Dom 13.09.2009

EL MUNDO  › ACTIVISTA POR LOS DERECHOS HUMANOS Y SOBRINA DE JFK

Kerry K

La hija de Robert Kennedy participó de un homenaje a los desaparecidos en la ESMA, habló de los vínculos de su familia con las víctimas de la dictadura, de Bush, de Obama y de la herencia recibida.

› Por Santiago O’Donnell

Saliendo de Los Angeles hacia el norte, pasando la gran bahía de Malibu, del otro lado de dos quebradas, aparece, inmenso, el valle de los campos de frutilla. Kilómetros y kilómetros de hileras de cultivo desde Camarillo hasta Ventura, desde la montaña hasta el mar, de donde sale buena parte de la producción de una de las frutas preferidas por el consumidor estadounidense. Un par de meses al año, en la época de cosecha, desde la autopista se puede ver a los trabajadores y trabajadoras rurales, emigrantes todos de México y Centroamérica, con las espaldas dobladas mientras pizcan y llenan canastos. A la distancia parecen grupos de hormigas.

En el centro del valle, a orillas del Pacífico, se alza orgullosa la ciudad de Oxnard, capital del condado. Durante muchos años Oxnard y alrededores fue una gigantesca plantación de remolacha. Donde hoy se erige la ciudad estaba la finca de los Oxnard y la planta procesadora, principal fuente de empleo de toda la región. Los campos de frutilla surgieron casi de casualidad porque los ciclos de cultivo eran opuestos a los de la remolacha, la tierra era fértil y los trabajadores aprovechaban su tiempo libre para completar sus ingresos sembrando fresa, como le dicen los mexicanos, en pequeñas huertas familiares. Cuando los Oxnard ya no pudieron competir con los magnates cañeros en la producción de azúcar, vendieron sus tierras y se formó la ciudad, que hoy luce rascacielos, shoppings, yacht club y una coqueta costanera con amplios chalets para los refugiados de la gran metrópolis.

Oxnard también alberga, del otro lado de las vías de un tren que ya no corre más, un barrio de de casitas de cemento y chapa llamado La Colonia, donde sólo se habla español. En tiempos de cosecha sus calles cobran vida con el sonido de la rancheras que sale de sus cantinas y el olor a chancho frito que despiden los carritos de los vendedores ambulantes. La Colonia tiene una escuela, un puesto de policía y un gimnasio de box, de donde surgió el ex campeón mundial y orgullo de todo el valle, Fernando “El feroz” Vargas.

Oxnard es la primera parada de los trabajadores rurales que siguen la cosecha de norte a sur, desde la frutilla en Oxnard al durazno en Fresno, al chile en Bakersfield, la naranja en San Joaquín y la uva en Napa, recorriendo todo el sur y el centro de California, viajando muchas veces en condiciones paupérrimas, escapándole a “la migra”, juntando monedas y billetes para llevar de regreso a sus familias del otro lado del río Grande.

Fue ahí, en La Colonia, en sus calles, en sus cantinas, en sus casitas, donde este cronista entró en contacto, por primera vez, hace veinte años, con el mito de los Kennedy. Cada vez que venía una elección, pasara lo que pasare, La Colonia votaba en bloque por los demócratas. Y cada vez que uno iba ahí y preguntaba por qué, la respuesta era más o menos la misma: “Porque los Kennedy son demócratas y nos ayudaron mucho”.

En 1967, en el pico del movimiento por los derechos civiles, los campesinos de California se alzaron detrás de su legendario líder, César Chávez. Cuando Chávez se declaró en huelga de hambre en el valle de San Joaquín, Robert Kennedy, entonces senador por Nueva York, viajó hasta allí para estar a su lado. Fue el único político de Washington que no dudó en apoyarlo. La lucha de los United Fruit Workers comandados por Chávez y su compañera Dolores Huerta eventualmente forzó a la Legislatura de California a pasar las leyes laborales para trabajadores rurales que 30 años después siguen siendo las más progresistas de los Estados Unidos.

Kerry Kennedy, 50, una de las hijas de Robert, estuvo el viernes en la ESMA rindiéndoles homenaje a los desaparecidos. Llegó y se fue sin guardaespaldas, pero no estaba sola. La acompañaba su hija Michaela, 12, que venía para aprender, en las palabras de su madre, las atrocidades que se pueden cometer desde posiciones de poder. Y también para aprender cómo muchos sobrevivientes de esa opresión superaron la adversidad y el dolor para convertirse en protagonistas de una “democracia vibrante” como es hoy la Argentina. A mostrarle ejemplos como el señor canciller (Taiana), que estuvo ocho años preso durante al dictadura y hoy dirige las relaciones exteriores de su país. O como su amigo Héctor Timerman, que tuvo que exiliarse y hoy es el embajador en Washington.

