EL MUNDO › OPINION
El psicoanalista Guillermo Greco advierte que no se debe confundir responsabilidad e imputabilidad con pena. Y señala que la discusión que falta, escatimada en los planteos por la mano dura y la baja de la edad de imputabilidad, es justamente sobre la pena: cuál debe ser, para qué sirve, a quién le sirve.
› Por Guillermo Greco *
Cada vez que los medios nos conmueven con noticias de asesinatos cometidos con motivo de robo, predominantemente de automóviles, también se difunden reclamos de mano dura y pena de muerte, a lo que se agrega, cuando el sospechoso de asesinato es un menor de edad, la reducción de la edad mínima de imputabilidad penal.
Es sabido que los automóviles robados se venden por partes o íntegros con documentación falsa. El robo es el primer eslabón de un negocio basado en el libre juego de la oferta y la demanda. Mientras haya consumidores dispuestos a pagar por mercadería robada y empresarios que obtengan un beneficio por su venta mismas continuarán el robo de autos, la piratería del asfalto, el mercado negro de armas, la venta de paco y los asesinatos consecuentes. La mano dura no inhibirá el negocio, ya que sólo afectaría a los ladrones, mano de obra barata, abundante y fácilmente reemplazable.
La violencia doméstica, los asesinatos pasionales o en riña, las violaciones y los fusilamientos sin sentido provocados por pistoleros alucinados responden a una lógica diferente. En general, son actos compulsivos que una vez efectuados aportan a sus actores una cuota de satisfacción. Quien tenga mínimos conocimientos de psiquiatría o psicología sabrá que esos actos no serán inhibidos por la posibilidad de que el autor sea condenado a muerte.
Los secuestros, los asesinatos que se producen a causa de robos a clientes de bancos o a camiones de caudales o las acciones de bandas que disputan por el control del mercado de la droga o la prostitución implican un nivel de organización, de decisión y profesionalización que sólo puede ser combatido desde un dispositivo de inteligencia policial amplio y eficiente.
Cuando un menor de edad está implicado en un asesinato se escuchan voces que piden la reducción de la edad mínima de imputabilidad creyendo que esa medida ayudaría a mejorar las condiciones de seguridad, pero la imputabilidad o inimputabilidad es una cuestión de justicia más que de seguridad. Se trata de una resolución judicial que significa que el juez considera que el acusado reúne o no las condiciones subjetivas necesarias como para soportar un proceso penal, que se le puede atribuir o no un delito y eventualmente la culpabilidad, pero nada dice respecto del veredicto final (culpable o inocente) y menos aún respecto de la pena que le correspondería en caso de ser hallado culpable. Pero cuando interviene el juez el delito ya se produjo; lo que se espera de él es que le haga pagar sus cuentas al culpable, pero lo hecho, hecho está. Los problemas de seguridad, entonces, deben ser resueltos antes de que se plantee la cuestión de la inimputabilidad.
De todos modos, la inimputabilidad merece ser debatida porque produce un resultado paradojal, ya que abre las puertas a dos opciones: en una de ellas, el inimputable, sin proceso, sin veredicto de culpabilidad, puede ser privado de su libertad por un tiempo indefinido sin posibilidad de ejercer el legítimo derecho a la defensa; en la otra, sin proceso, puede ser puesto en libertad convalidándose la impunidad del crimen y despertando los lógicos reclamos de la sociedad. En ambos casos el declarado inimputable es expulsado del campo de la responsabilidad, ya no tiene que responder por sus actos. ¿En qué se convierte un sujeto que es cercenado de su responsabilidad? ¿Qué consecuencias sociales produce esa operación judicial?
