EL MUNDO
› COMO SE VIVE Y MUERE EN ARAUCA, PROVINCIA ARMADA
Viaje a una tierra de nadie en plena Colombia petrolera
Alvaro Uribe aplica sus primeras medidas de emergencia en Arauca, provincia petrolera sembrada de guerrilleros y paramilitares.
Por Pilar Lozano
Desde Arauca
”Pensando y analizando –dice reflexivo Antonio, un campesino de Arauca, provincia nororiental de Colombia–, a la tierra la dañó el bendito tubo.” Se refiere a las compañías petroleras que, a mediados de los años ‘80, llegaron a esta zona de ganaderos, pescadores y agricultores. No es el único que piensa de este modo, es una idea que repiten campesinos, empleados y comerciantes de Arauca, Arauquita y Saravena, los afectados por las medidas de control impuestas por el gobierno de Alvaro Uribe. Desde el 3 de octubre, estos tres municipios se convirtieron, debido al estado de emergencia, en zona especial de rehabilitación.
Aquí, donde se entrecruzan corrupción, guerrilla, paramilitares, petróleo y cocaína, los militares tienen atribuciones judiciales y está prohibido el paso de extranjeros sin un permiso especial. La zona tiene un comandante militar; destituido el gobernador elegido en las urnas, el gobierno nombró un coronel recién retirado. En enero, 60 marines estadounidenses entrenarán un batallón encargado de proteger la infraestructura petrolera de los ataques guerrilleros. En Arauca se liga al tubo con el poder de los grupos guerrilleros y se asocian las regalías con la corrupción: en los últimos 10 años se evaporaron unos 800 millones de dólares procedentes del petróleo, según las cifras oficiales.
Sin tapujos, pero callando su nombre, un hombre dice: “Esta es tierra de mudos; los armados nos tienen humillados y arrodillados”. Hombres y mujeres de este departamento de 250.000 habitantes acusan al Ejército de Liberación Nacional (ELN) –la guerrilla que durante años estuvo dirigida por el cura español Manuel Pérez– de haber infiltrado la gobernación y las alcaldías, y de haber participado en el festín de las regalías. “En el monte se definían los contratos, los candidatos y los presupuestos. Las regalías alimentaron la guerra y los bolsillos de los políticos”, dice. Hoy, en un acto de reflexión colectiva, muchos araucanos miran hacia atrás: “Como no hubo vigilancia del Estado, ocurrió lo que ocurrió. Los jefes de los partidos se hacen los inocentes, pero avalaron lo que aquí sucedía”.
Por eso, muchos aceptan, aunque con reservas, las medidas adoptadas por el gobierno de Uribe: “Hemos vivido tantos años en la dolorosa... Vendrán días de más dolorosa, pues nos controlarán hasta el mercado; pero es posible que después nos lleguen los gloriosos”, afirma un campesino tratando de ser optimista ante el futuro. “Nos tocará resignarnos a llevar la cédula (de identidad) en la mano”, agrega. No portar el documento ya es un motivo de detención. Esa cédula es una de las obligaciones impuestas por los militares.
Dos semanas después de haber implantado las medidas, muchas preguntas siguen esperando su respuesta para este llanero de más de 70 años. “No entiendo bien lo que pasará; harán un censo y nos darán un carnet, pero pienso: ¿no será peligroso? La guerrilla, en algunas zonas, también carnetiza. ¿Y si lo ven a uno con el carné del gobierno? Este es un país de locos.”
Cuando se habla de la situación se manejan palabras como desorden, caos y mezcolanza. “Nos abandonaron muchos años, y no pueden reconquistarnos a la fuerza”, sostiene otro hombre que describe Arauca en términos brutales: aquí, durante años, lo “ilegal” fue lo normal. Allí, sobre todo en la década pasada, fueron a parar muchos vehículos robados; allí, a falta de Estado, los pleitos, hasta los conyugales, se dirimían en el monte ante los comandantes guerrilleros. Por esto, cuando ahora les exigen papeles -ya comenzaron los registros de vehículos– algunos piden plazos. “En un día no se puede ordenar lo que se permitió crecer desordenado por décadas”, dice sin ocultar su angustia. En los tres municipios que forman esta zona de rehabilitación se palpa la tensión. Se siente ese vacío absoluto que genera el no saber lo que vendrá. Por doquier deambulan ceños fruncidos, miradas esquivas y rostros duros, marcados por la desesperanza.
