EL MUNDO › OPINION
› Por Gabriel Puricelli y
Ernesto Semán
“Hay que escuchar bien lo que dice el otro candidato cuando no repite un guión... habla de ‘esparcir la riqueza’ (silbidos), dice que lo que quiere hacer es ‘redistribuir’ (risas y silbidos). Mis amigos, ¡eso se llama socialismo! (risas). Lo que Obama quiere es agarrar la plata que ustedes se ganaron arduamente y repartirla de acuerdo a las prioridades de los políticos (abucheos). Eso es Obama, el ‘redistribuidor’ (abucheos). Pero en Estados Unidos no es así, no se trata de redistribuir la riqueza, sino de producir más, no de sacarle la plata a unos para dársela a otros, sino de que todos podamos tener más” (aplausos). John McCain, Toledo, Ohio.
Hay que formar parte de un microclima blindado para empezar a entender que lo de McCain es una crítica a Barack Obama, que redistribuir la riqueza sería una debilidad del demócrata, que la frase “Obama el redistribuidor” es peyorativa y no al revés. Ese microclima es, en verdad, enorme, se extiende en el tiempo y en el espacio, abarca a los Estados Unidos y su enorme área de influencia durante los últimos treinta años y acompañó al mundo en el final de la Guerra Fría.
Al menos hasta hoy. El fin abrupto del presente ciclo económico se ha llevado consigo no sólo trillones de dólares de riqueza, sino las certezas que cimentaron el sentido común de las elites dirigentes en casi todo el planeta por los últimos 15 años. Más aún, ha sepultado el optimismo que impregnó a esas certezas, el más alto y eficaz exponente del cual tal vez haya sido Ronald Reagan.
El derrame de esas ideas desde las elites hacia sociedades enteras fue parte de la eficacia corporizada en Reagan. Los jóvenes que hoy crean, asesoran o manejan carteras de clientes en Wall Street –y los millones que se intoxican con sus informaciones en todo el mundo, Buenos Aires incluida– tienen la capacidad de explicar abstracciones tan complejas como “el mercado de bonos” pero se paralizan incrédulos ante conceptos mucho más accesibles como “redistribución de la riqueza” o “concentración de la renta”. Y esa incredulidad se extiende mucho más allá de los votantes de McCain.
Intuyendo la oportunidad política que le presenta la crisis económica, Obama habla de restituir el rol del Estado. No ha repetido hasta hoy aquello de “the era of the big government is over”. Ha criticado la noción de una total prioridad de los derechos del individuo por encima de las obligaciones del Estado para con la sociedad. No sería una gran novedad si no fuera porque el último candidato a presidente con chances de ganar que hizo este tipo de referencias fue Lyndon B. Johnson. Y eso fue en 1964.
La profundidad de las raíces que ha echado desde entonces la visión que naturaliza el progreso capitalista nunca queda tan en evidencia como cuando los propios progresistas (¡cuánto se cifra en un nombre!) desdeñan la necesidad de garantizar un ingreso ciudadano universal o, tan siquiera, de generalizar los seguros de desempleo.
Una de las certezas del progreso ilimitado era que el crecimiento económico (boom) había dejado atrás las recesiones cíclicas (bust). Los neoclásicos puros y duros no hicieron demasiados aspavientos con esa idea: después de todo, a ellos nunca les preocuparon los efectos humanos de los bajones, en tanto “lo que no mata al capitalismo, lo fortalece”. Fueron paradójicamente los progresistas los que exhibieron orgullosamente como trofeo el largo período de ascenso que coincidió con los años de Bill Clinton en la Casa Blanca y (apenas desfasado con éste) con los de Tony Blair en el Reino Unido. El optimismo en ambas veredas del mainstream fue más vociferante en la “izquierda”, que podía justificar su redescubrimiento del laissez faire en el efecto de goteo (nunca un caudaloso “derrame”, por cierto) que dio lugar a una etapa de mayor inclusividad, junto con la ampliación de la brecha con los híper-ricos. Optimistas de esta variedad como Gordon Brown se ven “corridos por izquierda” por sus oponentes de derecha. Hace pocos días, el líder de los conservadores de Thatcher, David Cameron, lapidaba al primer ministro británico diciéndole que ya había podido disfrutar de su boom (la larga bonanza 1997-2007), pero que ahora estaba busted, es decir, “reventado” por la misma caída que ayer se postulaba imposible.