Vestidas de negro y con miradas tristes, Kerry y Michaela esperaron a la presidenta Cristina en la puerta del casino de oficiales. Parecían Caroline y Jacqueline en el funeral de JFK. Kerry tenía cuatro años cuando mataron a su tío y nueve cuando se llevaron a su papá.

Después de la ceremonia, mientras espera a la Presidenta para despedirse, le digo a Kerry Kennedy que en Oxnard recordaban a su viejo con cariño. Entonces se le enciende la cara y muestra esa sonrisa dientuda que heredó de Bobby.

“Ah, sí. Su amigo César Chávez”, contesta. “Ahora tenemos la misma lucha en el estado de Nueva York. Los trabajadores rurales no pueden formar sindicatos, no tienen días de descanso y se permite el trabajo infantil. Lo que se logró en California tenemos que extenderlo a todo el país.”

Kerry Kennedy ha dedicado toda una vida a la defensa de los derechos humanos y de género desde la Fundación Robert Kennedy para la Defensa de los Derechos Humanos. Ha viajado por el mundo, desde Polonia a Sudáfrica, a República Dominicana bregando en favor de los oprimidos.

Cuenta su historia en un restaurante de la Costanera saboreando merluza negra mientras Michaela sorprende con trucos de magia o juega con su laptop con los auriculares puestos.

Cuenta Kerry Kennedy que su interés por los derechos humanos empezó desde muy chica, cuando su padre era fiscal general (ministro de Justicia) durante el auge del movimiento por los derechos civiles de los negros en la presidencia de Lyndon Johnson.

“En esa época las policías de los estados del sur perseguían a los manifestantes y papá mandaba a los agentes federales para rescatarlos. Me acuerdo de que su oficina siempre estaba llena de abogados y líderes de los derechos civiles.”

Antes de viajar a Argentina, Kerry Kennedy escribió una opinión en homenaje a su tío Ted, recientemente fallecido, que este diario publicó. Allí hacía referencia a la enmienda KennedyHumphrey por la que el gobierno estadounidense cortó la ayuda militar a la dictadura de Videla. Le pregunto a Kerry Kennedy si la preocupación por los derechos humanos es un legado.

“Sí, yo creo que el compromiso con la justicia social y la defensa de los oprimidos es un valor familiar. Siempre me acuerdo una historia de mi tío el presidente Kennedy, de cuando era senador. En esa época no podías conseguir una visa para entrar en Estados Unidos si eras de cierta parte del mundo, salvo que un senador firmara una excepción. Por entonces una isla de la costa de Africa, no recuerdo cuál, sufrió un temporal devastador. Y mi tío se pasó dos noches enteras firmando formularios, miles de ellos, para que los refugiados pudieran venir.”

Cuenta Kerry Kennedy que la decisión de dedicar su vida a hacer lo que hace la tomó a los veinte años, en 1981, y que la Argentina tuvo que ver, de alguna manera. “En el verano de mi segundo año en la facultad, hice una pasantía en Amnesty International y me pasé dos meses recorriendo el país y documentando abusos contra los refugiados salvadoreños. Quedé horrorizada por el desprecio con que mi país trataba a sus habitantes más pobres y desesperados. En Amnesty conocí también los abusos en la Unión Soviética, en Chile, y supe de la lucha de las Madres de Plaza de Mayo, de las comadres en El Salvador. Mi jefe era (el reconocido activista por los derechos humanos argentino) Juan Méndez. También ese verano leí Prisionero sin nombre, celda sin número, un libro que me marcó, y después supe que mi padre había sido amigo del hombre que lo escribió, Jacobo Timerman. Ese verano decidí que esto era lo que quería hacer el resto de mi vida.”

Nunca se arrepintió de esa decisión, dice sin pensarlo. “He conocido a gente extraordinaria. Cuando me preguntan si no es una carga luchar por la justicia social, yo contesto que me encanta, que me inspira. He tenido la oportunidad de conocer al Martin Luther King, al Ghandi de cada país, de aprender de ellos. Gracias a Dios tengo un trabajo que amo.”

O sea, podría estar navegando en Martha’s Vineyard, pero tuvo la suerte de poder mostrarle a su hija de doce años lo que ocurrió en un país lejano, en un infierno humano llamado ESMA. Kerry Kennedy representa el orgullo del clan Kennedy, ese optimismo a prueba de desgracias, esa fe ilimitada en la capacidad transformadora de los individuos comprometidos, los Cuerpos de Paz, la Alianza para el Progreso.

