EL MUNDO › PANORAMA POLITICO
› Por J. M. Pasquini Durán
Treinta y cinco años después del derrocamiento del socialista chileno Salvador Allende, el presidente que murió en su puesto defendiendo el derecho democrático a decidir el propio destino, la unión sudamericana de naciones está ingresando en una nueva etapa de turbulencias con epicentro en las relaciones con Washington. En aquel tiempo, la “Guerra Fría” justificaba cualquier cosa y el control norteamericano sobre el “patio de atrás”, despectiva denominación de América latina, era ejercido por las buenas o por las malas, sin vergüenzas ni escrúpulos. Ese 11 de septiembre de 1973 sería la marca inicial de una ola de golpes de Estado proestadounidenses en los países del Cono Sur. En todos los casos el asalto al poder estaría a cargo de las Fuerzas Armadas con apoyo y participación directa de políticos, empresarios, gremialistas y diplomáticos del país y del exterior, además de las iglesias, sobre todo de la cúpula católica. En su edición del último jueves 11, el principal diario de Chile, El Mercurio, deja fuera de su portada principal cualquier alusión a lo sucedido, como si fuera un dato de poca importancia, a fin de no comprometer opinión que, hoy en día, no podría ser favorable al golpe de Estado, pese a que todavía en un sector de la población chilena, incluso entre jóvenes de clase media y alta, circulan argumentos a favor del “pinochetismo” porque “impidió que Chile fuera otra Cuba”.
A fines del siglo XX, los militares en el poder habían agotado su razón de ser –el Muro de Berlín se desplomó en 1991– y emergían de esas tinieblas cargando la responsabilidad por horrendos crímenes de lesa humanidad que hasta ahora tienen a un puñado de sus jerarcas sentados en el banquillo de los acusados o ya condenados a prisión perpetua, aunque las sanciones no fueron idénticas en todos los países que sufrieron las crueldades de la inestabilidad institucional con prisión, tormentos, exilios y desapariciones. Con la llegada del siglo XXI, Estados Unidos perdió su invulnerabilidad, pero no por los temidos misiles del enemigo comunista, sino por la acción de un pequeño grupo de fanáticos islámicos armados con algunas navajas. Diez años después del Muro se desplomaron las Torres Gemelas de Manhattan y aun la sede del Pentágono fue parcialmente destruida por el ataque terrorista, también un 11 de septiembre, asolando de miedo y angustia a la mayor potencia económica y militar del planeta, que aún no había terminado de celebrar la victoria sobre el legendario oso soviético. Desde entonces, el gobierno conservador de George W. Bush sumergió a su país en la “doctrina de la guerra preventiva”, sustituta de la anterior de “seguridad nacional”, que llevó a sus tropas a invadir primero Afganistán y luego Irak, mientras se aislaba de la mayoría de sus aliados y desarticulaba la economía líder del capitalismo mundial. Este año finalizan ocho años de mandato con 450.000 millones de dólares de déficit, el más alto índice de desempleo y pobreza en más de medio siglo y una crisis financiera que está comenzando y ya hizo estragos en el sistema de hipotecas residenciales de millones de norteamericanos, con la consiguiente repercusión en los mercados de valores del mundo entero.
Al contrario de la oración mexicana –“pobrecitos de nosotros, tan lejitos de Dios y tan cerquita de Estados Unidos”–, durante estos años Sudamérica estuvo más cerca de los dioses de la fortuna y la libertad. El “patio de atrás” eligió la democracia de las urnas y cada país decidió la dirección de su marcha, con viento a favor debido a excepcionales cotizaciones de sus productos primarios en nuevos mercados de la envergadura de India y China, además del intercambio en el área de integración del Mercosur. Pese a que ningún gobierno es idéntico al otro, todos entendieron que juntos tenían una oportunidad extraordinaria para que la región dejara de ser la más injusta del mundo en la distribución de sus riquezas y que podían organizar un espacio común para realizar negocios rentables en la globalización económica y comercial. Con la suma de alimentos, energía y agua dulce, la posibilidad de un futuro mejor esperaba a la vuelta de la esquina. Con ese impulso, lograron desarticular el plan de Washington llamado ALCA, que ampliaba el mercado para las corporaciones de Estados Unidos, y avanzaron hacia la Unidad Sudamericana de Naciones. Debido a las características de sus liderazgos y a las condiciones endógenas de su desarrollo, Venezuela y Bolivia quedaron ubicadas en las posiciones más radicalizadas de la región. Ninguna, sin embargo, renunció al método democrático de gobierno y acudieron a las urnas cada vez que necesitaron consultar la voluntad de sus pueblos.
