EL MUNDO › UN PERFIL DE JACOB ZUMA, ELECTO ESTA SEMANA EN SUDAFRICA
Polígamo, astuto, cambiante, imbatible en eso de ganar internas, el primer presidente zulú es un enigma político. Veterano de la lucha contra el apartheid, con diez años de prisión rigurosa, fue un hábil organizador de la resistencia. En el poder, quedó en medio del peor caso de corrupción jamás visto y hasta tuvo que zafar de una acusación por violación.
› Por Sergio Kiernan
Sudáfrica acaba de elegir a uno de los políticos más pintorescos, polémicos y contradictorios que tiene este ancho mundo, alguien que hasta en Africa sobresalta. Jacob Zuma, 67 años recién cumplidos, es un veterano militante contra el apartheid, un hombre con muchos años de prisión en el lomo, con cinco esposas, once hijos reconocidos y varios más que no, y la inveterada costumbre de decirle a cada audiencia exactamente lo que quiere oír. Famoso seductor, de mujeres y de públicos, Zuma acaba de zafar de una causa gravísima por un negociado millonario y de otra aun peor por violar a la amiga de su hija. Y para zafar de esa red le ganó la mayor interna jamás vista al ex presidente Thambo Mbeki, lo hizo renunciar a la presidencia y se quedó con el partido y la candidatura.
Jacob Zuma es el primer presidente zulú de un país siempre gobernado por boers o por la etnia mayoritaria, los xhosa. Nació en 1942, primer hijo de la segunda esposa de Nobhekisisa, un miembro del clan Zuma en las montañas de Nkandla, la mítica región de Kwa-Zulu-Natal que resistió al rey Shaka y fue el último refugio del mítico Cetshwayo y de incontables rebeldes. El pequeño Jacob estaba destinado a una vida de pastorcito nativo, pero recibió un segundo nombre legendario, Gedleyihlekisa, que es el resumen de la frase “no me quedo callado si alguien se hace el amigo con una sonrisa falsa”.
El pequeño Jacob era demasiado pobre como para ir a la escuela rural pero, al terminar el día de pastorear las cabras familiares, se juntaba con amigos más afortunados y les curioseaba los libros y los cuadernos. Medio que jugando, le enseñaron las primeras letras. Zuma cuenta siempre que es “autodidacta” y que su única maestra fue una pariente lejana que había terminado el secundario y le daba clases nocturnas. Fue en Robben Island, la prisión en el Cabo, donde Zuma terminó formalmente de alumno en la “Universidad Mandela” y el actual canciller sudafricano le terminó de enseñar realmente a leer y escribir en inglés.
La adolescencia de Zuma coincidió, en los años cincuenta, con el Alto Apartheid, el momento en que lo que era racismo duro pero informal se codificó en la ley y la Constitución. Sudáfrica era efectivamente independiente desde 1948, cuando por primera vez los nacionalistas afrikaner llegaron al poder, y en los años siguientes se creó el sistema de pases, el etiquetado étnico y las prohibiciones sistemáticas, detallistas y violentas para “apartar” a las razas. Fue cuando Zuma comenzó a despertar a la político.
Lo curioso fue que no se acercó, como la mayoría de sus vecinos, al nacionalismo zulú que nacía y terminaría en el Partido Inkhata. Zuma cuenta que fue por influencia de su medio hermano mayor, Muthukabongwa, que había peleado en la Segunda Guerra con los South African Rifles y volvió convertido a un nacionalismo mayor que el de la tribu. El paso ocurrió, como era de rigor en la época, en un espacio urbano: los Zuma tenían familia en las barriadas negras de Cato Manor y Greyville, en Durban, y el joven Jacob era visita frecuente. Su madre era sirvienta en una casa blanca de la ciudad y fue en sus calles donde Jacob habló por primera vez con militantes del Congreso Nacional Africano, el ANC. En 1959, con 17 cumplidos, Zuma se afilió.
Así como los cincuenta vieron el endurecimiento del apartheid, los sesenta vieron nacer la resistencia masiva y organizada. En 1960, el ANC y otros partidos negros lanzaron una campaña de repudio a las leyes de pases, que imponían pasaportes internos y permisos de residencia por zona para los negros. La represión fue feroz y terminó con la policía abriendo fuego contra una marcha en el pequeño pueblo de Sharpeville, al sur de Johannesburgo, y matando a sesenta y nueve personas desarmadas. Al día siguiente se declaró el estado de emergencia, dos mil militantes fueron arrestados –entre ellos el joven Nelson Mandela– y todos los partidos negros fueron declarados ilegales y pasaron a la clandestinidad.
