EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Todo quedó como al principio. En el primer debate cara a cara, los candidatos presidenciales de Estados Unidos, el republicano John McCain y el demócrata Barack Obama, salieron ilesos. En noventa minutos que nunca fueron aburridos, presentaron personajes bien distintos y marcaron diferencias claras en sus visiones de lo que quieren hacer con su pais y sobre todo con el mundo. El debate tuvo un abrupto cambio de trama cuando se pasó de la economía a la política exterior, al promediar los veinte minutos. Pero nunca alcanzó picos de drama, como si los contrincantes se estuvieran guardando para los dos debates que faltan de cara a las elecciones de noviembre.
Se entiende. Había sido una semana movidita, sobre todo para McCain. El crac de Wall Street lo había dejado patas para arriba. El tema se consumía la campaña y dos tercios del padrón pensaba que Obama era el más capaz para manejar la economía. Los planes del veterano de Vietnam se parecían demasiado a los de Bush y encima él mismo había confesado que la economía no era su fuerte. La tendencia se revertía. Los dos puntos que había descontado con el efecto Palin se evaporaban y la ventaja de Obama se estiraba a cinco o siete puntos, ahora sí nítida, por encima del margen de error de los encuestadores.
Más importante, Obama se afianzaba en la zona de los grandes lagos, en los estados que podrían decidir la elección por su peso en el colegio electoral, con predominio de clases medias urbanas y sectores industriales muy golpeados. Había que hacer algo. Esos empleados de fábrica de Michigan y Pensilvania que desconfían de Washington tienen miedo a perder sus trabajos y miran con recelo el avance de las minorías y los inmigrantes, esos demócratas de Reagan que ahora ven amenazadas sus hipotecas, ésos son los votantes que McCain confiaba birlarle a Obama, y ésos eran lo que ahora huían espantados de todo lo que llevara el sello republicano de la política económica de Bush.
Como si esto fuera poco, en medio de la debacle se pinchó el globo Palin. La gobernadora de Alaska se vino abajo en CBS News cuando, para sorpresa de millones de espectadores, no fue capaz de elaborar, ni siquiera con la ayuda de su simpática entrevistadora, Katie Couric, una sola idea coherente sobre política exterior o seguridad nacional, mucho menos explicar por qué Rusia puede ser, o no, una amenaza para la seguridad nacional, más allá de que limita con Alaska del otro lado de un estrecho muy estrecho. Así, para beneplácito de los imitadores y contadores de chistes, Palin pasó de estrella fulgurante a hazmerreír de la prensa local e internacional. Y todavía falta lo peor: se viene el debate de candidatos a vicepresidente. Si Palin no pudo ni zafar con una entrevistadora complaciente, cuesta imaginarse que le irá mejor cuando enfrente a Joe Biden, viejo zorro demócrata si los hay.
McCain no estaba para esto. El venía a resolver el problema de fondo de los norteamericanos. Venía a ganar la guerra, a sacar a Bin Laden de la cueva, a conducir con firmeza y serenidad, un padre protector para los tiempos difíciles. Pero nadie imaginaba que los tiempos se pondrían tan difíciles.
Mientras McCain prometía sacudir la burocracia de Washington y bajar los impuestos de las corporaciones que generan trabajo, alguien había desenchufado la computadora. Se había caído el sistema financiero mundial, empezando por Wall Street, y no se podía arreglar. Había que empezar de nuevo. Y mientras esto pasaba Obama seguía subiendo, casi sin hacer nada, como por un ascensor.
Había llegado el momento de tomar medidas drásticas. Entonces McCain puso cara de luto militar y anunció, sombrío, que suspendía la campaña. Explicó que viajaba inmediatamente a Washington para ponerse a disposición del presidente Bush y a juntar a los equipos económicos y los líderes parlamentarios para cerrar un paquete de rescate para empezar a salir de la crisis.
Obama ni se inmutó. Contestó que por supuesto él también se ponía a disposición del presidente con sus equipos económicos y que confirmaba su asistencia a Washington para encarar el problema como un tema de Estado, pero que de ninguna manera suspendía la campaña ni se bajaba del debate porque era muy importante seguir hablando del tema. No obstante, quedó la impresión de que McCain había primereado, que había dejado la sensación de estar en contacto con el ciudadano medio, con esas ganas de pegarles una sacudida a Washington y Nueva York por todo el sufrimiento económico que estaban causando.
Pero el tiro de McCain le salió por la culata. Resulta que Washington ya estaba trabajando en un acuerdo y la presencia de los candidatos no ayudaba en nada. Al contrario. Los flashes, las luces y los micrófonos empiojaron la negociación.
Hasta la llegada de McCain, los demócratas y los republicanos todavía fieles a Bush habían logrado una alianza precaria, con mucho toma y daca, para enfrentar la minoría conservadora que se oponía por principio a cualquier rescate a cuenta de los contribuyentes. Pero McCain no quería despegarse de los conservadores. Necesitaba reforzar cierta imagen de duro con las trampas del sistema financiero que se había construido en el Senado. Al no pronunciarse claramente en favor del rescate, terminó traccionando voluntades hacia el lado de los que exigían reducir, endurecer o eliminar el paquete.
