EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Llegamos a los cien días de Obama y hubo muchas cosas que cambiaron y muchas cosas que no. Obama fue protagonista en los dos escenarios en los que le tocó actuar, el nacional y el internacional, y salió airoso ante audiencias con gustos distintos y hasta opuestos, sintetizando las contradicciones con el mensaje de que es necesario cambiar, buscar otros caminos, mirar al futuro. Su estilo de liderazgo combina un instinto asesino para avanzar con reformas radicales y heterodoxas cuando las circunstancias lo permiten, con una racionalidad de ajedrecista para medir fuerzas y buscar la salida negociada, a mitad de camino, cuando esas fuerzas no lo favorecen. No parece estar plantado en un espacio ideológico, sino que se adapta a las circunstancias, encarando cada problema que se presenta con un enfoque multidisciplinario, en el que representantes de distintos sectores son convocados para debatir hasta consensuar una agenda, que pasa a ser la de la Casa Blanca.
El ingrediente ideológico, que no puede estar ausente de ninguna gestión, pasa por la elección de los sectores que Obama llama al diálogo, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Y esta elección inclina la balanza decididamente a la izquierda con respecto al gobierno de Bush. Lo cual, por supuesto, no es decir mucho. A nivel local, Obama ha recurrido a cuadros del movimiento gremial, cuyos líderes volvieron a la Casa Blanca después de décadas de destierro, para equilibrar la influencia de los representantes de los mercados que se enquistaron en las burocracias estatal y multilateral a partir de las presidencias de Ronald Reagan en la década del ‘80. A nivel internacional el gobierno de Obama ha reestablecido relaciones de hecho con Irán, Rusia y Cuba, y mejorado notoriamente el clima en varios frentes conflictivos, cumpliendo con la promesa que hizo el día de su asunción de extenderles la mano a todos los líderes del mundo, aun a los que mantienen el puño cerrado.
Para quien vivó una parte de los cien días dentro de Estados Unidos y otra parte afuera, es como si hubiera dos presidentes Obama, parecidos pero distintos, operando en simultáneo.
Para los estadounidenses, durante estos cien días, fue el símbolo de un cambio cultural que parecería marcar el principio del fin de las diferencias raciales en el país, después de una larga y dolorosa historia de explotación y discriminación. Algo cambió en Estados Unidos en el trato de la gente, en el orgullo de todos los que alguna vez se sintieron marginados y los que alguna vez lucharon por un mundo mejor. Hay un saltito en el caminar, un sentimiento en el decir, como que se dio vuelta una página y todos respiran más aliviados.
Se percibe una catarsis colectiva que se manifiesta en el interminable desfile de películas y programas de televisión dedicados al tema del orgullo negro y una mejora general en las relaciones raciales que no borran las tremendas asimetrías a nivel económico educativo y carcelario que se da entre los blancos y las demás etnias, pero que abre la puerta para toda una serie de debates y oportunidades difíciles de imaginar en medio de la revolución religiosa conservadora que tuvo lugar durante el gobierno de Bush.
Aun en los barrios más duros de Chicago se percibe una actitud mucho más abierta y amistosa que hace un tiempo. Durante los ’80 y los ’90, puebladas encabezadas por la comunidad negra habían quemado medio Los Angeles y dos veces barrios enteros de la ciudad de Detroit, y los latinos habían arrasado un barrio de Washington. Y en los ’60, ni hablar. Pero en los primeros cien días de Obama, en medio de la peor recesión, salvo alguna que otra toma de fábrica con el guiño del gobierno, no se ha visto ninguna reacción social.
Desde los guetos negros de las grandes ciudades, el efecto Obama se expande por todo el país, arrasando barreras raciales y socioeconómicas. Los principales museos del país están reformando su espacio y preparando exhibiciones permanentes para reflejar el impacto cultural de la llegada de un mulato a la Casa Blanca. Es como que el odio y la desconfianza entre blancos y negros bajaron un cambio y se generó otro clima, a partir del cual los estadounidenses de los distintos grupos de pertenencia están un poco más abiertos, más tranquilos, y se pelean menos.
En medio de ese clima de cambio de época que había llenado de simbolismo la ceremonia inaugural, a Obama le tocó jugar el rol de piloto de tormentas que lucha por sacar a su país de la recesión. Así se convirtió en esa figura omnipresente que dio la cara en los momentos difíciles para proyectar calma y garantizar medidas rápidas. Cuando se derrumbaban los mercados, cuando aparecían cifras record de desempleo, cuando se remataban las casas y desaparecían los ahorros, ahí estaba Obama, en la tele, en Facebook, en vivo, recorriendo los distintos rincones del país, saco al hombro, corbata desabrochada, camisa arremangada, contestando preguntas, mostrando preocupación, pero también haciéndose filmar en escenas de la vida cotidiana, jugando al básquet, corriendo con el perro, paseando con Michelle y las nenas, mostrando que la vida debe continuar, que no hay que tener miedo.
Sobre el final de sus primeros cien días, Obama consiguió proyectar la idea de que la crisis empezaba a ser superada, aunque los indicadores en los que se sostenía esa sensación eran frágiles, los efectos del paquete de estímulo todavía estaban por verse, y las cuestiones de fondo quedaban sin atender, por lo que nadie descartaba una recaída.
