EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Digan lo que digan, o callen lo que callen, Hugo Chávez se perfila para ganar cómodo las elecciones regionales de hoy. Si fuera al revés, Venezuela seguramente estaría llena de cronistas del primer mundo transmitiendo en vivo para las grandes cadenas lo que sería descrito como un acontecimiento histórico para la democracia de ese país.
Pero no. Hoy votarán 17 millones de venezolanos para elegir 24 gobernadores (incluyendo el distrito capital) y 328 de alcaldías en todo el país para los próximos cuatro años. De las gobernaciones en juego, dos están en poder de la oposición, cuatro del chavismo disidente o crítico y 18 son controladas por el oficialismo. Si no hay grandes sorpresas, los analistas y encuestadores predicen que la oposición y el chavismo crítico combinados retendrán entre cinco y siete gobernaciones. O sea, como mucho ganarían una o dos en la cuenta final y tal vez salgan perdiendo esa cantidad.
Suena a poco a menos de un año de la peor derrota política de Chávez desde que asumió la presidencia, en 1999. Pasaron once meses desde que el caudillo bolivariano perdiera su primera elección, el referéndum para una nueva Constitución con cláusula de reelección indefinida. Esa vez el presidente cayó por menos del uno por ciento cuando tres millones de chavistas (o ex chavistas) se abstuvieron de votar.
Desde en entonces pasaron unas cuantas cosas en Venezuela.
Chávez moderó su histrionismo antinorteamericano en el escenario internacional, reafirmó o profundizó sus alianzas con países de América latina, Asia y Medio Oriente, les bajó los impuestos a los empresarios, unificó sus fuerzas bajo el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y nacionalizó los comicios haciendo campaña estado por estado a favor de sus candidatos. También metió la pata en Bolivia y echó mal a un funcionario de una ONG.
Por su parte, Manuel Rosales, el último candidato presidencial opositor, lejos de constituirse en alternativa con un programa y esquema de alianzas de alcance nacional, se refugió en su estado, Zulia, para aspirar a la alcaldía de la capital, Maracaibo, limitando sus aspiraciones a un regreso al cargo que ocupó entre 1996 y el 2000. La oposición sigue tan fragmentada como siempre, no hay coordinación entre las campañas y en muchos estados dividen el voto, facilitando victorias chavistas con menos del 50 por ciento de los votos.
Mientras tanto el referente del chavismo disidente, el general Raúl Isaías Baduel, considerado el gran ganador del plebiscito, dilapidó su capital político en su fracasada propuesta de volver a reformar la Constitución con un Gran Acuerdo Nacional, o algo así. La propuesta fue recibida por gran parte de la oposición como prueba de que las ambiciones de Baduel se parecen demasiado a las del líder carismático que pretende destronar. El chavismo disidente o ex chavismo es hoy la segunda fuerza nacional en poder territorial, pero a nivel programático no ha producido nada más sustancioso que la promesa de hacer lo que venía haciendo Chávez, pero mejor.
El mundo también cambió. La crisis financiera dejó sin argumentos ideológicos a la derecha, que en esta campaña se dedicó a criticar algunos aspectos de las distintas gestiones de los alcaldes y gobernadores chavistas, sin proponer ni tan siquiera discutir un modelo alternativo. A pesar de la abrupta caída del precio del petróleo, la crisis todavía no se ha hecho sentir en las calles venezolanas porque las cuantiosas reservas acumuladas durante el boom del año pasado le permiten al gobierno mantener el nivel de gasto público (por lo menos hasta después de las elecciones). Ese gasto a su vez permite incentivos empresariales para frenar la fuga de divisas, subsidios petroleros para la clase media y financiamiento para los programas sociales que benefician a los sectores más vulnerables.
Distinto sería el panorama en el 2009, cuando Chávez intentaría introducir nuevamente una cláusula de reelección indefinida en la Carta Magna, esta vez a través de la Asamblea legislativa que controla su partido. Si para entonces no se recupera el precio del crudo, esa campaña tendría lugar en un clima de dificultades económicas. Para mitigar esa circunstancia, el gobierno tendrá que mejorar su calidad de gestión.
En el fondo, lo que hoy se dirime es la posibilidad de Chávez de avanzar en el 2009 con sus reformas más radicales, incluyendo la reelección indefinida. Difícilmente la oposición logre frenar en seco a la revolución con un triunfo categórico en estas elecciones. A lo sumo, si logra suficientes victorias parciales en distritos clave como Miranda o Carabobo, al menos podrá aspirar a frenar el ritmo de la nacionalización de los medios de producción y servicios estratégicos que impulsa el presidente. Según Chávez, esas nacionalizaciones, que incluyen al sector financiero, son necesarias para ejecutar sus políticas redistributivas en esta etapa del proceso bolivariano.
