Dom 06.09.2009

EL MUNDO  › ESCENARIO

Colapso en Colombia

› Por Santiago O’Donnell

El sistema político colombiano dio una nueva señal de su colapso esta semana, cuando el congreso dio luz verde al presidente Alvaro Uribe para que reforme la constitución por segunda vez con el solo fin de habilitar su tercer mandato consecutivo, cuando la constitución de 1881 (por la que juró al ser electo presidente) sólo permitía uno.

Lo que pasa en Colombia en cierto modo no es muy distinto de lo que pasa en otros países de la región: el bipartidismo tradicional se ha atomizado en decenas de formaciones políticas que giran alrededor de una figura única, dando lugar a liderazgos carismáticos, coaliciones inestables y una opinión pública que podría pasar rápidamente del amor absoluto al rechazo total. En esto Colombia se asemeja a la Argentina, Paraguay o Perú.

Si a este panorama agregamos que los líderes carismáticos que surgen de los sistemas colapsados a veces buscan estirar sus mandatos a través de reformas constitucionales, entonces podemos decir que el sistema colombiano se parece aún más al de Venezuela, Ecuador y Bolivia. Aunque en estos últimos la salida de la crisis se dio por izquierda, mientras que en Colombia se da por derecha, es difícil negar el parentesco.

Pero el caso colombiano es especial. El colapso de su sistema político es más peligroso porque la crisis que lo produjo es más persistente, explosiva y profunda que cualquiera de las que les tocó vivir a sus vecinos. Es consecuencia de cincuenta años de guerra de guerrillas y treinta años con un Estado colonizado por los intereses del narcotráfico. Un ejemplo de los peligros que acarrea la crisis colombiana es la reciente firma de un acuerdo entre ese país y Estados Unidos para incrementar la presencia militar norteamericana en Colombia, acuerdo que ha generado la comprensible preocupación de los mandatarios sudamericanos.

Para entender un poco mejor la actualidad colombiana aprovechamos la presencia del sociólogo Jaime Zuluaga (foto), profesor de la Universidad Externado de Bogotá. Zuluaga vino a Buenos Aires a participar de un congreso de su especialidad y nos atendió en el bar de la esquina de la vieja redacción.

El académico empezó con un repaso de los principales actores del conflicto. De la guerrilla dijo que se trata de un grupo insurgente, con proyecto de toma de poder, fundada en reclamos legítimos por la ausencia del Estado en partes del país. Pero aclaró que ese proyecto ha sido atravesado por los intereses y la cultura criminal del narcotráfico, ya que una parte importante de los cultivos ilegales se dan en zonas controladas por la guerrilla. Los métodos adoptados por la insurgencia desde que se alió con el narcotráfico, que no respetan los más elementales derechos humanos, han alienado a la guerrilla de la opinión pública, que rechaza por sanguinario su proyecto político. La cultura de la narcoguerrilla favorece la polarización de la sociedad y las políticas de mano dura de su presidente, y les quita espacio a quienes buscan una paz negociada que tenga en cuenta los legítimos reclamos que dieron origen a la lucha armada.

La actitud del narcotráfico en esta guerra es ambigua, prosigue el profesor, porque en algunas zonas apoya a la guerrilla y en otras a la lucha contrainsurgente, dependiendo de sus intereses económicos y de quién ejerce el control territorial de los sembradíos de coca y amapola. En consecuencia, termina armando y financiando a los dos bandos, con lo cual no hace más que prolongar y agudizar el conflicto.

Después están los paramilitares. Según Zuluaga, a diferencia de lo que sucedió en la Argentina, en Colombia no todos los grupos paramilitares son escuadrones de la muerte creados y entrenados por fuerzas estatales para combatir la guerrilla. En algunos casos se dio así, pero en muchos otros fueron creados por empresarios ganaderos para proteger sus latifundios. También hay formaciones surgidas a iniciativa de los narcotraficantes con el propósito de proteger sus cosechas y también hay formaciones que surgieron de movimientos sociales para defender poblaciones rurales de los distintos grupos armados que operan en el conflicto. La diversidad de origen hace que los paramilitares sean más difíciles de controlar y/o eliminar, explicó el sociólogo.

Estas formaciones han trabajado codo a codo con dirigentes políticos, empresariales y militares, actuando en paralelo con el dinero del narcotráfico, que ha contaminado a los tres poderes y las fuerzas armadas del país, algo que también ocurre en México. En las elecciones del 2002 y del 2005, los caciques paramilitares presionaron a punta de pistola para imponer sus candidatos, borrando opositores con asesinatos y amenazas en al menos trece de los 39 distritos electorales del país.

Como consecuencia de esas elecciones, hoy hay 86 legisladores, casi un tercio del congreso, casi todos miembros de la coalición oficialista, detenidos o procesados por vínculos con los paramilitares, apunta Zuluaga. Uribe pactó con los paramilitares. Pero la Justicia impugnó algunas acuerdos incluidos en la ley de Justicia y Paz que surgió de ese pacto. Los paramilitares desmovilizados para acogerse a los beneficios de la ley se sintieron traicionados.