Al año siguiente, Sudáfrica se declaraba república y salía de la Mancomunidad Británica de Naciones, que le criticaba el apartheid. El ANC decidía que la lucha política no era suficiente y creaba su rama armada, Umkhonto weSizwe, la Lanza de la Nación. El joven Zuma, que se había mostrado como un buen organizador sindical, se unía de inmediato.
La lucha armada nunca fue el fuerte del ANC, un partido profundamente político y poco militar, y los comienzos de la supuesta guerrilla fueron un desastre. Las redadas fueron incesantes y la organización estaba completamente infiltrada. Zuma fue arrestado en 1963, cuando trataba de salir del país con un grupo de militantes para entrenarse en el extranjero. La policía lo llevó a una notoria comisaría, la Hércules, especializada en casos políticos, y usando las flamantes leyes antiterroristas lo tuvo noventa días en solitario, en un ínfimo calabozo sin ventanas, en la oscuridad. Zuma recuerda que cada vez que lo sacaban del tabique, para interrogarlo, no podía enfocar la vista y no aguantaba la luz.
Los interrogatorios eran simples y brutales. Como Zuma no hablaba afrikaans, un policía nativo le traducía las preguntas. Nativos o blancos, los agentes de la seguridad interior le pegaban por igual. El ahora presidente electo recuerda que la primera frase que aprendió de la lengua boer era algo que un interrogador le decía siempre: Kaffir, hierdie is Pretoria. Dis is nie Durban nie. Wat dink jy, kaffir? Hier gaan jy praat. (Negro, esto es Pretoria. Esto no es Durban. ¿Qué te parece? Aquí vas a hablar). A los tres meses, Zuma fue a juicio en la Corte de la Vieja Sinagoga, donde el juez Steyn, un halcón jurídico, lo condenó a diez años de prisión. Así fue que, a los 21 años, el preso I/5268 llegó a Robben Island.
La isla es hoy una atracción turística de las más extrañas, con souvenirs como una camiseta con el número de prisionero de Mandela, cuya celda es un altar. La terminal de ferries es un museo de la lucha por la liberación y todo el conjunto es una suerte de templo político. A quince años del fin del régimen blanco, no extraña: todas las grandes figuras políticas de Sudáfrica o pasaron por Robben Island o estuvieron añares en el exilio. Zuma, de hecho, pasó por las dos experiencias.
En prisión, los prisioneros educados enseñaban a los analfabetos. El sistema educativo interno incluía debates, exámenes y hasta graduaciones para los que terminaban la “primaria” y la “secundaria”. Más de uno tuvo tiempo de “graduarse” de abogado o economista en las noches del penal. De día, todos picaban piedras, fabricando escombro y adoquines que todavía pavimentan calles del Cabo. El castigo por no cumplir la pena era un domingo sin la única comida que se comía en la isla, polenta fría.
Con treinta años cumplidos, Zuma fue liberado a fines de 1973 y pasó dos años rearmando las castigadas redes del partido en su provincia. Ya era un militante de rango, un veterano con una formación política enfocada e ideas afiladas en debate con los grandes del ANC: Mandela, Mac Maharaja, los hermanos Ebrahim. Exactamente qué hizo Zuma en esos años y después de 1975, cuando básicamente se muda a Mozambique, es un misterio. Mientras otros nombres se hacían famosos y simbólicos, como Chris Hani y Joe Slovo, el zulú se mantenía en la mayor clandestinidad. Lo que se sabe es que logró finalmente mejorar el sistema de entrada y salida clandestina de armas y militantes, y que se casó por primera vez, con Sizakele Khumalu, una vecina de su pueblo.
Pero Khumalu no lo acompañó en el exilio y para 1976 Zuma se casaba por segunda vez, con la azafata de Aerolíneas Mozambicanas Kate Mantsho. En 1980 volvió al altar con la pediatra Nkosazana Dlamini. Los matrimonios del exilio terminaron mal: divorcio de Dlamini en 1987 y, peor, el suicidio de Mantsho en 2000. Antes, durante y después, hubo toda clase de amoríos, noviazgos y “matrimonios guerrilleros”, con varios hijos que tuvieron un mayor o menor grado de reconocimiento.
