EL MUNDO › LA CRISIS HONDUREÑA ENTRA EN TIEMPO DE DESCUENTO
› Por Santiago O’Donnell
Más allá del alto drama que se vive en Honduras y de la cuidada puesta en escena que lució San José de Costa Rica, la suerte de Honduras se decide en Washington. Lo dijo el canciller de Lula, lo dijo Fidel, lo dice cualquiera que siga con atención los acontecimientos. Y por cómo se viene jugando el partido en ese escenario, no es difícil aventurar que el gobierno de facto de Roberto Micheletti tiene los días contados y que el presidente legítimo, Mel Zelaya, volverá al poder pero a plazo fijo y condicionado.
¿Por qué? Porque Honduras es lo más cercano a lo que puede ser una colonia de los Estados Unidos en el siglo XXI.
Allí tiene la base militar de Soto Cano, plataforma para sus operaciones antiinsurgentes en todo Centroamérica durante la Guerra Fría, a través de la cual ha tejido sólidos vínculos con las fuerzas armadas hondureñas, cuyos jefes son instruidos en instituciones estadounidenses.
Allí tiene a una oligarquía sumisa y trasnacionalizada con casa de verano en Miami, que defiende los intereses de las empresas y gobiernos estadounidenses como propios.
Allí tiene en vigencia un Tratado de Libre Comercio que garantiza el libre acceso a bienes estadounidenses y relega al empobrecido país centroamericano al rol de proveedor de bienes primarios en la periferia del capitalismo global. Hasta allí llegan las remesas de Florida y New York que mantienen viva a la economía local.
Allí tiene la Constitución y el sistema electoral más conservador de la región, prácticamente a prueba de experimentos populistas y/o progresistas, como el que súbitamente decidió encarnar Zelaya durante la segunda mitad de su mandato.
Por todo eso, el Departamento de Estado sabía que se venía gestando un golpe. Se lo venía contando su embajador. Pero el burocratizado Departamento de Estado había cometido un error que terminaría pagando muy caro. Tegucigalpa no es lo que se dice un destino diplomático apetecible. Antes de la conversión de Zelaya, parecía un lugar lo suficientemente inofensivo como para cumplir con la cuota de embajadores republicanos. Entonces había mandado a Hugo Llorens, un clásico ejemplo del diplomático-empresario que usa sus destinos para asegurarse trabajos bien pagos para su retiro, mimetizándose con los sectores más prebendarios de la oligarquía local, donde sus servicios son más útiles.
Como reveló Ernesto Semán en estas páginas, cuando Llorens estuvo destinado acá en Argentina fue lobbista de Ciccone Calcográfica. O sea, trabajó para una empresa especializada en colonizar distintos estamentos del Estado, ya sea aliada con Yabrán, ya sea aliada con Cavallo, siempre cerca de los sectores más retrógrados de la Iglesia que se referencian en políticos como Cacho Caselli, para copar los mejores negocios de impresión de dinero, cuasidinero, billetes de lotería, patentes de autos, pasaportes, cédulas y documentos de los últimos años.
Según fuentes de la diplomacia y de los organismos multilaterales, en Honduras las fuerzas golpistas tenían bastante persuadido a Llorens de que un golpe más o menos prolijo podía funcionar. Que era la mejor manera de prevenir que Zelaya forzara su reelección y Honduras cayera bajo la órbita chavista.
O sea, un disparate: por más que lo intentara, y probablemente lo intentaría, Zelaya no tenía ni los votos ni el poder legal ni el poder institucional ni el poder militar para forzar su reelección, y debía entregar el mando sí o sí en seis meses. La Corte Suprema, la Corte Electoral, el Congreso, los generales, la embajada norteamericana, la Iglesia Católica y las protestantes, dos de las tres principales cámaras empresariales, los diarios nacionales, las cadenas de televisión y hasta su propio partido, el Liberal, se habían manifestado en contra de la reelección y la Carta Magna vigente consideraba un delito siquiera intentarlo. Encima, en las encuestas Zelaya ni siquiera alcanzaba a arañar el cincuenta por ciento de la intención de voto.
Pero Llorens no hacía esa cuenta por afinidad ideológica sino por intereses compartidos. Llorens compraba el análisis paranoico-revanchista de los golpistas y en sus comunicaciones con Washington advertía que Zelaya era un peligro. Mientras tanto, en sus conversaciones con los golpistas a Llorens le costaba bajar la línea trazada por Obama en la última Cumbre interamericana: no más golpes, no más intervencionismo, todos somos socios.
