Sin que ello implique ningún tipo de juicio personal sobre su nuevo presidente, se podría decir que el Consejo Europeo parió un ratón. El encuentro de los veintisiete jefes de gobierno del Viejo Continente había arrancado con todo el dramatismo de aquello cuyo desenlace se desconoce, haciendo subir la tensión, la expectativa y las apuestas. Sin embargo, horas después, la Europa conservadora eligió un conservador y la potencia económica dio otra señal de que se contenta con ser una enana en el juego de poder internacional.
La elección de Herman Van Rompuy vino a satisfacer en primer lugar dos demandas muy modestas: la de Angela Merkel de ver en el flamante sillón presidencial a un correligionario democristiano y la de Nicolas Sarkozy, de ver sentado allí a alguien que habla un francés fluido. Nadie que proyecte sombra sobre los líderes de Alemania y Francia. Nada mejor para apurar el consenso alrededor de esa opción que el fantasma de un Tony Blair reloaded que agitaban desde las islas británicas. Pero claro, ni los británicos podían irse con las manos vacías ni la Unión Europea podía apartarse del férreo pacto de punto fijo que le cede a la segunda minoría el segundo sillón que haya que llenar. Y si pocos conocían fuera del Benelux al hasta hoy primer ministro belga, pocos fuera de las oficinas de la UE en Bruselas o de los recintos del gobierno de la Isabel II en Whitehall habían oído hablar de la baronesa Catherine Ashton, flamante Alta Representante para la Política Extranjera y de Seguridad Común (PESC). Laborista y a más, mujer, bastó con que resolviera el problema de las cuotas para que el Partido del Socialismo Europeo la prefiriera a un fino y curtido Massimo D’Alema, que contaba con el apoyo de su país, pero estaba condenado por las reglas del juego.
Poco se conmoverá el mundo con esta decisión que salvaguarda la proyección internacional de aquellos países miembros de la UE que conservan alguna desde la posguerra y mucho tardará en reconocer a Van Rompuy y Ashton en las fotos de grupo del G-8 o del G-20. Tal vez no cabía esperar otra cosa como resultado del accidentado proceso que enterró la Constitución Europea y alumbró con trabajo el Tratado de Lisboa, que creó los cargos que se colmaron ayer. Tal vez sea determinista pensar que un espacio económico, geográfico y demográfico del tamaño de la Europa de los 27 puede jugar un rol en la definición de un orden mundial más multipolar y equilibrado.
Visto desde América latina, no se puede presumir que el dúo en la cima de Europa sepa mucho de la región ni de la potencialidad que tendría una asociación birregional. Desde la Argentina, una “señora PESC” del Reino Unido no augura a priori mejores oídos para la cuestión de la soberanía y la explotación de los recursos en el Atlántico Sur.
Bruselas está servida para los que odian las sorpresas.
* Cocoordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.politicainternacional.net).
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