EL MUNDO › RAZA, CLASE SOCIAL, DEMOCRACIA IMPERFECTA EN ESTADOS UNIDOS
Entre humores negros, problemas de padrón, crisis económica y una mezcla de emoción y temores, los norteamericanos llegan a una elección que ya es histórica por la presencia de Obama. La pregunta es si volverán a formarse las grandes mayorías que impusieron cambios en el pasado.
› Por Ernesto Semán
Desde Nueva York
El chiste dice que San Pedro está en la puerta del cielo y hace pasar al siguiente en la fila: “Dígame, ¿quién es usted y qué hizo en la Tierra?”.
–Yo soy Barack Obama y fui el primer negro elegido como presidente de los Estados Unidos.
–¿En Estados Unidos? ¿Un presidente negro? Usted me está cargando. Y cuénteme, ¿cuándo fue eso?
–Y... hace veinte minutos, más o menos.
La broma circula generosamente en Internet, en sentidos opuestos, en sitios racistas y en blogs de jóvenes negros, simpatizantes de Obama, en la calle. Y a su modo tiene poco de broma, sobre todo pensando que los dos presidentes norteamericanos, que –con cien años de diferencia– pusieron en marcha grandes cambios en favor de la igualdad racial, terminaron asesinados. Puede que los asesinos de Abraham Lincoln y John F. Kennedy hayan tenido otras razones en la agenda, pero es suficiente casualidad como para que deje de serlo. La elección de un negro como presidente de los Estados Unidos es, qué duda cabe, un evento significativo. Pero la elección de Barack Obama, en este momento, como el primer presidente negro de los Estados Unidos puede ser uno de los hechos más importantes en la historia de la democracia norteamericana.
Un argumento es que la del 4 de noviembre es una elección sobre raza. Al modo norteamericano, larvado y silencioso. Como nunca antes, haber llegado a ser candidato con su color y su origen birracial a cuestas lo exime a Obama de tener que hablar de raza para que el tema esté ahí, al viento desplegando su negro pabellón. O, incluso, puesto al revés: es tan claramente la raza lo que está en juego, que es su condición de negro lo que restringe a Obama de poder hablar libremente sobre el racismo como lo haría un candidato blanco. O de poder enojarse con un rival como lo haría un blanco, sólo porque en su caso sería enojarse como un negro.
La elección es sobre la raza tanto como las anteriores, en la medida en que una cantidad de desigualdades se siguen ejerciendo por el color de la piel, siendo la exclusión de los negros de la política una de las más visibles. Cerca de cuatro millones de personas no pueden votar el próximo martes por haber pasado por prisión, un cuarenta por ciento de ellos negros (la población negra del país no supera el 10 por ciento). Eso incluye los catorce estados en los que la increíble legislación prohíbe de por vida la votación incluso a quienes hayan cometido delitos menores y cumplido su condena, la “muerte civil” con la que se condenaba a ciertos reos en el Imperio Romano.
Y cuando la ley no alcanza, se enciende la política: desde 2003, la comisión electoral rechazó el empadronamiento de tres millones de personas. Entre 2002 y 2008, unas 10 millones de personas fueron borradas o están en “lista de espera,” mediante una red de obstáculos montada por funcionarios medios del Partido Republicano a lo largo del país: diferencias de una letra en el registro, cambios de domicilio, nuevos requerimientos de documentación figuran entre los principales obstáculos que la revista Rolling Stones cuenta esta semana bajo el título “Cómo robar una elección.” En Florida, el 75 por ciento de esos excluidos son negros e hispanos. Llovido sobre mojado, en distritos de Florida y California, la falta de domicilio legal les impedirá votar a aquellos cuyas casas fueron recientemente confiscadas. Para algunos son detalles en los márgenes de la democracia, para otros las vigas que sostienen su imperfección, a la cual George W. Bush le debe sus ocho años de gobierno.