Tom Shannon, subsecretario para la región, tuvo que viajar a Tegucigalpa para transmitir el mensaje a Micheletti y al general golpista Romeo Vázquez con el énfasis que a Llorens tanto le costaba encontrar. Pero en algo coincidieron los norteamericanos y los golpistas: Mel Zelaya no podía seguir más allá de su mandato. Sí o sí había que pararlo. Llorens, Shannon, los militares norteamericanos de la base hondureña, los militares hondureños, los civiles golpistas, todos estaban de acuerdo.
Había que contener la expansión chavista que supuestamente representaba la reelección de Zelaya. Una peligrosa expansión, no sólo a nivel territorial hacia el corazón del poder militar estadounidense en la región sino también a nivel ideológico: si a los aliados de Chávez se les permitía reformar sus constituciones a su antojo para perpetuarse en el poder, el equilibrio regional se perdía y los intereses de Washington quedaban desprotegidos.
Entonces pasó lo que pasó y antes de que Obama pudiera reaccionar, los cancilleres del hemisferio se habían reunido en Wa-shington en el marco de la OEA para pedir el retorno “inmediato e incondicional” de Zelaya, resolución que Estados Unidos no tuvo más remedio que acompañar, atento a los compromisos que Obama había asumido con los demás presidentes de la región. Pero había una palabra que incomodaba a los norteamericanos, “incondicional”. Foggy Bottom, como le dicen allá al Departamento de Estado, no quería un retorno “incondicional”. Aceptaba que vuelva, pero no que se quede.
Shannon seguramente recomendó hacer lo que se viene haciendo en la región en cada crisis desde que él se hizo cargo en el tramo final del gobierno de George W. Bush: bajarle los decibeles a la pelea con Chávez y negociar con Brasil una posición común que contenga a los demás países de la región. Como Lula quería que Zelaya volviera y Obama quería que no se quedara, consensuaron en Moscú que Zelaya volvería pero no se quedaría.
Para pasar de “vuelve sin condiciones” a “vuelve pero se va”, Shannon, Hillary o algún cráneo de Foggy Bottom tuvo la idea de convocar al presidente de Costa Rica, Oscar Arias, para que haga valer el acuerdo entre Obama y Lula.
El anuncio de la mediación fue un baldazo de agua fría para la OEA. “Veníamos invictos y de repente nos dejaron afuera”, graficó una fuente del organismo. Ni lerdo ni perezoso, Arias puso en la mesa su versión light de “vuelta incondicional”: amnistía para todos, gobierno de “unidad nacional”, adelanto de las elecciones, fuerzas armadas bajo las órdenes de la Corte electoral, promesa pública de Zelaya de irse sin tocar la Constitución. Así la OEA quedó rehén de Costa Rica: si había acuerdo, tendría un rol estelar en la puesta en marcha y verificación de los acuerdos; si fracasaba el acuerdo quedaba pintada, a merced de su creciente coro de críticos.
Los países del ALBA tampoco quedaron muy contentos y a través de Fidel Castro acusaron a Arias de querer perpetuar el golpe. En cambio Chávez hizo saber sus reparos, pero después acompañó con sonoros silencios los editoriales rabiosos del comandante cubano. Había decidido bajar el perfil en Costa Rica para jugar fuerte en Washington.
Zelaya aceptó la propuesta de Arias enseguida, Micheletti no. Pensaba que podía dar vuelta a los norteamericanos. Pasaban los días y Arias se mostraba nervioso porque los golpistas no se bajaban del caballo. Cuando el plazo se acabó, el Premio Nobel costarricense reiteró su oferta más algunos chupetines que venían pidiendo los golpistas: elogios para el “profesionalismo” de los militares hondureños, “Comisión de la Verdad”, moratoria por seis meses de cualquier juicio político. Micheletti volvió a decir que no.
¿Y qué estaba pasando en Washington? Pasaba que el lobby anticastrista, con epicentro en Miami, había recobrado los bríos de antaño y había hecho del golpe de Honduras su nueva causa patriótica. Bajo la batuta de los dinosaurios Otto Reich y Roger Noriega, los referentes de Llorens, este pequeño y marginal grupo de presión, que alguna vez fue influyente pero cuya imagen ante la opinión pública norteamericana quedó por el piso tras el caso del balserito Elián González, este lobby invadió despachos y redacciones de los diarios con publicistas y asesores caros que venían a presentar “el caso hondureño” ante los decision-makers de la capital norteamericana. “Si vas al Congreso está lleno de hondureños y gente paga por los hondureños haciendo lobby a favor del golpe”, cuenta Héctor Timerman, el embajador argentino en Washington.