En la anterior, que abarca los primeros años de su gobierno, consiguió la estatización de los cuantiosos y valiosos recursos naturales del país, consensuando una compensación económica con las empresas expropiadas. Con el dinero obtenido por la explotación de esos recursos no sólo costeó sus programas sociales, sino que avaló su proyección internacional como líder tercermundista a través de subsidios energéticos para los países más pobres de Latinoamérica y el Caribe.
Pero el tiempo pasa. A nueve años del inicio de la revolución bolivariana, el desgaste se siente y Chávez está lejos de sus picos de popularidad. Sin embargo, después de sobrevivir a un lockout petrolero, un intento de golpe, un boicot electoral, un referéndum revocatorio, después de pelearse con Estados Unidos, España y Colombia y de pulsear con distintos sectores del empresariado nacional y extranjero, Chávez mantiene un nivel de aprobación cercano al 60 por ciento. Los logros de su gobierno están a la vista y el sociólogo James Petras los resumió muy bien en un artículo reciente de rebelión.org:
“El gobierno de Chávez ha construido centenares de centros médicos y educativos y los ha puesto al servicio de las masas empobrecidas, ha reducido enormemente el desempleo, ha subvencionado los alimentos para los residentes en barriadas de ranchitos y ha aumentado los niveles de vida del venezolano de a pie... (ha creado) las ‘misiones’, las brigadas populares que promueven la alfabetización y los cuidados sanitarios; los consejos comunitarios, las universidades municipales, los bancos municipales patrocinados por el gobierno y el acceso al crédito blando... (ha logrado) la reciente nacionalización del acero, del cemento, de empresas bancarias; aumentos salariales para empleados del sector público y el fin de la escasez de alimentos”.
Con eso hace campaña Chávez. Con eso y con una verba amenazante que despacha al calor de atril. Trata a sus contrincantes de enemigos y traidores, denuncia supuestos complots para matarlo, llama a sus seguidores a tomar las calles.
Es que Chávez no tiene muchas buenas razones para portarse mejor. Hoy no tiene rival. La oposición no confronta ni debate ideas: sólo critica cómo el chavismo las pone en práctica. Ahí sí tiene mucho para decir.
La inseguridad es la preocupación número uno de los venezolanos según la encuestadora Datanálisis, y según el Washington Post Venezuela tiene el índice más alto de homicidios per cápita de toda Latinoamérica, por encima aun de Colombia, un país con regiones enteras en estado de guerra civil. Como buen líder de izquierdas, Chávez ha hecho poco para arreglar el problema. Ha demorado la puesta en práctica de su programa de policías comunitarias y la reforma de la policía federal, una fuerza con fama bien ganada de corrupta y autoritaria que precede la llegada del gobierno bolivariano, pero que no se ha alterado durante su transcurso.
Otra preocupación legítima de los ciudadanos es la inflación, que supera el 30 por ciento. Por primera vez desde la llegada de Chávez al gobierno, los aumentos salariales no pueden mantener el ritmo de la escalada de precios. Pero es difícil echarle toda la culpa al gobierno cuando el mismo fenómeno, con sus variantes, se repite a nivel mundial. También hay quejas por la eficiencia de servicios como la recolección de basura o el caos de tránsito, que la oposición intenta capitalizar. Según muestran las encuestas, la performance de las autoridades chavistas en muchos distritos dista de ser la ideal.
Por eso llama la atención que los sectores opositores, que controlan a casi toda la prensa escrita y a los canales televisivos de mayor rating, no hayan podido articular una respuesta más convincente ante la propuesta del oficialismo. La estrategia regionalista demostró ser insuficiente porque Chávez redobló la apuesta; su omnipresencia no hizo más que acentuar la acefalía de sus contrincantes.
No serán éstas las elecciones que decidan la suerte de la revolución bolivariana. Servirán para medir fuerzas y debilidades, liderazgos y estrategias, proyectos políticos y capacidad para llevarlos a cabo.
Le servirá a Chávez para recuperarse de una derrota dolorosa afinar su mensaje, calibrar el ritmo de sus reformas y renovar su fuerza a través de la depuración de sus funcionarios más ineficientes, según lo determine el veredicto de las urnas.
Y le servirá a la oposición para terminar de convencerse de que no basta con marcar los errores e ignorar los aciertos del gobierno para frenar la ambición hegemónica de Chávez, o si se prefiere, la marcha de la revolución, que no son lo mismo pero que hoy van de la mano. Mientras Chávez no consiga institucionalizar y hacer previsible el proceso que comanda, ni sus oponentes consigan derrotarlo con una propuesta superadora, episodios como el de hoy tendrán una relevancia relativa a la hora de hacer el balance final.
En cambio es posible ser más asertivo con respecto a las intenciones que el autoproclamado “periodismo independiente” esconde bajo su pretendida asepsia. Ninguna decisión es antojadiza cuando hay millones de petrodólares en juego. El año pasado ganó la oposición por un pelo y se armó un revuelo a nivel mundial. Esta vez le tocaría a ganar cómodo a Chávez y los grandes medios están calladitos.
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