Dom 12.07.2009

EL MUNDO  › DERECHOS HUMANOS

Como en los ’80

› Por María Laura Carpineta

Hacía 20 años que Bertha Oliva no sentía la frustación e impotencia total de no poder salir a la calle a la noche, hacer una denuncia ante la Justicia o ir a una manifestación sin el temor de no volver. “No hay palabras para describir lo que estamos sintiendo, es la oscuridad de los años ’80 otra vez..., lo que más temor me da es que no encuentro una salida dignificante para el pueblo hondureño.” La voz de la coordinadora del Comité de Familiares de Detenidos-Desaparecidos en Honduras (Cofadeh) se quiebra del otro lado del teléfono. Está cansada y sin esperanzas, reconoce. El jueves se vio en su oficina con David Murillo, el padre del joven que fue asesinado por un francotirador el domingo cuando el presidente Manuel Zelaya intentaba aterrizar en Tegucigalpa. Le prometió que lo ayudaría a hacer justicia y quedaron en ir juntos al día siguiente a la Fiscalía Nacional para reclamar una investigación. Al salir de la sede del Cofadeh, la policía lo detuvo por una presunta orden de captura emitida hace dos años. Aún no tienen noticias de él.

La organización tiene confirmadas cuatro muertes y más de 500 detenciones desde que se impuso el Estado de sitio hace una semana y se suspendieron las garantías individuales. La mayoría de las personas ya fueron liberadas, pero la situación en el interior del país, prácticamente aislado de la capital por tierra y aire, sería peor. “El viernes hubo un paro total en los departamentos del norte, pero casi no nos enteramos”, se quejó la defensora de derechos humanos.

A Murillo la policía se lo habría llevado a su departamento natal de Olancho, en el oeste del país. El pastor evangélico de 57 años y padre de otros once hijos es un veterano militante ambientalista y conocido enemigo de las poderosas madereras de la zona, entre ellas la de la familia del presidente Zelaya. “Desempolvaron una orden de captura de 2007 por supuestas amenazas a empresarios, una mentira con la que lo presionaban para detener sus protestas en Olancho”, aseguró Oliva.

La orden de captura existe, reconoció, pero hacía dos años que la policía la ignoraba. “Usan la ley cuando quieren y como quieren”, señaló. La historia no es nueva para la mujer de voz dulce. Hace 28 su esposo, el dirigente comunista Tomás Nativí Gálvez, fue secuestrado por los escuadrones de la muerte. Ella estaba embarazada de cuatro meses de su único hijo, pero igual lo buscó en todas las comisarías, fiscalías y hospitales. Cuando se dio cuenta de que las instituciones no eran más que las fachadas de una democracia comandada aún por los militares que habían dejado formalmente el poder a finales de los ’70, se juntó con otros familiares de desaparecidos y fundó el Cofadeh.

“Hoy estamos viviendo la consecuencia de la impunidad de los últimos 20 años. A pesar de los casi 200 desaparecidos de los ’80 y de todos sus horrendos crímenes, los militares pueden volver con la imagen limpia como si nada hubiera pasado”, aseguró Oliva, sin poder contener la bronca.

Con la llegada de los años ’90 y el final de la doctrina antisubversiva, los militares comenzaron a perder terreno en la arena política. Perdieron el servicio militar obligatorio y su abultado presupuesto fue recortado a uno acorde a las posibilidades de un pequeño país, cuya mitad de la población está sumergida bajo la línea de la pobreza y cuyas amenazas sociales más urgentes no se solucionan con las armas, sino con trabajo y educación.

Sin embargo, los sucesivos gobiernos democráticos evitaron confrontar abiertamente con los militares. Se abrieron algunos juicios de la verdad y se emitieron varias órdenes de captura, pero nunca se alcanzó una condena. Los militares lograron que la Justicia cambiara las carátulas de las causas de secuestro y detención ilegal. La figura de de-saparición forzada nunca pudo ser aplicada porque no existe en el Código Penal hondureño.

Gracias a esa impunidad, los militares volvieron a tomar las riendas del poder. Controlan todos los poderes –el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial– y, con el Estado de sitio, tienen vía libre para hacer lo que quieran. “Estamos totalmente desprotegidos. Lo único que nos queda es el apoyo internacional”, sentenció Oliva.

A diferencia de las dictaduras pasadas, hasta el momento los militares no se lanzaron a una cacería desenfrenada contra los opositores y los campesinos e indígenas que protestan en todo el país. Pero Oliva teme un escenario peor. “No sólo se reprime con balas y desapariciones; el miedo puede ser tan o más efectivo. Cada vez hay más gente que se esconde y, como nos enseñó la historia, el silencio nos sepulcra más rápido que las armas.”

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