Que ser negro es una condena económica tampoco pasa desapercibido en estos días. En el año 2000, en pleno boom inmobiliario, los pedidos de créditos de los negros eran rechazados el doble de veces que los pedidos de los blancos. A igual cantidad de ingresos, los bancos rechazaban un 21,6 por ciento de negros y un 11,4 por ciento de blancos. Más aun, el banco le negó créditos a un 20 por ciento de los negros con ingresos de 60 mil dólares al año, pero a un 17 por ciento de los blancos con ingresos de 40 mil dólares. Lo cual explica, en buena parte, que en áreas como Nueva York hayan sido los negros los que acudieran en masa a los créditos de riesgo que hoy explotan por los aires.
Poco puede decir de esto Obama si aspira a construir una alianza social amplia que exceda una base electoral exclusivamente racial, por lo que la campaña ha dado un giro paradójico y no menos feliz, por el cual los candidatos hablan de clases y de desigualdad social como pocas veces en la historia política reciente.
Por eso, otro argumento no menos válido es que la elección del 4 de noviembre no es sobre raza. El redescubrimiento de las clases sociales es en parte un derivado de la actual crisis económica. Hasta el famoso “Joe el Plomero” que luce la campaña de John McCain -–blanco e indisimuladamente racista– evidencia sin querer la existencia de una clase baja por debajo suyo. Las infinitas referencias de Obama a la clase media, la fantasmagoría del New Deal y la inédita presencia de la intervención del Estado sobre la economía en el centro de la campaña demócrata sólo alimentan la discusión sobre un conflicto económico que la sociedad norteamericana tiene bastante silenciado.
Hace un año, The New York Times publicó una serie de artículos de investigación titulados “La clase social importa”, comprobando la obviedad de que la exclusión económica tiene maniatado a un enorme grupo por encima (y a propósito) de su raza, su género o la región en la que viven. Cualquier medio de América latina hubiera expulsado entre risas al periodista que cayera con esa previsible idea. En Estados Unidos, el diario obtuvo un Pulitzer por la serie.
Hoy, con un negro al frente de las encuestas, la discusión de clase está tan en el centro que sorprende, sobre todo si la estrechez de mira de uno se acota al carácter timorato del partido demócrata, el apoyo que al candidatura de Obama recibe de los grupos económicos o las mil mediaciones que evitan cambios bruscos en la economía. Mejor que nadie lo sabe Wal Mart, el mayor empleador de los Estados Unidos, que en la última semana organizó reuniones de sus gerentes intermedios en estados clave para advertir que un triunfo de demócrata forzará a la cadena a negociar con sindicatos salarios y condiciones laborales, algo que rechaza de plano. “No nos dijeron a quién votar, pero nos insistieron en que si gana el candidato demócrata, no vamos a poder optar por eludir a los sindicatos”, contó uno de los gerentes.
En verdad, que la primera campaña de la historia que puede terminar consagrando a un negro como presidente esté centrada en una discusión de clase es más que una paradoja. Como en pocos lugares en el mundo, quizás en Estados Unidos sea imposible entender los conflictos de clase y los de raza sino es juntos y a la vez.
Si la elección es sobre el racismo, también es sobre la facilidad con la que la discriminación se expande desde los negros hacia una variedad literalmente indiscriminada de minorías que integran la mayoría en la que parece apoyarse el ascenso del candidato negro. Que los negros sufran doblemente esa exclusión no hace sino agrandar la importancia de Obama. Aun con el pesimismo de etiqueta de estos tiempos, cualquiera admite que la cadena de demandas democráticas que puede desatar su elección es difícil de predecir, pero es lo suficientemente verosímil como para haber activado la campaña en contra, que de momento atraviesa con éxito.
Su triunfo no resolverá automáticamente ninguno de los problemas de exclusión social y racial, aun si una derrota los empeora. El Partido Demócrata es una máquina obsoleta cuya mayor función parece ser la de realentar cualquier proceso de cambio, y es de lejos el mejor de los dos, lo cual ayuda a que Estados Unidos parezca hoy un país de expectativas democráticas más bien módicas. Y para producir transformaciones de fondo, Obama dependerá en buena parte de obtener mayorías amplias como las que en 1932 o 1964 permitieron las mayores reformas democráticas del siglo XX. Pero que hoy esas chances estén en manos de un negro es una epopeya de la que muchos de los que votarán el 4 de noviembre jamás imaginaron que podrían vivir.
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