Dom 12.07.2009

EL MUNDO  › HUGO LLORENS, EMBAJADOR DE EE.UU. EN HONDURAS

El rol de La Embajada

Desde hace casi un año, un diplomático que fogoneó el golpe contra Chávez e hizo lobby en Buenos Aires se sienta en la principal delegación en Tegucigalpa. Y cómo se está notando.

› Por Ernesto Semán

Desde Nueva York

Una de las primeras cosas que podría hacer Barack Obama para mejorar su capacidad de maniobra en Honduras es prescindir de los servicios de su embajador en Tegucigalpa, Hugo Llorens. Aliado interno de Otto Reich y Roger Noriega en el Departamento de Estado, Llorens fue el director de Asuntos Andinos en el Consejo de Seguridad Nacional durante el golpe contra Hugo Chávez en el 2002, intentona en la que recién ahora Estados Unidos acepta haber colaborado. El actual embajador en Honduras salió de ese cargo para ocupar un sillón en la embajada norteamericana en Buenos Aires, desde donde hizo lobby sobre el gobierno argentino a favor de la empresa Ciccone Calcográfica, que a esa altura acumulaba un verdadero record de problemas con el Estado argentino.

Si, como es probable y razonable, el gobierno de Obama espera que su política permee de a poco las capas geológicas de golpismo acumuladas en la burocracia del Departamento de Estado, los sucesos de Honduras deberán cargarse a la cuenta del aprendizaje de Llorens. A primera vista, su reacción inmediata ante el golpe contra el presidente Manuel Zelaya fue sorprendente, haciendo un enérgico repudio y un pedido por la restitución inmediata del “presidente legítimo”. El líder golpista Roberto Micheletti hizo saber por todos lados que estaba sorprendido por la reacción mundial en su contra, pero en particular por la de Estados Unidos. En verdad, razones no le faltaron para la sorpresa; el subtexto obvio de su comentario era que creía contar con algún guiño de parte del gobierno norteamericano. Punto en el que queda claro que Llorens la pifió fiero en algo y lo dejó a Micheletti en ascuas: o sobreestimó su propia capacidad de maniobra dentro del Departamento de Estado para motorizar una acción contra un aliado de Chávez, o subestimó el cambio de rumbo de la actual administración.

Las analogías con el golpe contra Chávez del 2002 son múltiples. Los militares venezolanos junto con los hombres de negocio que participaron del golpe recibieron asesoramiento y empuje de Estados Unidos. Cuando el golpista Pedro Carmona anunció que era el nuevo presidente, el subsecretario para América latina, Otto Reich, reunió en Washington a todos los embajadores de la región para afirmar que Estados Unidos apoyaba el derrocamiento de Chávez. Con Llorens al frente de la dirección de Asuntos Andinos del Consejo de Seguridad Nacional, Reich había enfatizado ante el Congreso de su país que en la remoción de Chávez se jugaba mucho más que la democracia en ese país. Estados Unidos no condenó el golpe hasta varios días después, cuando las fuerzas armadas venezolanas se realinearon detrás de Chávez y éste reasumió el cargo.

Meses después, Llorens dejó el Consejo de Seguridad Nacional para ser el segundo en la embajada en Buenos Aires, debajo de Lino Gutiérrez. Desde allí fue la cara visible de un lobby en favor de la empresa norteamericana Cogent que, en sociedad con Ciccone, aspiraba a un negocio de la digitalización de huellas dactilares y la seguridad informática. Para entonces, Ciccone tenía una extensa ristra de deudas con el Estado, con el que empezó a trabajar durante la última dictadura, cuando imprimió las entradas para el Mundial de 1978.

En Tegucigalpa, Llorens está desde hace menos de un año. Si el embajador les hizo un guiño de antemano a los golpistas (al menos, seguro que no se desesperó por evitar el golpe), la reacción de su propio gobierno lo obligó a rectificar el rumbo (quizá la mayor diferencia con el caso venezolano es que las fuerzas armadas hondureñas son mucho menos permeables a la opinión pública, interna o externa). Pero aun así, muestra la resilencia de la burocracia pública y los formidables obstáculos que cualquier gobierno puede tener para imponerle una nueva dirección. Para una camada de funcionarios formados en la cruzada de combatir a Chávez y cualquiera de sus aliados en la región bajo el escudo de la amenaza a la seguridad nacional, los gestos del gobierno de Obama son leídos con el escepticismo de quien se reconoce como parte de un poder permanente.

Y en eso, el Departamento de Estado es un gran ejemplo. Los estados son lentos para cambiar, pero a la vanguardia de la pereza están los ministerios de Relaciones Exteriores. Regla de la que no está exenta la Argentina, por ejemplo, donde seis años de kirchnerismo no impidieron la supervivencia de especímenes fosilizados en la estructura de la Cancillería. Incluso algunos lograron avances inesperados, como el embajador Juan Carlos Kreckler. Acorde con el modesto poder de un embajador argentino en Viena, Kreckler no tuvo chances de promover un golpe de Estado como Llorens, así que se conformó con calificar en el 2000 al líder neonazi austríaco Joerg Haider como “un demócrata”. Este año, fue premiado con la misma dirección de ceremonial que supo ocupar durante la gestión de Carlos Menem. Si en la dimensión casera de la Cancillería argentina el sistema de premios y castigos es tan esquivo, la burocracia del Departamento de Estado le opone toda la resistencia imaginable de la materia a la penetración de nuevos elementos.

Es probable que los hechos de estos últimos días hubieran sido distintos si otro hubiera sido el embajador de Estados Unidos en Tegucigalpa. Lo cierto es que, nombrado por George Bush, Llorens estaba haciendo sus primeros palotes como jefe de misión en un lugar menor dentro de la estructura de la cancillería norteamericana comparado con casi cualquier otro país en la región. El tipo de cargo frente al cual un secretario de Estado, si lo recuerda, puede pensar que tendrá más problemas promoviendo un cambio que absorbiendo la herencia. Una verdad irrefutable, hasta que deja de serlo.

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