Pese a tantas mujeres –un problema real en el ambiente más bien puritano del partido en el exilio–, Zuma fue escalando posiciones. Para los noventa, cuando el régimen comenzó a negociar en serio, el zulú era uno de los interlocutores principales, junto a Thabo Mbeki. Curiosamente, ambos fueron aliados por largos años en la feroz interna que pasa por vida partidaria dentro del ANC desde que llegaron al poder, en 1994. Diez años después, Mbeki era presidente y Zuma uno de sus vicepresidentes. Al mismo tiempo, estallaba el mayor caso de corrupción jamás visto en Sudáfrica, un país que puede ser injusto hasta el asombro pero es notablemente legalista y, a su manera, honesto.
Sucede que a fines de la era Mandela, el gobierno decidió comprar cinco mil millones de dólares de armas, buena parte en fragatas y tanques pesados. El proceso de adjudicación terminó en un escándalo trinacional –sudafricano, alemán y británico– renuncias hasta en el Parlamento y una estela de procesos legales que todavía continúa atormentando al partido. Con Mbeki presidente, en 1999, Zuma terminó en el centro del problema, con su contador personal detenido y eventualmente condenado a quince años por mediar coimas. Los dos viejos aliados eran ahora enemigos y el presidente quería librarse de quien percibía como un rival particularmente riesgoso. Es que Zuma tiene algo que Mbeki –atildado, intelectual, frío– casi ni puede definir. El zulú es carismático, seductor, un encanto. Mbeki logró hacerlo renunciar a su puesto como uno de los vicepresidentes.
En 2007, el presidente casi logra acabar con su rival cuando una amiga de una hija de Zuma lo denunció por violarla. El caso fue a juicio y el proceso terminó en una farsa. El acusado hacía actos y bailaba al son de su canción personal, “Pasame mi ametralladora”, y llamaba a sus seguidores a “influir” ante el tribunal. La corte sesionaba sitiada por manifestantes que juraban vengarse si su líder era condenado. Terminó absuelto porque su defensa “demostró” que el sexo extramarital había sido consensual y la acusadora cambió su testimonio. Zuma coronó el teatro admitiendo que había tenido relaciones sin usar preservativo y se había duchado enseguida porque “una buena ducha evita el sida”.
Lo que vino después fue la venganza. El mecanismo interno partidario ordena que el presidente del país también sea presidente del ANC y que, cuando designa su sucesor, éste toma la presidencia del partido como una preparación para el poder. Mbeki, por sorpresa, se presentó para la reelección aunque no podía tener un tercer término. Perdió de mala manera y el ANC eligió a Zuma como su nuevo presidente. El zulú le había ganado después de una década de interna feroz. Poco después, Mbeki renunciaba a la presidencia, que asumía otro de los vicepresidentes.
Fue entonces que la investigación comenzó a caerse a los pedazos: días antes de las elecciones, la unidad especial de la policía –Los Escorpiones– se presentó al juez diciendo que no tenía pruebas suficientes. Y fue entonces que las interminables contradicciones de Zuma comenzaron a notarse. Por ejemplo, que una mañana dijera en un acto en el campo que los homosexuales son repugnantes y que a la noche los elogiara como “parte de la lucha” ante un auditorio urbano.
Zuma pasó a ser uno de los hombres más poderosos de Sudáfrica y a tener gestos de gran señor. Por ejemplo, se compró un rebaño de cuernilargos, símbolo tradicional de riqueza, y se casó con otras dos mujeres más jóvenes que él. Las bodas, a fines de 2007 y de 2008, fueron en el más tradicional estilo zulú, con los novios bailando cubiertos con cueros, esgrimiendo un escudo y una lanza de combate.
Las elecciones de esta semana mostraron el formidable poder del aparato partidario que Zuma tanto hizo por construir. También mostraron que la oposición todavía no tiene un candidato que le haga sombra a la mística del ANC. Ni la pobreza, ni el desempleo, ni la corrupción, ni la vida irregular del candidato le bajaron el voto. Zuma es ahora el presidente de un país con desempleo astronómico, 18.000 asesinatos por año y una economía en el punto justo en que crece o cae. Ya se sabe que es un personaje, falta ver si es un estadista.
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