El mayor temor es que los militares los califiquen de colaboradores de la guerrilla, como sucede en las zonas donde los armados han creado un Estado paralelo. “Lo importante es que el pueblo vuelva a creer en las instituciones. Pero para creer en ellas, debemos sentirnos seguros. ¿Cómo puedo creer en el que duda de mí y me sindica? –se pregunta una líder regional–. El ejército debe juntarse con el pueblo, no ir contra él.”
En la base de la Brigada XVIII, con sede en Arauca, creada hace cinco años para proteger la infraestructura petrolera, el coronel Rico, encargado de atender a la prensa, responde lacónicamente cuando se le pregunta si el ejército estaba preparado para las nuevas funciones. Tras mucho insistir, se explica: “Se nos triplicó el trabajo; nos dieron funciones nuevas”. Sobre su escritorio, y subrayado con marcador, tiene una copia del decreto del estado de emergencia, que crea las zonas de rehabilitación y consolidación. “Los ojos del mundo están puestos en nosotros; vamos a cumplir con la ley, letra a letra. Vamos a trabajar en perfecta coordinación con las entidades de control (fiscalía y procuraduría)”, asegura el militar.
Ya han estallado protestas por detenciones arbitrarias en Arauquita. Su alcalde, Orlando Ardila, afirma que tres de los capturados son personas de bien. “Me da miedo de que paguen justos por pecadores. Se pueden cometer excesos; el espionaje militar es débil”, asegura. Ardila, como todos los alcaldes de la provincia, está amenazado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), grupo que controla las áreas rurales del departamento. A las cinco de la tarde sale de su oficina. Teme un ataque con cilindros (morteros caseros) repletos de metralla. Jamás duerme en la misma casa y viaja constantemente a la capital, Bogotá, donde tiene escolta policial permanente. Al día siguiente de nuestra visita fue asesinado en medio de la calle el inspector de policía de este pueblo de 10.000 habitantes. La alcaldía declaró el luto y cerró las puertas; nadie se atrevía a señalar culpables. Igual que el alcalde de Arauquita, muchos creen que la clave es el dinero: “Si hay inversión social valen la pena las medidas”, y hablan de carreteras (las pocas existentes están en pésimo estado), créditos y alternativas de producción.
Antonio, el campesino, se desvela pensando en lo que ocurre en su tierra, y dice: “La violencia no es la salida de un país que quiere progresar”. El es uno de los beneficiarios del proyecto El Alcarabán, patrocinado desde hace cuatro años por la Occidental de Colombia y la estatal Ecopetrol. “La violencia nos desmotiva”, asegura, y explica que su sueño es criar pollos, “pero vuelan dos o tres torres, nos dejan sin luz, y se frena el proyecto”.
Para algunos, el peor de los males de la región es la coca: encareció todo; no hay quien trabaje como jornalero en los cultivos de cacao o bananas. “No podemos pagar lo que se paga por raspar la hoja.” Es una queja generalizada.
Se calcula que las hectáreas sembradas de coca en la región superan las 12.000. Las FARC controlan el mercado, aunque paramilitares (autodefensas) y elenos tratan de ganar tajada en el negocio.
Los que abandonaron sus cultivos de yuca y bananas y cambiaron los potreros de ganado por coca están preocupados. No sólo sienten que trabajan para los armados –que les cobran impuestos y, en definitiva, son los únicos que ganan–; saben que, tarde o temprano, llegará la fumigación y con ella la hambruna. “Nadie plantea alternativas”, denuncian.
Ya se sienten los efectos de la caída del negocio. Hace dos semanas detuvieron a l7 personas, entre ellas políticos y pilotos. Se los acusa deformar parte de una red de narcotraficantes. La noticia de esta masiva detención alimentó las charlas del fin de semana. “La ocasión hace al ladrón”, afirma alguien dando a entender que éste, como todos los males, creció sin oposición alguna del Estado ante los ojos de ejército y policía y con la bendición de los dirigentes políticos nacionales.
