja más la impotencia de analistas y activistas condescendientes, que una superposición perfecta entre sociedad y gobierno en los Estados Unidos.

Obama es un producto de esas dificultades. Y al frente de las mismas está la relación entre el nacionalismo norteamericano y la posibilidad de producir cambios sustanciales en el país. La tensión entre defender y criticar a la nación se presenta aquí con fuerza única, y se expresa en el peso que la política exterior y de seguridad tienen en la campaña y en la sociedad. Como en pocos lados, la defensa del país funciona como un freno para procesos de cambio (¿si no cómo argumentaría un presidente que envía a sus ciudadanos a morir por un país al que considera tan imperfecto?) y ése es el subtexto tanto de la crítica a Obama como alguien que no está en condiciones de comandar a las fuerzas armadas, como de su imperfecto esfuerzo por demostrar esa aptitud sin perder su capital transformador.

Un momento literalmente extraordinario de la noche del jueves (y no particularmente el más feliz) ocurrió media hora antes de que hablara Obama, cuando dos decenas de generales y altos mandos militares subieron al escenario en apoyo a su candidatura. El desfile militar (altamente inusual en una campaña electoral) trataba de compensar las credenciales militares que McCain encarna en sí mismo, pero expresa también el estrecho sendero por el que se moverá Obama en los próximos 66 días.

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