EL MUNDO › OPINION
› Por Gabriel Puricelli y Ernesto Semán
Los daños que el reinado de Silvio Berlusconi le ha producido a la política en Italia desde mediados de los ’90 son muchos y conocidos. Pero su última contribución al deterioro del espacio público ha sido novedosa y, si se quiere, involuntaria: la iniciativa de El País de Madrid de publicar fotos de su vida privada a días de los comicios parlamentarios europeos marcó el ingreso del diario español a la prensa amarilla por la puerta grande. Desde entonces, cualquier discusión sobre las políticas públicas quedó sepultada tras una (para peor, fallida) polarización moralista en la que el jefe del gobierno italiano es acusado, mayormente, de ejercer su libertad. Il Cavaliere no podría haberlo pensado mejor.
El suplemento especial “Anatomía de Berluscolandia” que El País publica en castellano, inglés e italiano, intenta caracterizar la escena en la casa privada de Berlusconi, aunque en la abundancia de su despliegue y de su prosa lo que denota es el ánimo de la cobertura. “Jardines infinitos, lagos artificiales, órganos sexuales al aire, juegos lésbicos, efectos especiales, pizza y helado gratis... Un geriátrico lleno de cuerpos imponentes. Las fotos censuradas en Italia por iniciativa de Silvio Berlusconi muestran la rutina desinhibida de la mansión sarda del jefe del gobierno, en la Costa Esmeralda de la isla de Cerdeña”, se desgañita el diario desde Madrid, con el horror y la fascinación del Bosco frente a su Jardín de las Delicias.
En una generosa serie de fotos se puede ver a los invitados junto a Berlusconi, un amplio arco que va desde modelos hasta el ex primer ministro checo, Mirek Topolanek. El cronista toma fuerza para describir los lujos paisajísticos de las sesenta hectáreas, pero está horrorizado por el pecado, “por las caras más inocentes y bonitas, aspirantes a modelos, actrices, vedettes, majorettes, presentadoras que han pasado por Villa Certosa”. El País, sobre todo, se agita ante el entartete Kunst de “los bungalós que el dueño pone a disposición de sus invitadas (siempre más chicas que hombres, proporción de 4 a 1)”.
Sacando los obvios perjuicios de una dieta a base de pizza y helado ilimitados, es difícil saber cuál es el problema del diario con todo lo demás, si no fuera por el tono escandalizado del diario frente a los juegos lésbicos, la inflexión clínica para hablar de “órganos sexuales”, la incomodidad frente al desarreglo generacional. Berlusconi confunde libertad con libertinaje, eso sí le queda claro al lector de lo que supo ser uno de los mejores diarios europeos, y que hoy tamborilea mal y tarde los mismos compases que el fanatismo religioso norteamericano perfeccionó hace una década contra Bill Clinton.
Al menos, la cruzada cultural de la derecha ha sido frontal y sincera, horrorizada por la decadencia moral con la que el secularismo erosiona al viejo orden. “¡Ah, no, pero lo nuestro es diferente!”, clama El País, bien adentro de su cobertura y en la circunspección de su página editorial. El problema con Berlusconi, dice el diario de Madrid, es su decisión de prohibir la difusión de las fotos, así como el uso de fondos públicos para trasladar invitados a su mansión. De más está decir que la censura de Berlusconi es deleznable y forma parte del apilado de poderes públicos y privados con el que ha consolidado una distopía corporativa asfixiante. Pero cualquier lector que no hubiera estado asfixiado por el tono de El País podría haber notado la distancia entre demandar la libertad para publicar las fotos y la decisión de publicarlas, y la distancia aun mayor entre publicarlas y hacer de ellas el centro de una cruzada moral. Si a El País en verdad le preocupa tanto que Berlusconi use aviones del Estado para trasladar a sus invitados (una muestra totalmente inexpresiva del desfalco que su gobierno corporativo ha infligido a Italia), qué diferencia hace que las invitadas sean hétero u homosexuales, o si el primer ministro checo pasea su desnudez o se disfraza de Oso Yogui.
El País no se hace esas preguntas. La libertad de prensa, la privacidad, el uso de bienes públicos para fines privados, la riqueza del debate público, la libertad para ejercer puertas adentro lo que a cada uno le plazca, la competencia entre los bienes públicos en cuestión quedan obliterados en el “escándalo”. Esclarecida la legalidad de su acto, el diario no tiene tiempo para pensar sobre el sentido del mismo. No duda, y se jacta de eso. El País atosiga el espacio público europeo con un tono alarmado, se complace con cómo Berlusconi pierde unos pocos puntos en unas elecciones que la oposición no logra ganar ni con la ayuda no buscada de Torquemada, menciona hasta el hartazgo la palabra “escándalo” y calma las conciencias de las almas puras sazonando la crónica aquí y allá con las referencias al uso indebido de fondos públicos.
Entre las muchas víctimas del escándalo de El País, la inteligibilidad de la vida política italiana es una de las primeras sacrificadas en el altar de la libre opción por el amarillismo despolitizante. La excitación con el puticlub sardo presenta como siniestro lo que, para muchos, aparece como el lado amable del primer ministro. La polarización moral deja poco espacio para discutir las políticas públicas con las que Italia entra a una crisis económica continental. Berlusconi acaba de decir que no puede “aceptar que cuando circulamos en nuestras ciudades parece que estuviéramos, y me ha sucedido en Milán, en una ciudad africana y no en una europea”, pero, ¿cuánto puede importar frente a la barbarie de unos órganos sexuales al aire?
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