El presidente Evo Morales de Bolivia, surgido de las bases indígenas productoras de hojas de coca, acaba de recibir casi el 70 por ciento de los votos de apoyo en el más reciente referendo, después de recuperar el control de las riquezas energéticas nacionales, indemnizando y asociando a las empresas internacionales que explotaban esos recursos. Nunca pudo superar, sin embargo, los recelos étnicos en un país donde tres docenas de etnias originarias, hasta su arribo al gobierno, estuvieron siempre excluidas del poder y el bienestar. Por fin, las provincias que forman la Media Luna del sur, dominada por blancos y asiento de los mayores yacimientos de petróleo y gas, se alzaron reclamando autonomía del poder central y control directo y exclusivo de esos recursos. Al amparo de esas reivindicaciones generales, apareció una derecha dispuesta a imponerse aun a costa de la guerra civil. La “Unión Juvenil Cruceñista” persigue y mata indígenas, mientras pinta cruces esváticas en sus vehículos y canta loas al falangismo, con la misma ferocidad que los pitucos de otras ligas perseguían judíos en Buenos Aires a principios del siglo XX. Esas derechas vernáculas encontraron el amparo del Tío Sam, cuya diplomacia ya venía atacando a Caracas y La Paz con la virulencia que en otros tiempos dedicaban a La Habana. Mientras convoca al diálogo a los separatistas, que también recibieron mayoría de votos en sus distritos, Morales declaró persona no grata al embajador norteamericano, con 72 horas de plazo para abandonar Bolivia, provocando como es de norma la inmediata expulsión de su propio representante en Washington.
Desde Caracas, el presidente Hugo Chávez, uno de los tres mayores proveedores de petróleo de Estados Unidos, promotor del “socialismo siglo XXI”, hizo lo mismo, dice que en solidaridad con Morales, con la convicción tal vez de que el que pega primero pega dos veces. De inmediato, Brasil y Argentina, dos compradores del gas boliviano, comenzaron a movilizar a sus respectivas diplomacias en respaldo del gobierno de Morales, obligados por la cláusula democrática del Mercosur, por los principios de solidaridad, por los intereses nacionales y por las dudas, ya que el efecto dominó es un riesgo latente cuando la turbulencia comienza a sacudir el vuelo latinoamericano. La presidenta Cristina tiene, además, su propio motivo de fastidio, ya que pese a las reiteradas promesas de la Casa Blanca, un fiscal de Miami, con el indisimulado apoyo del FBI, está usando la valija de dólares que intentó entrar Antonini Wilson en Buenos Aires, como pasajero invitado de un charter alquilado en Caracas por funcionarios argentinos (separados de sus empleos por esta vinculación), para desacreditar al gobierno nacional. En su momento, la Presidenta denominó la maniobra como “operación basura” y, aunque el episodio parecía superado, volvió a empiojar las relaciones políticas bilaterales.
Hay un dato que no se puede soslayar: la presidencia de Bush está virtualmente terminada, ya que en pocas semanas habrá elecciones y aunque ganara el candidato republicano, John McCain, o con más razón si el vencedor es el demócrata Barack Obama, hasta los matices serán diferentes. Está claro que, gane quien gane, los intereses de Estados Unidos serán siempre iguales a sí mismos, pero el modo de defenderlos cambia según las características de cada administración. De cualquier modo, ésta es una de las pruebas más difíciles para la política regional porque la partición de las sociedades en fracciones enfrentadas es un fenómeno que han soportado o amenaza a todos los gobiernos, en mayor o menor proporción y virulencia, cada vez que intentan modificar los sistemas establecidos durante las largas décadas de preponderancia conservadora en América latina y en el resto del mundo desde que Ronald Reagan y Margaret Thatcher asumieron sus respectivos gobiernos a principios de los años ’80. La teoría de llenar la copa de los ricos hasta que desborde y empape la base social fue un fracaso hasta en Estados Unidos, como se puede advertir en los actuales discursos de campaña de ambos candidatos, pero sirvió para consolidar privilegios y radicó una cultura de ganadores y perdedores que fue lo único que derramó la copa llena hasta ganar a franjas de las capas medias, cuyas opiniones irradian hacia el resto de la sociedad. Revertir esa tendencia y redimir a los excluidos, al mismo tiempo que se mantiene la integridad territorial y social, tal cual lo demandan las normas democráticas, es el desafío mayor, la causa última de las severas turbulencias que sacuden con la fuerza de un huracán el paisaje invernal de estos extremos australes de Occidente.
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