Entonces empezaron a revelar sus contactos con el poder militar, empresario y político. Para frenar la sangría, Uribe extraditó a los caciques paramilitares a Estados Unidos para que sean juzgados por narcotráfico. Lo cual descabezó y atomizó al movimiento paramilitar, haciéndolo más difícil de controlar. Zuluaga argumenta que ese descontrol ha producido un rebrote de violencia en las principales ciudades de Colombia, empezando por Medellín.

La impotencia del Estado ante el doble desafío que plantean la guerrilla y el narcotráfico explica la popularidad de Uribe, de su política de “Seguridad Democrática” y de la alianza con, o sumisión a, Estados Unidos.

“Uribe logró dos cosas. Por un lado creó una sensación de seguridad a través de la militarización de los espacios públicos. Mira, es una delicia caminar por Buenos Aires sin tener que ver a militares paseando en carros blindados y mostrando sus fusiles, como sucede en la ciudades colombianas. También ha logrado bajar algunos índices, como el de secuestros y asesinatos, y ha logrado algunos éxitos militares resonantes contra la guerrilla. Todo eso le ha dado mucho rédito político. Lo segundo es que Uribe da la sensación de tomar decisiones, de gobernar, algo que no sucedía con sus dos predecesores, Samper y Pastrana, que dejaban la imagen de vacío de poder”, analiza el profesor, mientras baja un tostado mixto con agua mineral a la hora del almuerzo.

La alianza con Estados Unidos precede a Uribe, explica Zuluaga. Fue el embajador colombiano, cumpliendo órdenes de Washington, a quien le cupo el triste papel de solicitar la expulsión de Cuba de la OEA en 1961, recordó el catedrático. Fue Colombia el único país de la región en mandar tropas a la guerra de Corea y tampoco se privó de participar en la invasión de Irak, pese a la condena de Naciones Unidas. A finales del mandato de Clinton, en el marco del llamado Plan Colombia, ese país se convirtió en el tercer receptor de ayuda militar del gobierno estadounidense.

Fue casi natural que Uribe adhiriera a las doctrinas de Eje del Mal y Guerra Preventiva de George W. Bush, explica Zuluaga. Con el acuerdo militar, Uribe busca congraciarse con la administración de Obama para mantener la alianza histórica, dice el profesor. Por eso considera tan importante el acuerdo alcanzado en Bariloche por los países de la Unasur para que Uribe revele los contenidos de ese tratado, que al parecer permitiría un despliegue estratégico de aviones estadounidenses con autonomía de vuelo que exceden por mucho las fronteras de Colombia.

A estas variables hay que sumarles la ambición re-reeleccionista de Uribe. Según Zuluaga, es posible que lo logre, pero no seguro. Primero la decisión del congreso debe pasar el filtro de la Justicia, y la Corte Constitucional ha sido muy crítica de la primera reelección y ha condenado a una legisladora por venderle su voto al presidente.

Si la corte habilita la re-reelección, entonces Uribe debe conseguir que siete millones de colombianos, casi un tercio del padrón, participen en un referéndum y que la mitad más uno vote a favor del sí. Zuluaga descuenta que Uribe obtendría un resultado favorable, pero duda de que pueda conseguir la participación mínima requerida para dar el referéndum por válido. Esto es porque los aliados de Uribe saben que la derecha está en inmejorables condiciones para ganar la próxima elección y que el escenario podría cambiar dentro de cuatro años.

Los principales aliados de Uribe, como el líder conservador y ex ministro de Defensa Juan Manuel Santos, también aspiran a la presidencia. Por eso, aunque digan que apoyan la re-reelección y que nunca competirían contra de Uribe, está por verse hasta qué punto están dispuestos a movilizar el voto de sus bases para apoyar el referéndum.

Según el profesor, si Uribe consigue presentarse como candidato, la única manera de frenarlo sería con una amplia coalición. Para ser mayoría, esa coalición necesariamente debería incluir a las fuerzas progresistas nucleadas en el Polo Democrático Alternativo, a sectores liberales no uribistas y a sectores uribistas no re-reeleccionistas. Para un sistema político tan pulverizado como el colombiano, la sola idea de semejante coalición para defender la democracia bordea la ciencia ficción.

La alternativa es un tercer mandato que acentuaría los rasgos autoritarios que viene exhibiendo el gobierno de Uribe, que tornaría inviable una solución negociada al problema que plantea la guerrilla, y que garantizaría la continuidad de un gobierno comprometido por sus intereses económicos y acuerdos militares con el poder del narcotráfico. Si a eso le sumamos un Estado con instituciones cada vez más débiles y menos representativas, y la injerencia militar desmedida de una potencia extranjera, se entiende la emergencia de un caudillo populista con aspiraciones hegemónicas como Uribe, en su pretendido rol de salvador de la patria.

Así de profunda es la crisis colombiana. “Compleja e impredecible”, redondea el profesor, que sin embargo no se da por vencido. Zuluaga es uno de los referentes de la Asamblea Permanente de la Sociedad Civil por la Paz, una agrupación que intenta pactar el fin de la lucha armada, primer paso imprescindible para empezar a tratar los demás problemas.

“Es muy difícil. El gobierno nos acusa de darle oxígeno a la guerrilla y la guerrilla nos acusa de hacerle el juego al gobierno”, dice el sociólogo con un dejo de frustración. Pero no le queda otra que seguir intentando. Trabajar para que un día la paz sea una alternativa viable, aunque la democracia que debería promoverla colapse a su alrededor.

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