Dom 08.02.2009

EL MUNDO  › EL LEGADO DE ROOSEVELT QUE SUPO CAPITALIZAR EL GENERAL HOY INSPIRA A LA CASA BLANCA

¡Obama y Perón, un solo corazón!

La alegoría de un Obama peronista, además, tiene el efecto involuntario de resaltar no tanto la improbable chance de que Obama haya leído a Perón, sino los trazos imborrables que Roosevelt dejó en el primer trabajador.

› Por Ernesto Semán

Desde Nueva York

Que Obama es una analogía caminando va en la cuenta de nuestras cobardías colectivas para imaginar en la política un futuro que no tenga los ropajes del pasado. Pero la alegoría de un Obama peronista, además, tiene el efecto involuntario de resaltar no tanto la improbable chance de que Obama haya leído a Perón, sino los trazos imborrables que Roosevelt dejó en el primer trabajador.

Los peronistas de la primera hora, los laboristas, los que queden, recordarán que el mítico cierre de campaña del ’46, el del llamado a elegir entre Braden o Perón, fue también una oda a Franklin Delano Roosevelt, donde Perón lo describió como “el gran demócrata norteamericano” que pasó años “batallando con la plutocracia confabulada contra sus planes de reforma social”, defendiendo “la idea de que la economía ha dejado de ser un fin en sí mismo para convertirse en un medio de solucionar los problemas sociales.”

De ahí que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner haya podido decir, algo en broma: “No sé si Obama habrá leído a Perón, pero déjenme decirles que se me pareció mucho”. A primera vista no es extraño que, aun si no lo leyó, a más de uno igual le suenen parecidos. Pero la insinuación también desnuda (además de la insoluble ansiedad por hallar la legitimidad propia en el reconocimiento del mundo desarrollado, ¡hasta cuándo se trata de un proyecto nacional!) un origen peronista mucho más diverso que el que detractores y admiradores suelen aceptar. Si a alguien Obama le hace recordar a Perón hoy, es porque a más de uno Perón le podía hacer recordar a Roosevelt en aquel entonces.

En la Argentina de esos años, el laborismo insistía en describir a Roosevelt, que había muerto en abril de 1945, como el último garante de los intereses de la clase obrera. La idea de que FDR jamás hubiera enviado a Spruille Braden a Buenos Aires era un poderoso argumento público contra el embajador norteamericano. En aquel discurso en el que zamarreó convenientemente a Braden, Perón no se privó de decir que “Roosevelt distaba mucho de ser, ni en lo social ni en lo político, un hombre avanzado”. Y la afirmación tiene su interés (y su parte de razón), si no por las verdaderas cualidades personales de ambos personajes, al menos por los avances que la democracia de masas registraba en ambos países para el momento que Perón, en mangas de camisa, se ponía al frente de una revolución social que generó pasiones igualmente intensas entre sus detractores y sus seguidores.

La calidad de la lectura de Perón de los cambios sociales que vivían los Estados Unidos sepulta a la de los analistas de hoy, que en un presidente norteamericano sólo condenan a un defensor del gran capital, o celebran su figura al frente de una cruzada civilizatoria del libre mercado. Era parte de un esfuerzo incipiente por inscribir su nacionalismo en clave de administrar un conflicto de clases. Cifrar en Braden un antinorteamericanismo contra los ricos y en Roosevelt un nacionalismo popular requería algo más que inteligencia. Tras el final de la Segunda Guerra, FDR podía ser un lugar común, una figura de una popularidad mundial frente a la cual empalidece la de Obama, pero si Perón podía asociarse a ella y sus opositores no lograban sacarse el salvavidas de plomo de Braden también era por las alianzas sociales sobre las que se montaban ambos.

Y si a Perón le resultaba fácil combinar las loas a Roosevelt con su formación militar y sus simpatías fascistas y germánicas con el Eje, también es porque la masiva intervención pública en la economía industrial y la idea de un Estado que podía controlar a la economía en nombre del interés general era un espacio más compartido de lo que se supone. Eran los tiempos, durante y al final de la Segunda Guerra, en los que la revista norteamericana Life se refería a Stalin como el “gran tío Joe que lideró la victoria” en el frente del este, y en Nicaragua el diario Tribuna Obrera de Somoza festejaba que “la URSS liderará el futuro de la humanidad.”

Eso duró poco, y en Estados Unidos el cierre de los espacios abiertos por el New Deal prenunció los esfuerzos periódicos por desmantelarlo al amparo de la Guerra Fría. El furor antinorteamericano que Braden inspiraba en el peronismo podía nutrirse de raíces nacionalistas varias, pero también iba de la mano del repliegue de las tendencias sociales más progresivas de Estados Unidos y del ascenso de una política exterior de fuerte intervención en los conflictos sociales de la región, casi indefectiblemente del lado de las elites locales.

En esa mínima baldosa, Perón articuló un proyecto que en parte por la variedad de sus fuentes, fue absolutamente original, y aún resiste los esfuerzos más o menos innobles por clasificarlo. En boca de un gobierno que ha renovado su fe en el peronismo con el sobretono de la pasión tardía, las usuales comparaciones son una forma de resaltar las similitudes que pueda haber entre las políticas de ambos gobiernos hoy. Y la inspiración común en la necesidad de rescatar un activo rol del Estado en la economía puede ser, por cierto, un saludable punto de partida inspirador. Pero los instrumentos con los que Estados Unidos aún improvisa para enfrentar la crisis apenas si tienen reverberancias que puedan alimentar la idea de Obama como el primer Cabecita Negra.

En verdad, lo mejor que pueden esperar Obama o Kirchner es que les pase lo mismo que a Perón, y que de acá a medio siglo los analistas se sigan rompiendo la cabeza tratando de saber cómo interpretar lo que hicieron, en lugar de encontrar fácilmente el origen de sus acciones en políticas inspiradas a destiempo.

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