“Estoy de acuerdo con las medidas, pero de la misma mano deben llegar soluciones”, dice un hombre de negocios de Saravena. El comercio ha caído en un 70 por ciento. Entre otras razones porque la decisión de acabar con el contrabando de gasolina también es radical. Como todos los departamentos fronterizos con Venezuela, Arauca ha vivido durante años de la gasolina contrabandeada desde el país vecino. Las autoridades persiguen a los pimpineros, como llaman a los negociantes ilegales de combustible, pero no llega gasolina nacional. El transporte subió, la gasolina escasea y todos saben que la poca que entra sigue para atrás –como llaman lo que está al sur del tubo–, es decir, que es ilegal. El ejército, que encabeza la campaña contra el contrabando, también se abastece de ese combustible venezolano; no hay otra alternativa en Arauca.
Este año, las FARC, con sus garrafas de gas repletas de metralla, han destruido 40 edificaciones, entre ellas el aeropuerto, la alcaldía, la fiscalía y el banco. El parque dejó de ser un lugar de citas; hoy todo el mundo evita pasar por allí. “La frontera de guerra se han ampliado”, comenta el guía. La trinchera hecha de costales y ramas para proteger el cuartel de la policía se ha ido extendiendo en medio de las ruinas de las construcciones vecinas y ya cubre un costado del parque.
La rabia contra las FARC, la guerrilla más antigua del país, aumenta con cada ataque. Este año llevan 57. Saravena está inundada de cientos de caras esquivas. Los hombros se contraen cuando un extraño pregunta. Hay quienes se atreven a confesar en voz baja: “Las medidas son pocas; todo lo que les encubrimos (a la guerrilla) y miren cómo nos tratan”.
Las FARC llegaron antes de la bonanza petrolera. Vivieron de los secuestros de ciudadanos venezolanos. Desde que se rompió el proceso de paz, en febrero de este año, arreciaron los ataques en la región y aumentaron los cultivos de coca. Los elenos llegaron poco después, a comienzos de los ‘80, y –lo sostienen historiadores– engordaron sus arcas y sobrevivieron gracias a la jugosa vacuna (peaje) que les pagó la empresa alemana Mannesman a cambio de permitirles construir el oleoducto. No se descartan otros pagos a la guerrilla por parte de las petroleras.
Y en esta reflexión colectiva en la que parece sumida Arauca, los más viejos miran atrás y hablan de cuando que la motivación de la guerrilla era buena. “La gente salía a los paros que ellos organizaban para exigir carreteras, luz...”. Y concluyen, con un dejo de nostalgia: “Ya no miran ningún futuro que defienda al pueblo. Las compañías extranjeras están mejor que nunca y nosotros, más pobres”.
Los paramilitares aparecieron hace un año. Entraron por el sur, por los llanos de Casanare, zona también petrolera. En ese tiempo asesinaron a más de 100 personas en Tame, un municipio a pie del monte. Hoy están en cuatro de los siete municipios de la región: Arauca, Fortul, Tame y Cravo Norte.
Donde llegan aumentan también los cultivos de coca. Donde no han llegado aún se extiende el temor: “Los paracos son el problema más serio que tenemos... Se va la guerrilla y llegan ellos con sus listas y se da la matazón del siglo”. Ya circula una con más de 300 nombres apuntados y divididos entre los sentenciados a pena de muerte y los que aún tienen la posibilidad de rectificar. No se sabe si este listado de señalados es cierto o no. O si es alguien que trata de aprovecharse en medio del río revuelto.
Una líder de la región se seca las lágrimas cuando repasa los nombres de todos los muertos que han dejado en el camino los tres grupos armados. En la lista hay periodistas, políticos, líderes sociales, campesinos... Y unobispo asesinado por el ELN hace 13 años. Hace dos, los elenos prohíben la peregrinación que, cada 2 de octubre, sale de 24 parroquias para recordar a este alto prelado.
En la larga lista de los muertos figura también Octavio Sarmiento, político de la Unión Patriótica, grupo de izquierda, nacido de otro fallido proceso de paz en 1984 con las FARC. Los paras llegaron a la finca de este hombre de 69 años, le ordenaron recoger el ganado y cuando terminó, lo mataron... Y figura el presidente de la Cámara de Comercio, asesinado días después de encabezar una marcha de antorchas contra las acciones violentas de las FARC que, a veces, han dejado la provincia sin luz.