Mié 10.02.2010

EL MUNDO  › OPINION

El gran cronista de la Guerra Fría

› Por Abel Gilbert

Me acaban de avisar que falleció en La Habana el periodista Alfredo Muñoz Unsain, a quien muchos conocimos y alabamos por su calidad humana y su sabiduría. El Chango nació en Santa Fe, el 6 de abril de 1932, e inició sus trabajos periodísticos en Cuba allá por 1961. Fue uno de los primeros argentinos que se integró a la agencia de noticias Prensa Latina. A los pocos años, Chango se convirtió en el corresponsal de France Presse. Conoció la isla como pocos. Y porque la conoció y amó, en todos los sentidos, sus informaciones fueron, por casi tres décadas, de una agudeza singular. La ironía, el conocimiento histórico y la sagacidad le permitieron sortear la cultura del bloqueo informativo interno, la apología o el lugar común de la demonización. Chango fue un notable cronista de la Guerra Fría en ese territorio caliente y gélido a la vez. Sus textos necesitaban ser a veces “interpretados” por la necesidad de la prudencia, el exceso obligado del doble sentido y la hipérbole (¿cómo, coño, si no, decir las cosas en esa Habana prontamente vertical, sometida al dictum autoalabatorio del Estado). Pero el mejor Chango, el más inspirado, contundente y locuaz, el más pesimista y visionario, se ponía en escena en privado o, mejor dicho, en su casa, donde atesoraba reliquias innumerables (¡le he visto hasta un Sorolla!). Allí recibía a amigos verdaderos y ocasionales, diplomáticos y ex conspiradores que se reunían alrededor de una mesa para diseccionar una realidad de la cual los medios cubanos no daban cuenta. Entre ellos Chango “ampliaba” sus cables de agencia, les daba la espesura que el recato obligado impedía.

Chango fue un extraordinario anfitrión –cocinero sofisticado pero nunca de una lujosidad obscena– en una sociedad de escasez. Era generoso con sus conocimientos (periodísticos, históricos, literarios) y sus fuentes. Muchas veces avergonzando al interlocutor que sobreactuaba una profundidad circunstancial. Los visitantes extranjeros solían también peregrinar por su oficina en busca de claves para descifrar el arcano castrista. La era periodística de Chango se fue cerrando inexorablemente a medida que la lógica de la Guerra Fría y la irrupción de las nuevas tecnologías de la información –primero el fax y después Internet– pusieron en entredicho la validez de su estilo: la cubanología oblicua y meditada en cada palabra (ese “qué” y “cómo” decir lo que no se podía o debía) ya no tenía lugar en la era del estilo directo y urgente. Con los años, se fue quedando solo, aislado en una isla aislada. Los viejos amigos se murieron o nunca más regresaron. Y otros que se decían amigos le dieron la espalda porque ya no los proveía de los beneficios de las noches de abundancia. Su hijo nacido y formado en Cuba se fue a Canadá en busca de un futuro. Se volvió, con la vejez, más terco y amargo. Visitó Buenos Aires solo una vez en medio siglo.

A pesar de que vivía en La Habana desde 1961, Chango, por esas cosas inexplicables, no era residente. Semejante vacío legal complicó su tratamiento médico. En sus últimos días fue ayudado por la embajada argentina y, especialmente, por Mauricio Vincent, el corresponsal de El País. A Chango le habría correspondido escribir la gran crónica cubana, desde la declaración del carácter socialista de la revolución a las exequias del leninismo tropical. Los intentos a medias naufragaron por razones diversas que no vienen al caso. Pero acaso la verdadera imposibilidad radicó en su pasión por la conversación, en el placer de la confidencialidad y el sarcasmo a puertas cerradas que eran propios de esa cultura política. La velada noctámbula le ganó a la escritura. Aquellos que alguna vez lo frecuentamos y quisimos lo recordaremos siempre.

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