Si llega, no será sin aviso. La mayor crisis que Obama debió enfrentar en el plano doméstico fue a partir de la noticia de que la superaseguradora AIG les había pagado bonos millonarios a sus principales ejecutivos, siendo que el Estado había rescatado a AIG de la bancarrota a un costo multimillonario, y que el dinero para pagar los bonos provenía del Estado, más precisamente del bolsillo de los sufridos contribuyentes. Aunque el dinero usado para pagar los bonos era una fracción ínfima del total del paquete de rescate, y aunque los ejecutivos una vez descubiertos se ofrecieron a devolver el dinero, el tema armó un revuelo de proporciones, con líderes de la oposición reclamando la cabeza del secretario del Tesoro Tim Gaithner, precisamente porque mostraba de manera clara y sencilla el principal problema de la política económica de Obama, el dilema que sigue irresuelto después de sus primeros cien días de gestión.
Este es: ¿cómo va a hacer para lograr reformas significativas en el sistema financiero, como prometió durante su campaña, sin confrontar ni afectar los intereses de los gigantes de Wall Street, tal como garantizó con sus nombramientos y primeras medidas dirigidas al sector? Queda claro que Obama quiere fortalecer a las instituciones privadas que causaron el derrumbe financiero de su país. Su argumento es que dejarlas caer profundizaría la crisis.
Pero ese mismo sector financiero que recibió el beneficio de un rescate actúa de usina de pensamiento neoliberal, con resonancia política en un Partido Republicano supuestamente renovado y reconvertido en una máquina de transparente eficiencia, desprovista de fundamentalismos, lista para dar la batalla ideológica contra la vieja y maldita tradición de los “waste and spend democrats” que encarnan Obama y su déficit estratosférico que acaba de aprobar el Congreso de Obama, los demócratas que “gastan y pagan” en la tradición del viejo Roosevelt, sin entender que el mundo ha evolucionado hacia una sociedad de la información que no necesita las pesadas burocracias y los costosos programas del Estado de bienestar.
En su discurso por los cien días, Obama dijo que su principal deuda pendiente son precisamente las reformas de fondo para el sector financiero. Pero es difícil imaginar que pueda avanzar mucho cuando ya les solucionó el problema de liquidez y les sacó de las manos sus activos tóxicos, o sea que les removió los incentivos para someterse a una disciplina distinta. Es difícil imaginar la imposición de un marco regulatorio tan severo como el prometido desde el atril a fuerza de mimos y concesiones para que los bancos vuelvan a ganar dinero y para que no emigre el “talento de Wall Street”, como algunos asesores cercanos a Obama todavía llaman a los que fundieron a Estados Unidos. Difícil que lo haga con funcionarios como Larry Summers, su principal asesor económico, y Tim Gaithner, su secretario del Tesoro, cuando ambos provienen de –y mantienen sólidos lazos con– el sector financiero, ni hablar del jefe de Gabinete de Gaithner, que tuvo que conseguir una excepción escrita y firmada por Obama para ingresar al gobierno porque era lobbista nada menos que de Goldman Sachs, la firma que estuvo en el ojo del huracán del derrumbe financiero.
Antes que aprovechar el derrumbe para construir algo nuevo sobre sus cenizas, Obama parece haber optado por salvar lo que pueda del naufragio, convencido de que no existe alternativa a la economía de libre mercado, la economía de riesgo, aunque en esta etapa se requiera más vigilancia del Estado.
En el escenario internacional, Obama también pareció aprovechar el clima de cambio de época. Lo primero que hizo fue dar por cerrado el ciclo imperial estadounidense. En cuanto foro se presentó, reconoció errores y prometió que Estados Unidos ya no actuaría en el mundo de forma unilateral.
En la reunión del G-20 en Londres, en aras de un consenso, debió aceptar que Europa no apoyara su política expansiva por miedo a la inflación, y los países emergentes le impusieron una alternativa posible al patrón dólar, a través del financiamiento del programa de divisas del Fondo Monetario Internacional. En París debió aceptar que sus aliados de la OTAN prácticamente lo abandonaran a su suerte en Afganistán. En Beijing su canciller debió dejar de lado la agresiva política de derechos humanos de su predecesor, para rogarle a China que siguiera comprando bonos del Tesoro. En Trinidad debió mostrarse dispuesto a “aprender” de colegas latinoamericanos como Chávez y Morales, prometer el fin del intervencionismo y flexibilizar el embargo de Cuba. En Bagdad debió anunciar el repliegue norteamericano.
Pero al mismo tiempo que abdicaba, Obama intentó reconstruir el liderazgo de Estados Unidos en el mundo a partir de su componente moral. La condena a la tortura, el anuncio del cierre de Guantánamo, el fin de los programas de secuestros, vuelos clandestinos y escuchas ilegales, son todos gestos que apuntan en ese sentido. Con propuestas para sanear el medio ambiente, con novedosos programas energéticos y educativos, con la nueva agenda de derechos humanos, con el renovado impulso a la ciencia y los temas vinculados con derechos civiles, el gobierno de Obama claramente busca confirmar para Estados Unidos el sitial privilegiado que ocupa desde hace un siglo, más allá del pozo en que se hundió durante la presidencia de Bush.
Lamentablemente, a partir de ese liderazgo Obama se arroga el derecho de continuar la guerra contra la insurgencia talibán, a cuenta de la venganza por el atentado contra las Torres Gemelas. De este modo, el Obama imperial que marcha a la conquista de Afganistán, redoblando las tropas que había mandado Bush, parecería entrar en contradicción con ese amigo del alma que tanto impresionó a la comunidad internacional.
Van cien días de los que Obama fue protagonista absoluto. En ese lapso algunas cosas quedaron claras y otras no tanto. Hubo un giro a la izquierda, pero limitado. Hay deudas pendientes y contradicciones por resolver. Pero hasta ahora el acto funciona y sus dos audiencias siguen prendidas, esperando lo que vendrá.
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