Como le quedará claro a cualquiera que siga este razonamiento, la Argentina no ha sido una versión extrema de ese consenso, sino un caso típico. Aun en un período de reencuentro con el Estado como el que se abrió tras las crisis del 2001 y se profundizó en el 2003, el progreso ilimitado ha sido una gran coartada. Esa coartada tiene nombre, y es el crecimiento exponencial de la demanda de China e India, un proceso que encuentra a la Argentina justo en el otro extremo de la manguera. Pero la falta de políticas que tuvieran alguna incidencia en ese proceso, evidencia tanto las debilidades hereditarias del Estado como la confianza (no menos heredada) en que, sin hacer mucho, la coincidencia de que hubiera millones de chinos consumiendo soja en un extremo del planeta y un puñado de argentinos produciéndola en el otro operaba el milagro del crecimiento continuo. El hecho de que Argentina haya triplicado sus exportaciones a China pero su participación en las importaciones chinas siga anclado por debajo del uno por ciento muestra las limitaciones de dicho abordaje. Así como hay quienes parecen disfrutar (a pesar del sufrimiento que esto trae aparejado) del desvanecimiento de la ilusión del desacople absoluto de las economías emergentes, es difícil disculpar la miopía de quienes, percibiendo la hinchazón de la burbuja financiera, no quisieron ver que el precio de las commodities corría el mismo riesgo de explosión. La falta de “innecesarios” planes “B” no encuentra otra explicación.
Del mismo modo, genuinas preocupaciones opositoras por la calidad institucional recubren mal y poco la prevención instintiva que genera cualquier política pública y la comodidad con la que se sigue pensando que el conflicto que provoca la intervención del Estado –capturando rentas extraordinarias de commodities o recuperando el control sobre las jubilaciones– es algo a evitar y no a producir. La expandida expresión “hacer caja” es un fenomenal ejercicio retórico que permite aglutinar todos los sentidos comunes de una época (los fines espurios, el despilfarro que produce el Estado, los intereses de los políticos como opuestos a la noción misma de largo plazo, la omnisciencia del mercado) y aplicarlos a cualquier política pública.
La energía que se necesitó para sacar de la Gran Depresión a los EE.UU. fue desatada mediante la combinación de un fuerte y duradero liderazgo político de Franklin D. Roosevelt con la puesta en práctica de la teoría de John M. Keynes, que esperaba en el banco de suplentes para relevar a la economía política clásica. Las elecciones del próximo martes probablemente se salden con la emergencia de un liderazgo comparablemente innovador, pero no parece estar a la vista la teoría económica de relevo (por caso, tampoco era tan visible al comienzo de los ‘30). El equipo económico de Obama se debate entre reincidir en la indolencia del mismo Robert Rubin que impulsó una desregulación a la larga suicida bajo Clinton o en retomar el enfoque más prudente del ex mandamás de la FED Paul Volcker y la visión mucho más intervencionista de Warren Buffet, el multimillonario que se ubica como uno de los hombres de mayor confianza del candidato demócrata. Lejos de reflejar la radicalidad que tuvo la invención práctica de la política pública bajo FDR, las opciones son de todos modos muy distintas. Obviamente, cuando las chances de un futuro redistributivo están en manos del hombre más rico de la Tierra es para pensar que hay algún problema. Pero que nadie rebaje a lágrima o reproche: la del martes es una elección, no una revolución, y sólo la condescendencia de los saciados puede subestimar el impacto de los cambios de la primera usando los patrones de la segunda.
La influencia que estos cambios pueden tener en el resto del mundo es enorme, y no se traduce en nuevas políticas, sino en nuevas ideas. Por caso, el New Deal generó, acompañó o legitimó una ola de fuerte intervención estatal; parcialmente en él se inspiraron –de forma explícita– desde Perón en la Argentina hasta Vargas en Brasil o Cárdenas en México. Lo cual no quita que, en otros sentidos, varios rasgos del New Deal norteamericano inhibían en verdad la expansión de otros “New Deals” en el mundo.
Eso es buena parte de lo que está en juego este martes. Cuando John McCain intenta mofarse de la noción de redistribuir la riqueza, sólo hace mofa de sí mismo. En circunstancias como las actuales, ese rechazo tiene tanto sustento real como la puesta en duda de la Ley de Gravedad. Más aún, el relato en el que ese rechazo se inscribe, resulta menos convincente que la idea del “diseño inteligente” a la que adhiere su compañera de fórmula. Es más verosímil la coexistencia del Homo sapiens con los dinosaurios, que la superación de la crisis en los EE.UU. sin un Estado revitalizado y relegitimado.
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