Pero también, en un sentido más amplio, representa a los Estados Unidos. La invasión de la Bahía de los Cochinos ocurrió durante la presidencia de Kennedy. También el preludio a la guerra de Vietnam, esa guerra que el padre de Kerry quiso terminar con una campaña presidencial que le costó la vida. El país que los Kennedy representan con orgullo es el país de Guantánamo, el país que invade Afganistán. Cuando las preguntas van por ese lado, el aura de Camelot se desvanece. Las bocas se tensan y las palabras se miden, hasta que no salen más.

El Google está lleno de elogios a Kerry Kennedy, pero también hay muchas críticas. Autoridades de los países que visita se quejan de las “lecciones” que esa rubia extranjera con apellido famoso les ha venido a impartir, como si Estados Unidos fuera el paraíso de los pobres, como si no tuviera que ver con los problemas del Tercer Mundo. También hay críticas desde Estados Unidos del tipo “a mí no me gustaría que venga alguien del extranjero a este país a decirnos lo que hacemos mal”. Kerry Kennedy dice que se ríe de esas cosas, pero contesta en serio y con tono desafiante.

“Escucho esas críticas de los gobiernos, pero nunca escuché algo así de una víctima de la tortura. Me dicen que no entiendo los valores del país, que no entiendo la cultura, pero nunca escuché a una víctima de la represión decirme ‘andate, vos no entendés’ porque las denuncias siempre ayudan. Ojalá vinieran delegaciones de Argentina, de Kenia o de Sudán a conocer las condiciones de maltrato que reciben los trabajadores rurales en el estado de Nueva York, para presionar a la Legislatura para que cambie las leyes. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.”

Hablando de presionar a los gobernantes, ¿alguna vez habló con George W. Bush sobre derechos humanos?

“Una vez”, contesta la hija de Bobby. “Fue dos meses después del 11-9. El Congreso había aprobado el Patriot Act (ley antiterrorista) y el fiscal general John Ashcroft había detenido hasta cinco mil hombres musulmanes de entre 18 y 50 años. Los obligaba a presentarse en sus estaciones de policía por el solo hecho de ser musulmanes. Entonces hubo una ceremonia en el edificio del Departamento de Justicia en Washington porque el Congreso había decidido ponerle el nombre de mi padre. Ahí lo vi a Bush y le dije: ‘Esto no es lo que Robert Kennedy representa. El no hubiera permitido esta clase de represión’.”

¿Y qué contestó Bush?

“Nada importante. ‘Qué bueno verte’, o algo así.”

La inevitable comparación entre Obama y JFK no entusiasma demasiado a Kerry Kennedy. Contesta con una frase hecha, como cumpliendo con una formalidad.

“El presidente Obama es un hombre que inspira a la gente, que cree que una sola persona puede hacer la diferencia. Durante la campaña presidencial movilizó a miles de personas que antes no habían participado en política, infundiéndoles esperanza. Es joven, buen mozo, y tiene una visión de país inclusiva y se interesa por los oprimidos. En eso se parece a mi tío.”

Noto cierta distancia en la respuesta y pregunto si no tendrá que ver con ciertas promesas incumplidas, o postergadas, en materia de derechos humanos, como el cierre de la cárcel de Guantánamo.

“Como activista por los derechos humanos siempre hay más cosas que desearía, pero no voy a entrar en detalles”, se ataja.

Hay mucha gente, sobre todo de izquierda, que ve una continuidad entre los gobiernos de Obama y de Bush, entre las guerras de Irak y Afganistán, se le dice. Entonces sí, Kerry Kennedy defiende a Obama con pasión.

“Si dicen eso es porque no leen los diarios. Desde los derechos humanos, a las libertades civiles, a las guarderías infantiles, a la salud reproductiva, al acceso a los programas de salud –en cada uno de esos temas se ha producido un vuelco completo–. En las relaciones raciales también. Su discurso en El Cairo fue muy importante. Su acercamiento con China. Su presencia en Africa para denunciar injusticias y pedir el fin de la corrupción. En su primer día de gobierno prometió cerrar Guantánamo y terminar con los programas secretos de la CIA. También ha dicho que va a investigar los abusos cometidos por la CIA durante el gobierno de Bush, lo cual es muy bueno, aunque algunos digan que distrae la atención del debate sobre la reforma del sistema de salud. Fue una decisión valiente.”

Entonces le pido a una opinión sobre la guerra en Afganistán, un ítem que previsiblemente había quedado afuera de su lista. Entonces a Kerry Kennedy se le acaba la paciencia.

“¿Podemos terminar esta entrevista?”, contesta con una sonrisa. Como diciendo ya está, ya tenés suficiente, todo bien pero ya está.

Michaela jugaba con su laptop, en cuya tapa había pegado dos enormes calcomanías. Una mostraba la imagen icónica de Obama del artista Shepard Fairey. La otra, más grande y más gastada, decía en inglés, en letras de molde, lo que su madre había elegido callar: “Si los hombres parieran hijos, las guerras no existirían”.

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