Para colmo, según los testigos de la famosa reunión del jueves, donde todos se sacaron la foto en la Casa Blanca, Obama presentó su propuesta pero McCain casi ni habló. Tampoco cabildeó ni se involucró en las negociaciones de su bancada. Sólo escuchó y puso cara de preocupación.
Así las cosas, sin mucha alharaca, esa misma noche McCain dio por terminada su gestión, confirmó su presencia en el debate y partió para Mississippi.
En Mississippi McCain llevaba las de ganar. El escenario del debate era Ole Miss, cuna del pensamiento conservador del sur profundo, cuyos alumnos se hacen llamar “Los Rebeldes” en homenaje al ejército confederado que peleó para mantener la esclavitud. Los temas acordados le venían como anillo al dedo: relaciones exteriores y seguridad nacional, los únicos en que aventaja a Obama en la consideración de los votantes. Sin embargo, el republicano no pudo sacar ventajas claras durante el intercambio.
En el primer tramo, dedicado a la economía, el único ganador fue el moderador. Sin un gesto ni un tono de más, escuchando y dejando hablar, el respetado periodista Jim Lehrer de PBS, quizá la cara más conocida de la televisión pública norteamericana, supo cuándo apretar y cuándo dejarse llevar. La buena predisposición de los candidatos y el formato del debate, sin paneles ni preguntas del público, facilitó la fluidez del intercambio y mantuvo el foco en los verdaderos protagonistas.
Lehrer se había encargado de anunciar el día anterior que no se privaría de preguntar sobre la economía, el tema que preocupaba a todos, aunque no figurara en la agenda del debate que las partes habían acordado. Arrancó con eso. Después de un par de preguntas genéricas Lehrer fue directo al grano: “A raíz de la crisis, ¿qué ajustes haría a su plan económico?”.
La pregunta pareció sorprender a los candidatos, que terminaron recayendo en sus viejos slogans de campaña. Entonces Lehrer insistió: “Específicamente, ¿qué programas postergarían o dejarían de lado para afrontar la crisis?”.
Obama empezó a balbucear algo sobre su plan energético y alcanzó a decir que algún componente del plan tendrá que postergarse, que alguna partida de dinero tendrá que guardarse, pero no pudo nombrar programa alguno, mucho menos una cifra, y quedó pedaleando en el aire.
McCain arrancó hablando con más decisión. Enfiló derecho para el lado del Departamento de Defensa. Dijo que ahí se hacen muchos negociados, que él lo sabe porque conoce del tema militar y porque en el Congreso se la pasa vigilando a las grandes corporaciones y que por eso no tiene muchos amigos. Dijo que una vez hizo suspender un contrato con la Boeing y alguna gente fue a la cárcel. Al menos sonó mejor y tiró un nombre. Pero fue pura sanata. Difícilmente haya convencido al norteamericano medio, ese que no puede pagar ni la hipoteca ni la tarjeta de crédito, y que ve cómo la nafta y el supermercado le van chupando el sueldo pero no puede decir nada porque las ventas caen, el mercado se achica y el lugar de trabajo se vuelve inseguro.
El debate subió de temperatura cuando pasaron a hablar del mundo. Discutieron sobre Irak, Irán y Afganistán, a veces sobre detalles de forma, otras sobre cuestiones de fondo, cambiando golpe de archivo por golpe de archivo: vos dijiste tal cosa, vos votaste tal otra. McCain llevaba la iniciativa. Obama se justificaba y cada tanto tiraba un contraataque.
Por momentos Obama parecía respetuoso en exceso. McCain, condescendiente. Ninguneó repetidamente a su joven rival con latiguillos como “el senador Obama no entiende” o “lo que dice el senador es una ingenuidad”. Lo dijo, pero no lo demostró.
Obama tragó su orgullo y contestó “estoy de acuerdo con John” todas las veces que lo consideró necesario. Pero también mostró firmeza para defender sus convicciones: hay que irse de Irak y recuperar la confianza del mundo. Los mejores momentos del republicano llegaron sobre el final, cuando hablaron de Rusia y el cuidado de los veteranos de guerra.
McCain mostró chispazos, pero Obama transmitió más energía. Sin arriesgar, como cuidando la ventaja, el demócrata anuló la mejor oportunidad que su rival tendrá de aquí a las presidenciales para anotarse una victoria convincente. Es una manera de ver las cosas.
Pero también es válido pensar que lo que no mata, fortalece. Obama se perdió la chance de meter un golpe de knock-out en un momento muy propicio, para definir una elección que viene muy peleada. Entonces todo quedó como al principio, como si el debate nunca hubiera ocurrido. Obama mantiene su ventaja pero McCain sigue vivo.
Falta poco para las elecciones. Apenas una eternidad.
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