EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Es llamativo lo que Obama está haciendo para reactivar y fortalecer a los sindicatos. Llamativo porque acá los gremios desaparecen y resurgen según el signo del gobierno de turno, pero en Estados Unidos no levantaban cabeza desde la década del ’50. Desde entonces hasta hoy el porcentaje de la fuerza laboral afiliada a los gremios en ese país cayó del 35 al 13 por ciento y su influencia, otro tanto.
El golpe de gracia a lo había dado Ronald Reagan en 1982 cuando rompió la huelga de controladores aéreos, un gremio que paradójicamente lo había apoyado en las elecciones de 1980, cortando una larga tradición de alianza con los demócratas. Cuando estalló el conflicto Reagan le declaró la huelga ilegal y les dio a los controladores aéreos, que eran empleados federales, 48 horas para volver a sus puestos. Mientras tanto le ordenó al secretario de Transporte que empezara a entrenar en secreto a una dotación de carneros para reemplazar a los huelguistas. Cuando el plazo expiró, echó a 11 mil operarios y puso en su lugar a jefes, supervisores, controladores militares y del sector privado mientras los carneros terminaban su entrenamiento. El gremio se disolvió y nadie protestó mucho.
Para hacerse una idea de la magnitud del golpe asestado, basta decir que por su importancia estratégica, poder de negociación y posicionamiento en la jerarquía gremial, los controladores aéreos estadounidenses de los ’80, en una economía cada vez más volcada a los servicios, y en medio del boom de la aviación comercial, ocupaban un lugar comparable al que hoy ocupa el gremio de los camioneros en la Argentina. Claro que los sindicatos estadounidenses nunca manejaron la caja de las obras sociales, y nunca tuvieron el rol institucional que acá suelen darles los gobiernos peronistas.
La derrota de los controladores pareció confirmar la sabiduría del pensamiento único. La ortodoxia liberal había decretado que los gremios eran meros obstáculos burocráticos para la competitividad de las empresas norteamericanas en una economía globalizada, donde la tendencia al outsourcing a países del tercer mundo y el mercado negro de inmigrantes ilegales en la economía doméstica tornaban inviables y desmedidas las más elementales reivindicaciones sindicales. Además, dictaba la ortodoxia, de tanto negociar “privilegios” los gremialistas se habían vuelto genéticamente corruptos.
Durante ese largo período, los sindicatos en retirada se limitaban a reclamar por las condiciones sanitarias en los lugares de trabajo y no mucho más, y se mostraban impotentes ante la sangría de afiliados. Salvo alguna excepción como César Chávez, los héroes de la clase obrera no eran gremialistas. sino estrellas de rock como Bruce Springsteen, John Cougar y Bon Jovi, que lloraban mucho pero no proponían nada. Para el norteamericano medio el sindicalista era un gangster de película, como Jack Nicholson haciendo de Jimmy Hoffa.
Ahora, tras más de medio siglo de políticas hostiles hacia las organizaciones laborales, incluyendo las de administraciones demócratas que en otras áreas fueron progresistas, Obama ha dado muestras de querer revertir la tendencia.
Esa voluntad le ha generado no pocos problemas y resistencias en sus primeros días de gobierno. Obama es un hombre pragmático y resta ver cuánto capital político invierte en una puja que ya empezó a desgastarlo. Pero hasta ahora viene dando pelea con fuerza, tanto en los hechos como en la arena discursiva.
Esto empezó en la campaña presidencial, cuando Hillary y Obama disputaban el apoyo gremial en la primaria demócrata. Los demócratas siempre hacen eso, pero solían hacerlo en voz baja porque sabían que esos apoyos tan necesarios en la interna partidaria se le volvían en contra en la elección general. Esta vez no. Los dos candidatos dijeron y repitieron hasta el cansancio que para motorizar la economía era necesario fortalecer a los gremios.
Obama y Hillary no sólo reivindicaron el rol histórico de los sindicatos como representantes de los intereses de los trabajadores, sino como el de toda la clase media. Y además se comprometieron públicamente a apoyar, lo mismo que el vicepresidente Biden y la secretaria de Trabajo Hilda Solís, la principal demanda de los sindicatos. Se trata de un proyecto de ley, que Obama firmó en el Senado, que reformaría el proceso por el cual los trabajadores de una empresa acceden a la representación gremial.
Hasta ahora el sistema funciona así: si un sindicato quiere organizar una empresa, debe obtener apoyo por escrito de al menos el 30% de la fuerza laboral. Una vez que junta las fichas, debe presentarlas en una oficina federal, el NLRB, que a su vez debe convocar y supervisar una elección, secreta pero dentro de la empresa, a la vista de los patrones, en un plazo de 42 días, prorrogable a pedido de la empresa, en la que los trabajadores votan por sí o por no la sindicalización, para la cual hace falta la mitad más uno de los votos.