Cuando un juez dictamina que el acusado es imputable o inimputable fundamenta su decisión en un conjunto de teorías ajenas al orden jurídico: religión, ideologías, filosofía, psicología, psiquiatría, antropología y ahora, también, psicoanálisis, verdadera ensalada discursiva encarnada en los peritos. El juez se dirige a ellos y les pregunta: “El acusado, ¿comprende la criminalidad del acto y dirige el sentido de su acción?”. Con más o menos discurso le dirán que sí o que no. No importa. Porque el problema es la pregunta. ¿Cuál es el fundamento de esa pregunta? ¿Por qué le dan tanta importancia a la capacidad de comprensión y a la libertad de la voluntad? En algún momento habrá que detenerse a debatir profundamente esta cuestión.
En relación con los menores de edad, el juez no formula esta pregunta para cada caso en particular, como ocurre con los adultos, sino que se establece un enunciado-respuesta universal. Todos los menores son inimputables porque son clasificados dentro de una categoría subjetiva que se supone es homogénea para todos aquellos que tengan menos de 14, 16 o 18 años, según al manual que se consulte.
Independientemente de la teoría que se sustente, la discusión que se centra en la edad mínima a considerar es un insulto a la razón y un intento de resolver el problema por vías administrativas. Tome usted la edad que más le guste; un día antes del cumpleaños el menor es inimputable, al día siguiente será imputable. ¿Acaso alguien puede sostener con un mínimo de seriedad que después del cumpleaños “x” todos accedemos a esa condición subjetiva que algunos llaman responsabilidad o madurez emocional de la que se carecía un día antes? Parece mentira pero se le da la última palabra a la partida de nacimiento.
Vamos directamente al grano. ¿Los menores de edad son responsables de sus actos? La mayoría de los teóricos dirá, supongo, que no. Peor cuando los adultos retamos o castigamos a los niños que han transgredido una norma, sin ninguna justificación teórica, les estamos suponiendo responsabilidad. Normas de cortesía, de disciplina, de tránsito, de juego, morales; si un niño las transgrede le reclamamos por su acto. Si no lo hiciéramos, si consideráramos que los menores de edad no son responsables de sus actos entonces, la educación se reduciría a una forma de adiestramiento.
Es cierto que en la mayoría de los casos el dispositivo de penalización no es judicial, sino que asumen esa función la familia, la escuela o el club. Y bien, ésa es la cuestión; no confundir responsabilidad e imputabilidad con pena.
La responsabilidad no es un observable, resultado de un proceso de maduración emocional, tampoco es una destreza que se adquiere por maduración neurológica y entrenamiento como usar cuchillo y tenedor o atarse los cordones de los zapatos. La responsabilidad no depende del libre albedrío, esa invención de los teólogos que quieren exculpar a Dios de las maldades realizadas por sus criaturas, ni se anula cuando se encuentra algún determinismo para el acto criminal. La responsabilidad infantil no florece con la ampliación de la conciencia moral o cognitiva sino que resulta de la interpelación de los adultos. Es la respuesta a esa interpelación.
El plan es sencillo. Un crimen, un castigo. Consigna fácil para ganar la adhesión de la clase media en la campaña electoral pero: ¿Cuál castigo? ¿Cortarle una mano al ladrón? ¿Matar al que mata, como se pide por televisión? La ley del Talión ofrece un código sencillo y práctico. El único problema es que retrotraería la civilización actual a épocas de barbarie religiosa. ¿Se le debe imponer a un menor la misma pena que a un adulto? Lo fundamental no es si se priva de su libertad a alguien por un año, tres, cinco o doce. Lo que importa es qué se hace con él durante ese tiempo. Un año en la cárcel o un instituto (¿hay diferencias?) es tiempo suficiente para transformar a un menor, delincuente ocasional, en un consuetudinario criminal o en alguien que crea que hay una vida digna de ser vivida.
¿Cuál debe ser la pena? ¿Para qué sirve? ¿A quién le sirve? ¿Todos los culpables que cumplieron su pena están en condiciones de reintegrarse pacíficamente al lazo social? ¿Hay que hacer diferencias entre el ladrón-asesino y el violador-asesino? Esta es la discusión que falta y que está velada detrás de los debates por la reducción de la edad de imputabilidad.
* Psicoanalista, miembro de Carta Abierta.
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