Al mismo tiempo, la atención de Obama estaba en otro lado. El presidente buscaba desesperadamente los votos moderados que necesitaba para el pasaje de su reforma del sistema de salud, un tema decisivo en su pulseada con los republicanos. Lo último que quería era perder votos por una discusión sobre si hubo o no hubo golpe en Honduras. Por eso había un bando muy marginal que hacía mucho ruido contra otro bando con todo el poder que no contestaba, generando un microclima que algún analista confundió con “interna feroz” en el seno del gobierno norteamericano.
Así las cosas, fueron los diplomáticos argentinos y venezolanos quienes llevaron el peso de la campaña a favor de Zelaya, combatiendo en inferioridad de condiciones al lobby anticastrista en las horas decisivas que sucedieron al golpe, armando la agenda de la delegación zelayista cuando ésta finalmente llegó, una semana más tarde.
Esa gestión habría producido el mayor acercamiento diplomático entre Venezuela y Estados Unidos que se haya conocido hasta el momento, según confió una fuente que presenció el trabajo conjunto, acercamiento que ambos gobiernos prefieren ocultar por razones obvias de política doméstica: Chávez es mala palabra en Estados Unidos y Estados Unidos es mala palabra en la Venezuela chavista.
Más allá del ruido que generaron, a la hora de contar los porotos, la cosecha de los golpistas fue más bien exigua: dieciocho votos de los más de 400 congresistas norteamericanos para condenar los intentos reeleccionistas de Zelaya, algún editorial favorable en los diarios influyentes y la demora por un par de semanas de las confirmaciones de Arturo Valenzuela (subsecretario para América latina) y Shannon (embajador en Brasil). No mucho más.
Brasil jugó como venía jugando en la región, ya con el tema de las FARC, ya con el intento de golpe en Bolivia: sereno, confiado, sin correr detrás de la pelota, sabiendo que tarde o temprano le iba a llegar. Dejó hacer a Arias como antes había acompañado en la OEA y recién se puso en movimiento el lunes pasado, dos días antes de que venza el plazo de la mediación. Entonces el canciller Celso Amorin llamó a Hillary Clinton y le dijo que era tiempo de apretar a Micheletti para que agarre viaje. Washington tiene juego. Su as de espadas es la facultad de cancelar las visas de los golpistas. Según pudieron constatar una variedad de negociadores, ésa es la pena más temida. De concretarse, los golpistas no podrían visitar por un largo tiempo sus condominios en Miami.
Al día siguiente de hablar con Amorim, Hillary apretó por teléfono a Micheletti. Pero el dictador le juró a la prensa hondureña que el tema de las visas ni siquiera se mencionó. Si Micheletti no miente, Hillary se guardó la carta.
Los tiempos se estiraban y el lobby anticastrista enrarecía el ambiente en Washington. Uribe, el presidente colombiano, envalentonado por las dos bases militares que los norteamericanos le acababan de enchufar, se animaba a tirarleS una soga a los golpistas, rompiendo el consenso en la OEA. Entonces Zelaya decidió que había llegado la hora de presionar a Washington para que acelere el desenlace, y se trasladó a la frontera. Lula le deseó suerte. La Unión Europea pidió “serenidad”. Mercosur apoyó a Zelaya con una fuerte declaración, pero como no había querido invitarlo a la cumbre, Chávez faltó a la cita.
La movida obligó a Washington a usar toda su influencia para evitar que los militares hondureños cumplieran con la orden de Micheletti de meter preso a Zelaya no bien pisara suelo hondureño. Cuando lo pisó, un coronel lo mandó de vuelta a Nicaragua. En sintonía con el coronel, los norteamericanos usaron todo su poder de seducción para lograr que Zelaya retrocediera. Lo invitaron a Wa-shington, le prometieron reuniones top, le juraron que esto se resuelve sin sangre y en cuestión de días. Si lograba entrar sin Arias y sin la OEA, ya no lo podrían controlar.
Y Zelaya quedó ahí, en la frontera, a la espera de que los militares hondureños lo dejen volver. Y los muy profesionales militares hondureños, que antes desobedecieron a Zelaya y ahora desobedecen a Micheletti, también quedaron ahí, mudos y acuartelados. A la espera de que sus verdaderos patrones, los comanders de Soto Cano, les digan lo que tienen que hacer. Al cierre de esta edición, los militares norteamericanos esperaban órdenes de Washington, donde el partido entraba en tiempo de descuento.
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