Sucede que las empresas usan los períodos de campaña electoral para apretar y asustar a los trabajadores. Por un lado amenazan con cerrar la empresa si pierden la elección, por el otro estudios serios muestran que un quinto de los representantes gremiales eran despedidos de sus empresas durante el período de campaña. Incluso el Estado subsidiaba los “programas de desaliento laboral” que las empresas implementaban durante las campañas. Como los gremios ya conocían el sistema de aprietes, rara vez se presentaban ante el NLRB con menos del 50 por ciento de las fichas para no gastar sus energías en causas perdidas de antemano.
El proyecto de ley que apoya Obama, llamado Employee Free Choice Act (EFCA), elimina un paso clave del proceso. Bastaría con presentar el 50 por ciento de las fichas para obtener la sindicalización, sin tener que ir a elecciones, De esta manera los organizadores sindicales podrían organizar la fuerza laboral sin que la empresa se enterara, eliminando de hecho el período de apriete patronal.
Y la patronal no tardó en reaccionar. Lo primero que hizo, a través de sus representantes en el Congreso, fue trabar la confirmación de Solís, la única del gabinete que sigue demorada, argumentando que dio una respuesta evasiva cuando se le preguntó si apoyaba el EFCA, y porque Solís, hija de trabajadores rurales sindicalizados, había sido tesorera de una fundación que apoyaba el EFCA.
Por su parte, la poderosa Asociación Nacional Industrial le mandó una carta abierta al presidente, en la que le advertía, en tono amistoso, que no sería conveniente introducir un tema tan “divisivo” como el debate por el EFCA. “Este no es el tipo de tema sobre el cual se construye una relación”, señaló la asociación.
Pero Obama no se amedrentó. Además de mantener la nominación de Solís, a pedido de los sindicatos se puso al frente del rescate de las automotrices, que según los analistas financieros son “inviables”.
Encima de eso, el 30 de enero invitó a los líderes sindicales a la Casa Blanca, en un gesto que por su importancia histórica es comparable a la llegada de las Madres de Plaza de Mayo a la Casa Rosada a poco de asumir Néstor Kirchner.
Ese día Obama pronunció la ya famosa frase de que el fortalecimiento de los sindicatos no sólo no es un obstáculo, sino que es imprescindible para la recuperación económica. También dijo que la economía debe reconstruirse de abajo hacia arriba y no al revés, contradiciendo la teoría del derrame.
Ese mismo día, delante de los gremialistas, Obama lanzó la llamada task force para Familias Trabajadoras de Clase Media, una propuesta de la coalición de sindicatos Cambio para Triunfar, que se formó el año pasado para apoyar la campaña de Obama. La idea es crear un contrapeso dentro de la Casa Blanca para los lobbies financiero y empresarial, dijeron sus promotores. Queda por verse cuánto acceso al presidente tendrá la task force, pero el nombramiento de Biden para encabezarla parece una buena señal.
Ese mismo día, además, Obama firmó tres órdenes ejecutivas que eran reclamadas los sindicalistas. La primera eliminaba los subsidios estatales para los programas de desaliento gremial. La segunda invalidaba una orden anterior que exigía que las empresas sindicalizadas colgaran carteles en el lugar de trabajo alertando que los trabajadores tenían derecho a desafiliarse y explicando cómo hacerlo. (En cambio en las empresas no sindicalizadas no es obligatorio colgar carteles diciendo que los trabajadores tienen derecho a organizarse.) La tercera garantizaba la estabilidad laboral cuando los contratos federales se transferían de una empresa a otra, circunstancia que antes era aprovechada para aplicar despidos masivos.
Esta semana Obama abrió un nuevo frente de batalla cuando, a pedido de los sindicatos, introdujo la cláusula “Compre en Estados Unidos” en su paquete de estímulo económico. La cláusula prohibiría la compra de hierro y acero extranjero en los proyectos de obra pública incluidos en el paquete.
La propuesta fue aplaudida por Leo Gerard, presidente de la Unión de Obreros Metalúrgicos. “Es hora de que los patriotas económicos defiendan nuestro país. Hace falta que nuestras leyes se apliquen de manera agresiva para asegurarnos de que el dinero de los contribuyentes estadounidenses se use para generar empleos estadounidenses y para renovar nuestra economía”, declaró eufórico el sindicalista.
Pero la propuesta fue denunciada como proteccionista por la bancada republicana, la Cámara de Comercio de los Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y, en un llamativo giro liberal, el mismísimo Fidel Castro.
El viernes Obama rompió otro tabú cuando nombró a dos sindicalistas en su flamante equipo de asesores económicos de la presidencia, algo que no sucedía desde los tiempos del New Deal.
Así las cosas, habrá que ver cómo sigue la película. Lo que pase con EFCA servirá para medir el grado de compromiso del nuevo gobierno con la agenda sindical. Los votos están. Haría falta un empujón del Ejecutivo.
Si Obama quiere fortalecer en serio a los sindicatos, la pelea de fondo no puede demorarse mucho. Sólo un presidente fresco y en la cresta de la ola de aprobación popular puede enfrentar con alguna chance de éxito a los nenes de Wall Street y la patronal.
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